—¡Quiero un bocata! ¡Seréis maricones! ¡Conozco mis derechos!

El hombre golpeó el vidrio blindado con el puño y luego le dio patadas. Anaïs lo habría hecho callar, pero estaba demasiado ocupada evitando los hilillos de flemas que serpenteaban entre sus pies. Un indigente acababa de caerse del banco presa de convulsiones. A cada sacudida, un chorro de vómito se expandía por el suelo.

—¡Pandilla de nazis! ¡Quiero hablar con mi abogado!

Anaïs se agarró la cabeza con ambas manos. La migraña no aflojaba. Desde hacía más de tres horas estaba encerrada en una celda de cinco metros por cinco, en la comisaría central de la rue Fabert, en la explanada des Invalides.

La habían reanimado. La habían cacheado. La habían desnudado. La habían fotografiado. Le habían tomado las huellas dactilares. Y luego la habían encerrado en esa jaula de vidrio, en compañía de una corte de los milagros vocinglera y agitada.

Anaïs ya sabía qué era eso. En el año 2010, el número de detenciones en Francia rondaba el millón. Se detenía a los conductores sin carnet, a las parejas que se peleaban, a los fumadores de porros, a los vagabundos, a los ladrones en los supermercados… No podía quejarse de formar parte del lote. Al fin y al cabo, había disparado contra sus propios colegas. Y le habían encontrado anfetaminas en el bolsillo.

Contempló sus dedos aún manchados de tinta. Curiosamente, se sentía serena y resignada. Había logrado lo principal: Narcisse había sido detenido y salvado. Por fin se comprendería la verdad. Se identificaría a los dos cabrones. Se aclararían todas las cuestiones de aquel embrollo. A lo mejor incluso se podría atrapar al asesino de indigentes…

Lo olía: el caso llegaba a su fin.

Ella también llegaba a su fin.

—¡Cabrones! ¡Hijos de mala madre! ¡Quiero ver al comisario!

Anaïs volvió a levantar los pies. El vagabundo acababa de disparar una nueva salva. El olor a vino peleón lo invadía todo, mezclado con el hedor a orines y mierda de la jaula. Echó un vistazo discreto a sus compañeros de celda. Aparte del que gritaba y del que se había desplomado en el suelo, había dos manguis acurrucados en el banco que parecían agotados. Un punk temblaba sin cesar y se rascaba los brazos hasta dejarlos en carne viva. Un hombre que vestía traje parecía anonadado, sin duda se trataba de un conductor sin carnet. Dos jóvenes roqueros, de vaqueros cuidadosamente rasgados y manchados (unos grafiteros) reían a carcajadas y fanfarroneaban.

Era la única mujer.

Por lo general no se mezclaban los sexos en la pecera, pero quizá esa norma ya no era de aplicación en París. O bien la habían confundido con un tío. O bien lo habían hecho a propósito, para presionarla. En ningún momento se había resistido ni había protestado. El procedimiento estaba en curso. Comparecería ante el juez. En ese momento se explicaría…

Ruido de la cerradura. Todas las miradas se dirigieron a él, el único que significaba algo en aquel lugar. Un policía de uniforme y otro de civil. Anaïs identificó enseguida al personaje: un aficionado a la musculación, atiborrado de esteroides y dispuesto a repartir tortazos y desenfundar la pistola.

El oficial de policía judicial avanzó hacia ella:

—Ven conmigo.

Ella pasó por alto el tuteo y el tono despectivo. Tejanos holgados, cazadora de cuero, la Glock visible: el policía debía de pesar más de cien kilos. Un halo de temor se instaló en la celda.

Se puso en pie y siguió al culturista. Esperaba pasar por el vestíbulo y dirigirse a los despachos de los oficiales, pero el coloso giró a la derecha, por un pasillo estrecho que olía a polvo, y de nuevo a la derecha. El olor a polvo se convirtió en olor a mierda.

Gritos. Golpes sordos. Puertas de hierro, con interruptores y cadenas del váter exteriores. Las celdas de desintoxicación. El tipo de uniforme agitó un manojo de llaves. Se abrió una puerta. Cuatro paredes de cemento. Peste a vómito y a excrementos. Y unos escarabajos galopantes a guisa de espectadores.

—Siéntate.

Anaïs obedeció. La puerta se cerró de nuevo.

—Lo hemos comprobado. Sí que eres policía.

—¿Le importaría no tutearme?

—Cierra la boca. Pero has olvidado precisarnos una cosa.

—¿Qué?

—Estás suspendida desde esta mañana. Por orden de la fiscalía de Burdeos.

Anaïs sonrió y profirió un suspiro de agotamiento.

—He pedido un 32 13. Un traslado a la enfermería. Me han golpeado, me…

—Calla de una vez. Has disparado contra unos policías, con un arma que ya no tenías derecho a utilizar.

—Quería evitar un error policial.

El hombre se echó a reír, con los pulgares a la cintura. Ella agachó la cabeza, fingiendo humildad. Había que seguir el juego.

—Aquí la única que ha metido la pata eres tú.

—¿Voy a ver al juez?

—Está en curso. Pero no vas a salir por las buenas. Eso te lo juro. Una Glock y las anfetas no son buena combinación.

El levantador de pesas parecía regodearse ante la situación. Por alguna razón inexplicable, tenía ganas de arrearle a un policía.

—Durante la operación, detuvieron a un hombre. ¿Dónde está?

—¿Quieres el expediente del caso? ¿Quieres que te pongamos un despacho?

—¿Está herido? ¿Lo han interrogado?

—No lo entiendes, tía. Aquí no eres nada ni nadie. Incluso estás un poco por debajo de los otros. Eres una Judas o algo parecido.

Anaïs no respondió. Se moría de miedo ante aquel monstruo. Sus hombros y su torso le tensaban la camisa y la cazadora, como erecciones de músculos. Su cara no denotaba nada: tenía el rostro plácido de un herbívoro.

—En el enfrentamiento han sido abatidos dos hombres —prosiguió ella con obstinación—. ¿Los han identificado? ¿Han requisado su vehículo? Un Q7 aparcado delante del hotel Pont Royal…

El policía movió la cabeza consternado. Ahora la tenía por una loca a la que había que dejar hablar.

—¿Se ha puesto en marcha la investigación de proximidad? —insistió Anaïs—. Hay que interrogar en primer lugar al personal del centro de imagen médica del número 9 de la rue de Montalembert…

—Si estuviera en tu situación, pensaría sobre todo en conseguir un buen abogado.

—¿Un abogado?

Se inclinó hacia ella, apoyando las dos manos en las rodillas. Adoptó otro tono, casi conciliador.

—¿Qué te crees, nena? ¿Que se puede jugar al tiro al pichón con los colegas, así, por las buenas? ¿Así son las cosas en Burdeos?

Anaïs se acurrucó en el banco de cemento.

—Tienen que interrogar a Sylvain Reinhardt —insistió ella en voz baja—. Vive en el número 1 de la rue de Montalembert. Y también a Simon Amsallem, en el 18, en la Villa Victor Hugo.

—Al oírte tengo mis dudas. Más que un abogado creo que vas a necesitar un buen psiquiatra.

Anaïs se levantó bruscamente del banco y empujó al tipo contra la puerta metálica.

—¡Es mi caso, cabrón! ¡Contesta a mis preguntas!

El hombre la empujó con violencia, sin el menor esfuerzo. Anaïs rebotó contra la pared y cayó sobre el banco, resbaló y fue a dar al suelo. El policía la levantó con una mano y con la otra cogió sus esposas. Solo con una mano, la obligó a volverse y le colocó las muñecas a la espalda. Se oyó el chasquido de los cierres. Anaïs sintió que la boca se le llenaba de sangre. Él la agarró del cuello de su chaqueta y la sentó a la fuerza en el banco.

—Será mejor que te calmes, guapa.

—No sabe lo que está haciendo.

El policía se echó de nuevo a reír.

—En ese caso, ya somos dos.

—Los hombres de las fuerzas del orden han tenido que encontrar sobre el terreno dos cuadros y dos radiografías —dijo ella sintiendo el sabor metálico entre los labios—. Hay que recuperarlos de inmediato. ¡Tengo que verlos!

El policía se dirigió hacia la puerta y llamó, sin responder.

—¡Gilipollas! ¡Cabrón! ¡Maricón! ¡Quítame las esposas!

El centinela abrió la puerta. La pared de hierro chascó a modo de respuesta.

Anaïs se echó a llorar.

Había creído que su caída llegaba al fin.

Y no había hecho más que empezar.