Anaïs nunca había visto una cara tan aterradora.
El ojo derecho era redondo, desorbitado, como si se le fuera a salir de la cabeza. El de la izquierda, rasgado, socarrón, escondido bajo los pliegues de la carne. Toda la cara se inclinaba hacia la izquierda. La boca evocaba un rictus malsano, pero también una herida abierta. Un rostro bajo el signo del mal. El mal que provocaba y el mal que sufría…
Los dibujos a tinta china recordaban las ilustraciones de los folletines de principios del siglo xx. Las fechorías de Fantômas. Las investigaciones de Harry Dickson. Había que observarlos a contraluz y ese hecho añadía aún una maléfica violencia a la escena. El asesino parecía pertenecer a una dimensión de la crueldad espectral y fosforescente. Arrodillado frente a un cuerpo desmesurado y desnudo, arrancaba unos órganos sangrantes de una herida abierta. No cabía la menor duda acerca de su naturaleza: una verga y unos testículos.
Las dos radiografías representaban la misma escena, captada en momentos próximos en el tiempo. Detrás, se reconocía un puente parisino —Iéna, Alma, Invalides, Alexandre III…— y las aguas negras del Sena que fluían al fondo.
Anaïs se estremeció. Sostenía entre las manos las radiografías de los dos autorretratos de Narcisse. Debajo de sus obras, el pintor había dibujado un sacrificio del que había sido testigo. O autor. Una de dos.
—¿Qué opina?
Anaïs bajó los documentos y observó al comandante de policía que le hacía la pregunta. Estaba en las oficinas de la OCLCO, la Oficina Central de Lucha contra el Crimen Organizado. Incluso dentro de la policía, la gilipollez tiene sus límites. A las nueve de aquella mañana la habían conducido al tribunal de primera instancia de París. El juez no se había mostrado particularmente comprensivo, pero había admitido que Anaïs poseía informaciones de enorme importancia relativas al tiroteo de la víspera. Por ello la llevaron a Nanterre, a la rue des Trois-Fontanot, para declarar ante el jefe de grupo responsable de la investigación, el comandante Philippe Solinas.
Anaïs agitó las esposas.
—¿Pueden quitarme esto primero?
El hombre se levantó ágilmente.
—Por supuesto.
Solinas era un tipo alto, de unos cincuenta años, «el vivo retrato de un poli», vestido con un traje negro ceñido de rebajas. Su cuerpo entero era el teatro de una lenta transformación: la de los músculos de la juventud en la gordura de la madurez. Era calvo y como sustituto del cabello lucía unas gafas alzadas sobre la frente y una barba entrecana de tres días.
Con las muñecas libres, Anaïs señaló las radiografías.
—Se trata de la representación de un asesinato cometido en París en el mundo de los vagabundos.
—Cuénteme algo que no sepa ya.
—Ese asesinato tuvo lugar antes de la primavera de 2009.
—¿Por qué?
—Esos cuadros fueron realizados en mayo o junio de ese mismo año.
El comandante se había situado de nuevo detrás de su mesa. Ancho de hombros y con las manos entrelazadas delante de él, parecía dispuesto a lanzarse a una melé de rugby. Anaïs advirtió su alianza: ancha, dorada. La lucía como un trofeo. O como un fardo a cuestas. La deslizaba sin cesar a lo largo de su anular.
—¿Qué sabe exactamente de ese caso?
—¿Qué acuerdo puede proponerme?
Solinas sonrió. Su alianza iba y venía a lo largo del dedo.
—No está usted en condiciones de negociar, capitán. He hablado con el juez. Lo menos que puede decirse es que lo tiene crudo.
—Me paso la vida negociando con delincuentes. Me parece que puede hacer un esfuerzo con una policía. Tengo información crucial acerca de ese caso.
Él movió la cabeza. La manera de luchar de Anaïs, con sus pequeños puños, parecía gustarle.
—¿Cuáles serían los términos del acuerdo?
—Todo lo que sé sobre este caso a cambio de mi inmediata puesta en libertad.
—Nada más y nada menos.
—Estaría dispuesta a aceptar una condicional.
Solinas abrió una carpeta que contenía las transcripciones de las declaraciones. Su expediente. No demasiado grueso. «Aún no». Mientras hojeaba los documentos, Anaïs contempló en derredor. La habitación estaba artesonada de madera clara y recordaba el camarote de un velero. Unas lámparas filiformes realzaban la atmósfera con suaves toques luminosos.
—Todos salimos ganando —prosiguió Anaïs—. Usted tendrá su información y yo, mi libertad. Además, no es contradictorio. Puedo ayudarle a seguir investigando el caso.
El policía agitó en el aire unos papeles grapados.
—¿Sabe qué es esto?
Anaïs no respondió.
—Su suspensión hasta nueva orden.
—Podría colaborar como consultora externa.
Solinas se llevó las manos a la nuca y se estiró.
—Lo único que puedo hacer es concederle tres días, antes de dar curso penal al expediente y pasarlo a la Inspección General de Servicios. En su condición de policía, debería poder beneficiarse de una puesta en libertad provisional, bajo mi tutela. Digamos, «en el interés de la manifestación de la verdad».
Plantó su índice sobre la superficie de la mesa.
—Pero cuidado, guapa. Su información la quiero aquí y ahora, sin reservas. Si descubro que se ha guardado el menor detalle para usted, se la meteré hasta la empuñadura y la mierda le saldrá por las orejas.
—Muy elegante.
El policía retomó su posición de medio en una melé, tomando su alianza con dos dedos.
—Pero ¿dónde te crees que estás?
—¿Y quién me asegura que una vez que haya cantado cumplirá su parte?
—Tiene mi palabra de policía.
—¿Y qué vale?
—Veinticinco años de buenos y fieles servicios. La oportunidad de un buen empujón a mi carrera. La perspectiva de darles por el culo a mis camaradas de la criminal. Sopésalo todo y lo entenderás.
Aquellos argumentos eran palabras mojadas. La única verdad en todo aquel discurso era que ella no tenía elección. Era rehén de Solinas.
—Adelante —dijo ella—. Pero apague el móvil y el ordenador. Desconecte la cámara que tiene sobre la cabeza. No tome notas. No puede quedar ningún rastro de lo que voy a decirle. De momento, nada es oficial.
Solinas se puso en pie con aires de cazador fatigado. Alargó el brazo y apagó la cámara de seguridad. Sacó el móvil, lo desconectó y lo puso a la vista sobre la mesa. Finalmente se sentó, puso el ordenador en hibernación y ordenó por la línea fija que no lo molestaran.
Se hundió profundamente en el sillón y preguntó:
—¿Un café?
—No.
—En ese caso, soy todo oídos.
Anaïs lo contó todo. Los asesinatos entre los indigentes. El Minotauro en Burdeos. Ícaro en Marsella. La huida de Mathias Freire, alias Victor Janusz, alias Narcisse. El perfil patológico del sospechoso, que multiplicaba las fugas psicógenas. Su voluntad de investigar él mismo los asesinatos en lugar de huir de Francia. Y esa era una actitud que podía tomarse como una prueba de inocencia o de pérdida de la memoria, o de las dos cosas.
Anaïs habló a lo largo de media hora y acabó su discurso con la boca seca.
—¿Tiene un poco de agua?
Solinas abrió uno de sus cajones y puso sobre la mesa un botellín de Évian.
—¿Por qué la rue de Montalembert?
Anaïs no respondió acto seguido. Bebía de un trago.
—En una de sus vidas —prosiguió—, Freire fue pintor. Narcisse. Un artista que sufría trastornos psíquicos. Estuvo internado en la Villa Corto, un centro especializado en el interior de la región de Niza.
La evocación de la Villa Corto era un test. Solinas no reaccionó. No estaba al corriente de la matanza. Anaïs no había comentado ese episodio. Aparte de Crosnier, nadie tenía que saber que ella había pasado por allí.
—Narcisse pintaba únicamente autorretratos. Freire comprendió que él mismo había ocultado otro cuadro debajo del cuadro. Sus lienzos se vendieron a través de una galería parisina. Vino a París, se procuró los nombres de los compradores y se puso a buscar sus obras para radiografiarlas. Era la única manera de descubrir el secreto de los lienzos.
—Los compradores, ¿son los nombres que le has dado a Ribois?
—¿Quién es Ribois?
—Don Músculos.
—Eso es. Recuperó un autorretrato en casa de un coleccionista en el Distrito XVI y luego otro en la rue de Montalembert. Luego se precipitó al primer centro de imagen médica para averiguar el secreto de los cuadros. Las radiografías que me ha mostrado antes.
Solinas cogió uno de los clichés y lo observó, orientándolo hacia el ventanal. Se había bajado las gafas. Ahora parecía un médico en pleno diagnóstico.
—¿Este asesinato forma parte de la serie mitológica? —preguntó, al dejar de nuevo el cliché sobre la mesa.
—Sin duda.
Con esas palabras, Anaïs tuvo una revelación. El rostro del asesino, desfigurado y sarcástico, era una máscara. ¿Una referencia a una leyenda? Se habría inclinado más por un objeto étnico. Un artefacto de una tribu primitiva. Recordó el testimonio de Raoul, el vagabundo de Burdeos: Philippe Duruy le había contado que el que le había tentado era una persona con la cara cubierta. El asesino interpretaba papeles. Se ponía en la piel de personajes legendarios.
Solinas justo le preguntó:
—¿De qué mito se trata en esta ocasión?
—No lo sé. Habría que documentarse. En mi opinión, los asesinatos por castración deben de abundar en la mitología griega. Pero lo más urgente es encontrar el rastro de ese asesinato en París.
—Gracias por el consejo. No será fácil. Los indigentes se matan a menudo entre ellos.
—¿Con emasculación?
—Nunca les faltan ideas. Nos pondremos en contacto con el Instituto Médico Legal.
Solinas retomó su posición de partida, arqueado en su sillón. De nuevo se puso a juguetear con la alianza.
—Hay bastantes agujeros en tu historia —dijo en un tono escéptico—. En primer lugar, ¿cómo es que estabas en París?
Anaïs esperaba esa pregunta. Su respuesta pasaba por los dos asesinos vestidos de Hugo Boss.
—En este caso hay otro aspecto —dijo tras una vacilación.
—Tienes que contármelo todo, nena.
Anaïs tomó aliento y se remontó al primer amnésico, Patrick Bonfils. Describió su eliminación en la playa de Guéthary, junto con su esposa. Evocó su única pista: el Q7 identificado en el lugar del crimen, propiedad de la empresa ACSP, integrada en la constelación de Mêtis.
—¿Qué es Mêtis? —la interrumpió Solinas.
Anaïs esbozó una síntesis. Un grupo agronómico transformado en farmacéutico en los años ochenta. Los oscuros lazos entre ese sector de investigación y las fuerzas de defensa francesas. Solinas levantó las cejas con incredulidad. Ella se centró en lo concreto. El supuesto robo del Q7, conducido por dos asesinos experimentados, que le permitió, al poner en funcionamiento el rastreador del vehículo, localizar a aquellos cabrones, que a su vez seguían la pista de Narcisse.
—Tu historia es de novela.
—¿Y los dos muertos de la rue de Montalembert?
—En el tiroteo no hubo ninguna víctima.
—¿Cómo?
—En todo caso, no hay ningún cadáver.
—Los vi con mis propios ojos. Freire le pegó un tiro al primero. Y apuñaló al segundo.
—Si esos tipos responden al perfil que describes, debían de llevar chalecos antibala. Tu Narcisse no tiene experiencia. Si disparó al primer tipo, sería un milagro que le diera. Además, su arma estaba cargada con munición tradicional con poca capacidad de penetración. Tenemos los casquillos. Cagaditas de mosca para un chaleco de Kevlar o de carbono. Lo mismo para la navaja. Cuando tu tipo se la clavó en el torso al segundo, no debió de llegar ni a la segunda capa de fibra.
—Vi a esos hombres de cerca —insistió Anaïs—. Sus trajes eran entallados y ceñidos al cuerpo. Es imposible que llevaran chalecos antibalas debajo.
—Ya te enseñaré nuestros últimos modelos. No son más gruesos que un traje de submarinismo.
—Pero ¡estaba lleno de policías! ¡Había disparos por todas partes!
—Más a mi favor. Debieron de aprovechar la confusión para esfumarse. Los primeros en llegar fueron policías de barrio, y ya puedes imaginarte su experiencia de combate. Nosotros llegamos demasiado tarde. Ya solo quedabais tú y tu pintor chiflado.
Anaïs no insistió. Había llegado su turno para recopilar información.
—Han interrogado a Narcisse. ¿Qué les ha dicho?
Solinas sonrió con ironía. Repetía su tic con la alianza. Anaïs había leído en una revista femenina que ese gesto delataba un imperioso deseo de huir del hogar conyugal.
—Es verdad que últimamente estás un poco retirada del mundo.
—¿Qué?
—Tu mimado se nos ha escapado entre los dedos, esta misma noche.
—No le creo.
El policía abrió un cajón y le tendió un télex del estado mayor. El mensaje de alerta, dirigido a todas las comisarías y puestos de policía de París, avisaba de que Mathias Freire, también llamado Victor Janusz o Narcisse, sospechoso de homicidio voluntario, había logrado huir de la unidad médico-judicial del Hôtel-Dieu alrededor de las once de la noche.
Anaïs estuvo a punto de gritar de alegría. Luego, como el chasquido del cargador en la culata, la angustia reapareció de inmediato. Aquello significaba volver a empezar de nuevo. Si los mercenarios no estaban muertos, le seguirían el rastro otra vez. Solinas se inclinó sobre la mesa. Su voz bajó una octava.
—¿Dónde hay que buscarlo?
—Ni la menor idea.
—¿Tiene contactos en París? ¿Alguna manera de huir?
—No trata de huir. Intenta remontar sus identidades sucesivas. No las conoce. Y nosotros tampoco.
—¿No tienes nada más que contarme?
—No.
—¿Estás segura?
—Absolutamente.
Solinas se echó hacia atrás y abrió la carpeta.
—En ese caso, tengo algo para ti.
Puso frente a ella una hoja, en el sentido de la lectura.
—¿Qué es esto?
—Tu orden de traslado, firmada por el juez. Te ingresan en prisión en el complejo penitenciario de Fleury-Mérogis, guapa. Con efecto inmediato.
—¿Qué? ¿Y su palabra?
Solinas hizo una rápida señal a través de la pared acristalada que daba al pasillo. Anaïs no había tenido tiempo ni de reaccionar y ya le habían esposado las muñecas. Dos policías de uniforme la levantaban de su silla.
—Nadie está por encima de las leyes. Y menos aún una colgada que se las da de…
El comandante no acabó su frase. Anaïs le había escupido en la cara.