Anaïs vio la llama surgir de la boca de la automática. Salió de su coche y se lanzó sobre la acera. Resonaron más detonaciones. Mientras se incorporaba, una marea de cuerpos se arrojó al suelo entre un rumor de pánico. Los coches frenaban en seco. Había hombres que corrían. Nuevas detonaciones. Se deslizó entre dos coches y asomó la cabeza. Esta vez vio a uno de los asesinos tendido sobre la calzada, muerto. Pasos sobre el asfalto, gemidos entrecortados. Se preguntaba si había heridos, víctimas colaterales. La expresión le parecía absurda, pero era la que le había venido a la mente.
No había manera de apuntar a nadie. Los transeúntes ocultaban su campo de visión. El guirigay de siluetas y de vehículos ocupaba toda la escena. Por fin, vio a Narcisse frente a una farmacia. Cara a cara con el segundo asesino. Uno y otro apuntándose. Se agarraban para desviar los tiros, pisoteando los lienzos, luchando para lanzar al otro al suelo, como en un torpe combate de lucha libre.
Otro disparo. Un vidrio estalló y cubrió de cristales a los dos combatientes. Narcisse resbaló al pisar un sobre de radiografías. Cayó de espaldas y arrastró al otro en la caída. Trataba aún de apuntar a su agresor, que hacía lo mismo. Desaparecieron detrás de un coche. Solo veía sus pies que pataleaban. Se oían gritos por doquier. La gente se agachaba, se agarraban unos a otros como en un naufragio.
Trató de pasar al ataque, pero tropezó con una mujer aferrada a su bolso. Cayó de bruces, perdió la pistola y la recuperó debajo de un coche. Cuando se incorporó, vio al segundo mercenario ponerse en pie de nuevo, apuntando con su arma. Narcisse retrocedía arrastrándose de culo por la acera, atontado, con las manos vacías, sin defensa.
Anaïs apoyó su puño derecho en la palma de la mano izquierda y apuntó. En el momento en que se disponía a disparar, pasó un grupo ante sus ojos. Sonaron dos disparos. Otro escaparate se desmoronó en pedazos. Un parabrisas se hizo añicos. Anaïs se inclinó a la izquierda, rodó sobre el capó de un coche y apuntó de nuevo a su objetivo.
Narcisse agarraba a su enemigo de la muñeca. La boca del cañón escupió chispas. El asfalto se agrietó. Narcisse forcejeaba, agarrado del brazo de su adversario. Anaïs apuntó a las piernas del tipo y se dijo que la fuerza del retroceso le haría alcanzarlo en el costado izquierdo. Su dedo acariciaba el gatillo cuando se oyeron sirenas.
Chirrido de neumáticos. Ruido de puertas al cerrarse. Gritos y órdenes que se elevaron sobre el pánico general. Incluso la propia naturaleza del aire había cambiado, como una trama que se hubiera cerrado y vuelto más densa.
Se concentró en su objetivo. El combate era ahora con arma blanca. Narcisse, bocarriba en el suelo, sostenía un cuchillo automático. Hurgaba en el vientre de su agresor, que trataba de morderle en la cara. El hombre vestido de Hugo Boss se levantó de golpe. Su abrigo flotaba en el aire. Retrocedió tambaleándose, doblado en dos, mientras unas voces amplificadas lo conminaban a rendirse. Narcisse también se había puesto en pie, cuchillo en mano.
Vio a un policía de uniforme apuntarlo. Sin pensar, Anaïs disparó al aire, en dirección a los policías. Como respuesta recibió una salva de plomo. Se tendió y se cubrió en el suelo. Las balas crepitaron sobre las carrocerías, agujerearon la fachada de los almacenes Monoprix y fustigaron los postes de las bicicletas que había allí. Los policías habían identificado a otro enemigo y abrían fuego sin cuartel.
Alzó la cabeza y vio el fin del enfrentamiento. Una escuadra de policías había aprovechado la diversión para aproximarse a Narcisse y le aporreaban sin pausa. Quiso gritar algo, pero de su boca no salió ningún sonido. En su lugar, le brotó un flujo tibio de los labios. Pensó en sangre. Era saliva. La cabeza le daba vueltas. Ya no oía nada. Le parecía que la hemoglobina le saturaba el cerebro, hasta los vasos sanguíneos más pequeños.
Alertada por un presentimiento, se volvió. Unos hombres con casco se hallaban detrás de ella. Quiso alzar los brazos, soltar el arma, mostrar su identificación policial, todo ello a la vez. Antes de que pudiera hacer el menor gesto, una porra se estrelló sobre su cara.