—¿Señor Narcisse?
Se puso en pie de un salto, con sus lienzos bajo el brazo. Había dado ese nombre en el mostrador de la recepción sin pensar. No tenía tarjeta de la seguridad social ni receta, pero las secretarias se mostraron comprensivas. Había dicho que le dolía el codo a consecuencia de una caída. Le hicieron pasar a la sala de espera. Los otros pacientes no le prestaron atención.
—Por aquí, por favor.
La secretaria torció a la derecha en el pasillo. Dio un golpe con los cuadros contra la esquina de la pared.
—¿Quiere dejarlos en recepción? Estará más cómodo en el vestuario.
—Gracias. Prefiero llevarlos conmigo.
Seguía los pasos de la mujer. Se sentía en un estado crítico. La sesión de violencia en el domicilio de Reinhardt había agravado su ansiedad. El segundo lienzo, en el almacén, lo había dejado machacado. En esa ocasión, se había representado con uniforme de cartero de los años ochenta. Gorra y chaqueta azul grisáceo, con el logo de la época: un avión de papiroflexia. ¿Qué ocultaban esos absurdos retratos?
La auxiliar se detuvo frente a una puerta e insistió:
—¿Está seguro de que no prefiere que se los guarde en recepción?
—Gracias, así está bien.
Hizo girar el pomo y lo invitó a entrar en una estrecha cabina que daba a otra puerta.
—Desvístase. La radióloga vendrá a buscarlo.
Narcisse cerró y aguardó, sin quitarse siquiera la chaqueta, y dejó los lienzos sobre el banco de la cabina. Al cabo de un minuto, otra mujer abrió la segunda puerta.
—¿Aún no se ha quitado la ropa? —preguntó en tono muy seco.
Narcisse la miró de arriba abajo. Morena, muy maquillada y con tacones altos, representaba fuerzas contradictorias. Ciencia y rigor por el lado de la bata blanca, provocación y sensualidad por el lado de la vida civil.
Optó por las buenas maneras.
—Mi petición es un poco especial —dijo sonriendo—. Necesito hacer una radiografía de estos dos cuadros y…
—Es imposible —lo interrumpió la técnico—. Nuestras máquinas no están concebidas para eso.
—Le aseguro que es una práctica muy corriente. En los laboratorios de investigación de los museos de Francia…
—Lo siento. Se ha equivocado de sitio.
Lo empujó hacia la cabina. Narcisse sudaba abundantemente, con una sonrisa crispada en los labios.
—Permítame insistir. Basta con…
—Se lo ruego, caballero. Hay otros pacientes que esperan. Nosotros…
De repente, ella retrocedió. Narcisse la apuntaba con la Glock. Cogió los cuadros con la mano izquierda, entró en la sala de examen y cerró la puerta con el pie.
—Pero ¿qué… qué ocurre…?
Siempre con la mano izquierda, Narcisse arrancó el plástico de burbujas de El payaso.
—¡Ayúdeme, por Dios!
Ella se precipitó. Sus uñas pintadas reventaron burbujas, desgarraron la superficie del plástico y desnudaron el lienzo de colores sanguíneos. Apareció el payaso de rostro enharinado y sonrisa triste.
Narcisse había retrocedido y encañonaba a la radióloga, sosteniendo la culata de la Glock con las dos manos.
—¡Meta el cuadro en el aparato!
Con torpeza, ella centró el lienzo sobre la mesa de examen.
—Ahora la casete. En el estativo.
Había pronunciado esas palabras sin reflexionar, términos técnicos de médico. La mujer lo miró estupefacta. Maniobró y disparó la radiación. Sobre la mesa de acero, el payaso miraba a Narcisse con sus ojos negros. Parecía reírse de él. Como si ya conociera la sorpresa que le depararía, bajo los colores y barnices.
—Ahora el otro —masculló entre dientes—. Rápido.
La radióloga sacó el casete del cajón. El objeto se le resbaló de las manos y aterrizó en el suelo con un ruido de chatarra. Se agachó para recogerlo, lo colocó sobre un carro y cogió otro casete. Mientras, Narcisse había desanudado los cordeles de la sábana que envolvía El cartero.
—Dese prisa.
La mujer obedeció. Narcisse tenía la sensación de recibir, dentro de su cuerpo, la descarga del tubo de rayos X. Ella abrió el estativo y cogió la segunda caja de acero.
—¿Dónde puedo verlas?
—Al… al lado…
Había un despacho colindante con la sala de examen. Narcisse le hizo una señal con el arma. Ella se sentó frente a las pantallas y metió los casetes en un estante de una máquina imponente que recordaba las fotocopiadoras antiguas.
—Hay que esperar unos segundos —dijo ella sin respiración.
Narcisse se inclinó junto a su hombro y observó la pantalla negra.
—¿Sabe qué decían los gnósticos? —preguntó como un loco, hundiendo el arma en los riñones de la radióloga.
—No… No.
—El mundo no es a imagen de Dios, sino una mentira del demonio.
Ella no respondió. No había nada que responder. Él la oía jadear. Sentía que sudaba. Más profundamente aún, captaba el latido de su corazón desbocado. Su demencia le multiplicaba los sentidos. La intuición. La conciencia. Tenía la impresión de abrazar la naturaleza secreta del cosmos.
Súbitamente, la pantalla se iluminó y reveló la primera radiografía.
Efectivamente había un cuadro debajo del cuadro. O más exactamente un dibujo. Al estilo de las ilustraciones a pluma que acompañaban los folletines de comienzos del siglo XX. Posturas teatrales. Detalles exagerados. Rayas finas para hacer las sombras, los movimientos y los claroscuros.
El esbozo representaba un asesinato.
Bajo el puente de Iéna o el puente Alexandre III.
El asesino desbordaba alegría sobre un cuerpo desnudo. Llevaba un hacha en una mano y en la otra sostenía un trofeo orgánico. Narcisse se aproximó y observó el fragmento arrancado. Unos órganos genitales. El asesino acababa de castrar a su víctima. Hubiera deseado reflexionar sobre el significado ritual de ese gesto, recordar alguna escena mitológica en la que apareciera una castración, pero no le era posible.
Por culpa del rostro del asesino.
Un rostro asimétrico, que se inclinaba a la derecha y se estiraba en una abominable mueca. Un ojo era redondo, el otro, rasgado. La boca formaba un rictus muy abierto, al lado del ojo redondo, y erizada de dientes dispares. Pero había algo peor: comprendía, a pesar de su estupor, que se trataba de un último autorretrato. Ese asesino de rostro dantesco era él mismo.
—¿Quiere… quiere ver la otra radiografía?
A Narcisse le llevó unos segundos regresar al mundo real.
—Muéstrela —dijo con una voz que no se reconoció.
El otro dibujo representaba la misma escena, pero unos segundos más tarde. El asesino (los rasgos dibujados con tinta le daban una precisión cruel, insoportable, y a la par una suerte de universalidad mítica) lanzaba los órganos al río oscuro, blandiendo el hacha en la otra mano. Narcisse observó que el arma era un instrumento primitivo, un objeto fabricado con un sílex afilado, unos cordeles de cuero y madera.
Retrocedió. Dio con la espalda contra la pared. Cerró los ojos. Las preguntas se amplificaban en su cráneo hasta ocultarlo todo. ¿A cuántos indigentes había eliminado así? ¿Por qué se encarnizaba con esos seres desclasados? ¿Por qué se había representado con esa cara retorcida y abominable?
Abrió los ojos in extremis, a punto de desmayarse. La radióloga lo observaba. Su expresión había cambiado y en sus rasgos se leía la piedad. Ya no temía por ella, sino por él.
—¿Quiere un vaso de agua?
Hubiera querido responder, pero no pudo. Cogió sus dos cuadros, los envolvió de cualquier manera con la sábana y los ató con varias vueltas de cordel.
—Revele las radiografías —logró articular— y métalas en un sobre.
Unos minutos más tarde, salía del centro de imagen médica con paso de autómata. Andaba con la sensación de caer, hundirse y disolverse. Alzó la vista y vio que el cielo se desmoronaba. Las nubes rodaban como rocas por un acantilado y se precipitaban sobre él…
Bajó la vista y trató de recobrar el equilibrio.
Los ejecutivos asesinos estaban delante de él.
Avanzaban con el abrigo al viento y la mano ya a la cintura.
Soltó los cuadros y cogió la Glock que llevaba a la espalda.
Cerró los ojos y disparó varias veces.