«He matado a dos hombres».
Era la única idea que flotaba en su conciencia.
Una idea lúgubre, ardiente y confusa.
«He matado a dos hombres».
Las detonaciones de la Glock en la sangre. La onda del retroceso en la mano. El contacto del cuchillo en el vientre del segundo asesino. Había hundido la Eickhorn una y otra vez.
«He matado a dos hombres…»
Pestañeó varias veces. Plafones blancos. Negatoscopios. Un carro reluciente cargado de productos antisépticos. Una sala de consulta, con un calor agobiante. Estaba tendido en una camilla metálica, cubierto con una manta de supervivencia. Tenía agujetas por todo el cuerpo, como varillas de hierro en la carne.
Cerró de nuevo los ojos e hizo balance. No era tan negativo. Había escapado de la muerte por los pelos, pero estaba vivito y coleando. Casi podía sentir la sangre circular por su cuerpo dolorido. «Calor». La investigación. Los asesinatos. Los enigmas. Todo eso le parecía lejano, vano e irreal.
Desde hacía días acumulaba preguntas.
La policía se ocuparía de las respuestas.
Un ruido metálico le confirmó la nueva situación: unas esposas ataban su brazo izquierdo al marco de la camilla y en el pliegue del codo derecho tenía inyectada una perfusión. Esperaría tranquilamente en prisión a que la investigación siguiera su curso. Había llegado la hora de descansar…
En ese momento, adivinó una presencia en la habitación. Abrió de nuevo los párpados. A su derecha, un hombre en bata blanca, de espaldas, murmuraba ante un dictáfono a unos pocos metros, sin duda un informe que le concernía. Volvió la cabeza a la derecha y vio unas radiografías colgadas en el negatoscopio. Los clichés mostraban un cráneo de frente y de perfil. Los cartílagos de la nariz albergaban una bala de pistola. La esquirla de metal se recortaba claramente orientada hacia el seno izquierdo.
Las radiografías de su víctima.
Le había dado al asesino cerca del orificio nasal.
Una súbita sudoración llenó su rostro de gotitas. El dolor le atenazó el cráneo. «He matado a dos hombres…» Y en ese momento le volvieron a la cabeza los dibujos vistos a través de los rayos X. Y la certidumbre de que era también el asesino de indigentes.
—¿Está despierto?
El médico se hallaba frente a él, con las manos en los bolsillos. Sus gafas ofrecían un reflejo claro y nítido, un agua cristalina que invitaba a sumergirse en ella, a purificarse y quedar absuelto de todo pecado.
—Soy el doctor Martin, el médico de urgencias que le ha atendido.
—¿Dónde estoy? —logró preguntar.
—En el Hôtel-Dieu. He insistido para que lo sacaran de la sala Cusco.
—¿Qué es eso?
—La sala de las urgencias médico-judiciales. Una especie de corte de los milagros llena de sospechosos, víctimas y policías.
—Y yo ¿qué soy?
El médico le señaló con la cabeza las esposas.
—¿A usted qué le parece? Está bajo control judicial. Yo mismo actúo bajo las órdenes del fiscal. En resumidas cuentas, está en el hospital y también en la cárcel, pero en este servicio tendrá por lo menos una noche de descanso. ¿Cómo se encuentra?
A Narcisse le llevó unos segundos responder. La sirena de una ambulancia o de un furgón policial ululó a lo lejos.
—Yo… tengo agujetas.
—Le han dado una buena paliza —dijo en tono confidencial—, pero tiene la cabeza dura.
Narcisse señaló los clichés colgados en el negatoscopio.
—¿Son las radiografías de mi víctima?
—No hay víctima. Aparte de usted.
—He matado a dos tipos.
—Se equivoca. No se ha hallado ningún cadáver. Lo único que sé es que también ha sido detenida una mujer. Una policía de Burdeos, según parece. Menudo lío.
«Una policía de Burdeos». Narcisse no necesitaba más explicaciones. Anaïs Chatelet también se había sumado a la fiesta. En todo ese tiempo, ella no había dejado el caso en ningún momento.
Le vinieron a la mente fragmentos de la escena. Los disparos. Las cuchilladas. Los gritos de la multitud. Las sirenas. ¿Adónde habían ido a parar los dos asesinos? ¿Sus dos víctimas?
Se incorporó apoyándose en un codo y señaló de nuevo las radiografías en el negatoscopio.
—Si no hay cadáver, ¿quién es el tío con una bala en la cabeza?
—Usted.
Narcisse se dejó caer y se oyó el tintineo de las esposas.
—Esas radiografías son suyas. Las hicimos a su llegada.
Pasó una compresa antiséptica sobre las venas de la mano izquierda de Narcisse.
—Voy a ponerle un calmante, le sentará bien.
Narcisse no respondió. El olor del antiséptico era a la vez tranquilizador y agresivo. El calor le daba la impresión de que sus órganos eran piedras ardientes en una sauna. La sombra blanca de la bala centelleaba en el cristal con una dolorosa precisión.
—¿Qué es esa cosa en mi cráneo?
—Si usted no lo sabe, poco puedo decirle yo. He consultado a los colegas y nadie ha visto nunca algo semejante. He hecho algunas llamadas. Podría tratarse de un implante. Un difusor de hormonas, como los implantes anticonceptivos. O también una de esas microbombas informatizadas de silicio que se utilizan para el tratamiento de determinadas patologías. ¿Es epiléptico? ¿Diabético?
—No.
—De todas formas, esperamos los resultados de sus análisis de sangre.
—¿Y me van a dejar ahí esa cosa?
—Hemos previsto operarle por la mañana. Al no tener su historial médico, hemos de ser muy prudentes. Tenemos que respetar las etapas de cada análisis y de cada diagnóstico.
La idea de un expediente administrativo le evocó otro.
—¿He dado mi nombre al llegar aquí?
—Ninguno muy claro. Los policías han rellenado su ficha de admisión.
—Pero ¿he dicho algo?
—Deliraba. Primero pensamos en una amnesia ligada a los golpes que había recibido. Pero es más complicado que eso, ¿verdad?
Narcisse dejó caer la cabeza, sin apartar la vista de las imágenes radiográficas. El objeto estaba situado en el nacimiento del tabique nasal izquierdo, inclinado hacia el seno izquierdo. ¿Era un herido de guerra? ¿La cobaya de un experimento? ¿Desde cuándo llevaba ese implante? Una certeza. Ese cuerpo extraño explicaba su dolor punzante en el ojo izquierdo.
El médico sostenía una jeringuilla en la mano izquierda.
—¿Qué es?
—Ya se lo he dicho, un calmante. Tiene un hematoma muy grande detrás del cráneo. Esto le aliviará.
Narcisse no respondió. Trató de calmarse y se quedó quieto. Le pareció sentir el líquido correr por sus venas. El efecto era a la vez candente y benefactor. El médico arrojó la jeringuilla a la basura y se dirigió a la puerta.
—Luego lo trasladarán a otra habitación. Mañana tiene que estar en forma. Tendrá visitas. Los oficiales de la policía judicial al cargo de la investigación. El abogado de oficio. El fiscal adjunto… Después de todo eso, verá al juez, que ya le ha puesto bajo control judicial.
Narcisse hizo repiquetear las esposas contra la camilla.
—¿Y esto?
—Eso no entra dentro de mis competencias. Dígaselo a la policía. Desde un punto de vista médico, no hay razón alguna para firmarle una dispensa. Lo siento.
Narcisse alzó el brazo derecho hacia la puerta.
—¿Estoy vigilado?
—Sí, tiene ahí un par de centinelas. —Sonrió una última vez—. Según parece, es usted muy peligroso. Hasta luego. Que duerma bien.
La luz se apagó. Se cerró la puerta. Se oyó el chasquido del cerrojo. A pesar de la inyección, la serenidad y el bienestar ya habían desaparecido. Se veía acusado de, por lo menos, dos asesinatos, el Minotauro e Ícaro. Sin contar el tercero: el castrado del puente parisino, que acabarían por identificar gracias a los dibujos radiografiados. ¿Era verdaderamente un asesino? ¿Por qué tenía aquel cacharro incrustado en la nariz? ¿Quién se lo había colocado?
Imaginaba a los especialistas, que le diagnosticarían trastornos mentales y una locura crónica. Fugas psíquicas, marcadas por asesinatos mitológicos. Su caso no plantearía ninguna duda. Lo internarían en una unidad de enfermos difíciles sin la menor vacilación.
Se agitó en la camilla. Sintió que las esposas le bloqueaban la muñeca. Su cuerpo estaba martirizado por las agujetas. La única sensación agradable era la suavidad de las arrugas de su pantalón…
Se estremeció. «Aún llevaba los pantalones». Presa de una absurda esperanza, metió su mano libre en el bolsillo derecho. Recordaba haber trasladado la pequeña llave de las esposas de una prenda a otra. Con un poco de suerte, habría pasado por alto a los policías.
Sacó la mano. Nada. Contorsionándose, efectuó la misma maniobra en el bolsillo izquierdo, rebuscando entre cada pliegue. Allí estaba la llave. La sacó con mano temblorosa, repitiéndose que, en efecto, el objeto era un amuleto de la suerte.
Ese tipo de llaves debía de ser estándar. Se incorporó y la metió en la cerradura de las esposas. Con un solo clic, el mecanismo se abrió. Narcisse se sentó en la mesa de examen y se frotó la muñeca a oscuras.
Reía en el silencio de la noche.