Sylvain Reinhardt vivía entre tinieblas.
Abrió la puerta con precaución, surgiendo de las sombras y dejando que la cadena bloqueara el espacio entreabierto. En el hueco de la escalera, los apliques desprendían una luz débil, a la manera de los farolillos de parafina en el fondo de una mina.
—Le reconozco —dijo el hombre—. Es Narcisse.
Se inclinó en señal de asentimiento.
—Nunca compro directamente a los artistas —le previno Reinhardt.
Narcisse llevaba bajo el brazo el cuadro envuelto en plástico de burbujas.
—No vendo nada.
—¿Qué quiere?
—¿Me permite primero entrar?
A desgana, Sylvain quitó la cadena, abrió la puerta y retrocedió hacia el vestíbulo. Narcisse se sumergió en la oscuridad. Adivinó los volúmenes, los suelos de madera, los techos muy altos y las líneas espaciosas de un apartamento haussmanniano.
Pasaron así unos segundos, en silencio e inmóviles. Por fin, Reinhardt cerró la puerta y echó el pestillo. Los ojos de Narcisse se acostumbraban a la sombra. Un salón doble. Las persianas cerradas. Muebles cubiertos con fundas grises. Reinaba allí un calor sofocante.
—¿Qué quiere?
El tono era agresivo. Narcisse observó a su anfitrión. Vestía unos tejanos desteñidos, un jersey de cuello redondo y mocasines náuticos. De momento, carecía de rostro.
—Quería conocerle —dijo Narcisse prudentemente.
—Evito el contacto con los artistas de los que compro obra. Es mi regla. A pesar de lo que se diga, la emoción artística tiene que ser neutra, objetiva e imparcial.
Reinhardt esbozó un movimiento hacia el salón de la derecha. Narcisse tomó esa dirección. La estancia no estaba desordenada, pero delataba abandono y negligencia. Un velo de polvo cubría cada objeto. El olor a cerrado crispaba las ventanas nasales. Unas manchas más oscuras destacaban sobre el suelo: alfombras. Narcisse las imaginaba sucias, peludas y cubiertas de pelos.
Siguió avanzando. Unas lámparas de colgantes, sillones y veladores flotaban en las tinieblas. En la pared de la derecha había esculpido un bajorrelieve con unos colosos de perfil que recordaban jeroglíficos egipcios. «El piso de la familia», se dijo. Esas paredes, ese mobiliario y esas alfombras pertenecían al linaje de Sylvain Reinhardt, al igual que la forma de su nariz u otros atavismos de sus antepasados. Ese lugar no era más que una prolongación de su patrimonio genético.
Se volvió y sonrió.
—¿Tiene una colección de art brut?
Distinguía mejor a su interlocutor. Reinhardt tenía cara de muerto, en el sentido literal. Su piel fina, tersa y apergaminada moldeaba al detalle sus músculos y sus huesos. Frente despejada. Órbitas profundas. Mandíbula y dientes prominentes. Era imposible estimar su edad. Al verlo no se pensaba en términos de años, sino de generaciones. «La pura estampa de la decadencia».
—Aquí la tiene. A su alrededor.
En ese momento los vio. Los cuadros no estaban enmarcados ni suspendidos. Solo apoyados contra las paredes. En la penumbra, se confundían con el papel pintado oscuro. Eran imbricaciones inextricables, de forma curvilínea. Unos personajes dibujados a lápiz con picos de pájaro. Unas cabezas redondas, con innumerables dientes…
—¿Por qué vive usted así, en la oscuridad? —preguntó Narcisse.
—Por mis cuadros. La luz deteriora los colores.
Narcisse se preguntó si su anfitrión bromeaba. Tenía una pronunciación altiva. Como si cada palabra, cada sílaba, lo asqueara.
—La luz es la razón de ser de la pintura.
Se le había escapado la frase, era el artista quien había hablado. Reinhardt le respondió con una carcajada. Una especie de cloqueo despectivo.
Se aproximó a las otras obras. Unos hombres con hocico de gato. Unas chiquillas con aspecto de espectro. Unas máscaras de cartón oscuro, con los ojos abiertos como platos.
—Mi padre era amigo de Dubuffet —dijo Reinhardt como si se tratara de una excusa—. Yo continúo su colección.
Narcisse no se había equivocado. Ese hijo de buena familia era prisionero de sus orígenes al igual que lo era de su colección. Esas obras y esas paredes evocaban los grandes pétalos negros de una planta carnívora que lo iba devorando lentamente.
—¿Qué es lo que quieres, cabrón? —espetó bruscamente—. ¿Qué coño vienes a buscar a mi casa?
Narcisse se volvió, sorprendido ante aquel cambio de tono. Reinhardt empuñaba una pistola pequeña. En la oscuridad solo se distinguía el cañón. El cacharro parecía falso.
—Quieres robarme, ¿verdad?
Sin perder la serenidad, Narcisse lo tuteó.
—Un día, en el museo del Luxembourg, los vigilantes sorprendieron a un viejo armado de paleta y pinceles que pintaba furtivamente sobre un cuadro expuesto de Pierre Bonnard. Los tipos echaron al loco a la calle. Era el propio Bonnard.
Reinhardt volvió a reír. Tenía los dientes podridos.
—Se cuenta lo mismo de Oskar Kokoschka.
—Un pintor nunca termina su obra.
—¿Y qué?
—Quiero retocar mi cuadro. El que compraste. El cartero. Quiero recuperarlo. Uno o dos días.
Reinhardt no esperaba esa petición. Su atención se relajó un segundo. Narcisse le golpeó en la muñeca con el filo de la mano izquierda y sacó su pistola con la otra. El heredero soltó un grito agudo, un chillido de comadreja. Narcisse lo agarró del cuello y lo puso contra la pared, con el cañón bajo la nariz. Su Glock era mucho más convincente que el arma en miniatura.
—¿Dónde está mi cuadro?
No hubo respuesta. El hombre se desplomó, sin perder el conocimiento.
—Dame mi cuadro —masculló entre dientes— y te dejaré en tu vivero.
De rodillas, el decadente lo miró con estupor. Sus ojos llenos de lágrimas brillaban como dos velas y súbitamente le dieron un aspecto solemne.
—¿Dónde está mi cuadro, joder?
—Aquí… aquí no.
—¿Dónde está?
—En mi almacén.
—¿Dónde?
—Abajo. En el patio. Es un taller.
Narcisse lo puso en pie de un tirón y le mostró la puerta.
—Detrás de ti.