—¿Qué pasa hoy con Narcisse?

Philippe Pernathy se agitaba en su traje de franela gris. Alrededor de él, unos lienzos raros se multiplicaban sobre las paredes blancas. Una especie de partituras extrañas, con pentagramas circulares en los que se desplegaban miles de notas y figuras inquietantes.

Anaïs se sentía en plena forma. Las anfetas seguían haciéndole efecto. Después de prevenir a Crosnier, se dirigió directamente al aeropuerto de Niza. El policía marsellés tomó el relevo. Incluso aceptó ocultar la presencia de Anaïs en la escena del crimen. Ella cogió un vuelo a París a las diez y veinte de la mañana. Aún seguía el periplo de los mercenarios en su iPhone: al embarcar, llegaban a la puerta de la Chapelle.

Aterrizó una hora después. Los tipos habían ido a la rue de Turenne, donde estuvieron cerca de veinte minutos, a la altura de los números 18 y 20. Alquiló un coche en Orly y, por un momento, temió que la chica del mostrador de Avis se negara a hacerle un contrato debido a su aspecto de colocada. Finalmente, se puso en camino al volante de un Opel Corsa equipado con GPS, pues no conocía París como para orientarse sola.

Mientras, los hombres habían dejado la rue de Turenne en dirección a la avenue Foch. A todas luces, seguían un itinerario preciso, pero Anaïs aún no podía imaginar cuál era. Lo único que esperaba era que no dejaran un rastro de cadáveres a su paso.

Al llegar a la rue de Turenne, empujó la puerta de la galería Pernathy por puro olfato. Buena jugada. El hombre acababa de darle información capital. Narcisse era un pintor de la Villa Corto. Pernathy había vendido recientemente todos los lienzos conocidos del artista (una treintena, realizados entre septiembre y octubre de 2009) a coleccionistas parisinos.

Esas eran más o menos las respuestas que esperaba. Antes de haber sido Mathias Freire, psiquiatra, y Victor Janusz, sin techo, el apuesto tenebroso fue Narcisse, pintor loco internado en los alrededores de Niza…

El galerista le mostró varias polaroids de sus lienzos: unos extraños autorretratos en los que el artista se había representado en la piel de personajes disfrazados. Los cuadros tiraban al rojo (la sangre) y se dividían en dos tendencias: medio épicos y medio sarcásticos. Podrían describirse como himnos, pero unos himnos destrozados por una orquesta que tocara desafinada.

—¿Quién ha venido hoy preguntándole por Narcisse?

El hombre soltó un suspiro convulsivo.

—El propio Narcisse.

—¿A qué hora?

—Hacia las once.

Era la hora a la que los asesinos habían estacionado frente a la galería. Había dado en el clavo. Habían localizado a su presa. La seguían y aguardaban la oportunidad para abatirla. El corazón le dio un brinco en el pecho.

—¿Qué quería?

—Ver sus cuadros.

—¿Se los ha enseñado?

—Es imposible. Los vendí todos. Me ha pedido la lista de los coleccionistas que compraron sus lienzos.

—¿Se la ha dado?

—¡Iba armado!

Anaïs echó un vistazo a su iPhone: el Q7, después de estacionar en la avenue Victor Hugo, partía de nuevo en dirección a Trocadéro. Por instinto, adivinó: Janusz visitaba a los coleccionistas, con los cazadores tras su rastro.

—Hágame una copia de la lista. Ahora mismo.

—Es confidencial. Es…

—Le aconsejo que me la imprima antes de que las cosas se pongan más feas. Para usted.

El galerista rodeó su mesa, se inclinó sobre el ordenador e hizo clic. Casi en el acto, la impresora se puso en funcionamiento. Anaïs observó de nuevo su pantalla. Los asesinos habían pasado a la margen izquierda.

—Ya está.

El galerista dejó el listado sobre la mesa.

—¿Tiene un marcador? —preguntó ella.

Pernathy le dio un fluorescente naranja. La lista comportaba una veintena de nombres, la mayoría de París. Coloreó el de Whalid El-Khoury, en la avenue Foch, y el de Simon Amsallem, en Villa Victor Hugo. ¿Cuál sería el siguiente coleccionista? Echó un vistazo al rastreador: los asesinos seguían los muelles en dirección al boulevard Saint-Germain.

—¿Qué más quería Narcisse? —preguntó ella dirigiéndose de nuevo a Pernathy.

—Nada. Se marchó con la lista. Eso es todo.

—¿No ha recibido otras visitas esta mañana?

—No.

Algo no encajaba. Si los profesionales hubieran querido matar a Janusz, ya lo habrían hecho. ¿A qué esperaban? ¿Querían saber qué buscaba? Y él, ¿por qué quería volver a ver sus lienzos? Quizá esos cuadros contenían alguna información. Un secreto que Narcisse había ocultado en ellos. «Un secreto que había olvidado y trataba de descubrir».

El Q7 seguía circulando. Según la lista, podrían haberse detenido en el domicilio de Hervé Latannerie, en el número 8 de la rue Surcouf, en el Distrito VII, pero dejaron atrás esa calle y llegaron a la place des Invalides.

—¿Le ha dicho algo más Narcisse?

—No. Bueno, sí. Me ha preguntado sobre Gustave Courbet.

—¿Qué quería saber?

—Le interesaba uno de sus autorretratos. El hombre herido.

—Sea más preciso. Quiero saber, palabra por palabra, lo que le ha preguntado.

—Quería saber qué es un pentimento.

—Yo también se lo pregunto.

—Es un lienzo que un artista ha corregido mucho. O que ha pintado por completo de nuevo.

Un hormigueo en la nuca. Se acercaba a una verdad crucial.

—¿El hombre herido es un pentimento?

—Sí, y uno de los más famosos. Siempre se ha querido saber por qué Courbet se había representado bajo el aspecto de un hombre que agoniza al pie de un árbol, herido en el corazón. En los años setenta, se examinó el lienzo con rayos X y se descubrió que primero había dibujado otra escena, con su novia de esa época. Antes de acabar el cuadro, la chica lo dejó. Courbet transformó el cuadro y se representó agonizante, herido en el corazón. El símbolo habla de sí mismo.

La idea le puso el cerebro en ebullición. Los lienzos de Narcisse eran pentimenti. Bajo sus retratos, el artista había pintado otra cosa, un secreto que él mismo trataba de identificar y detrás del cual andaban también aquellos cabrones. Narcisse recuperaba sus cuadros para examinarlos con rayos X.

El iPhone. Los cazadores tomaban la rue du Bac y se detenían en la esquina de la rue de Montalembert. Releyó la lista. Un nombre le saltó a la vista: Sylvain Reinhardt vivía en el número 1 de esa calle.

Se dirigía deprisa a la salida cuando la retuvo una última reflexión:

—¿Tiene una reproducción de El hombre herido?

—Quizá sí. En alguna monografía. Yo…

—Vaya a buscarla.

—Pero…

—Dese prisa.

Pernathy desapareció. Anaïs no trató de ordenar sus ideas. Los latidos de su corazón habían reemplazado cualquier pensamiento, cualquier razonamiento.

—Aquí está.

Pernathy sostenía un libro abierto entre sus manos. El hombre herido descansaba al pie de un árbol, cubierto por su capote como si fuera una manta. La escena flotaba en una penumbra con reflejos dorados, temblorosa y solemne. La sombra sobre la que se apoyaba la cabeza evocaba un sueño lúgubre. El bello durmiente sostenía con la mano izquierda un doblez del paño y el brazo derecho desaparecía bajo el capote.

En la pechera izquierda de la camisa blanca, una mancha roja estallaba en el lienzo. Junto al pintor reposaba una espada. Anaïs reaccionó como policía. Se dijo que el cuadro era la escena de un crimen y que esa arma era un señuelo. La víctima había querido ocultar a los demás a su verdadero asesino, que no era un rival con quien hubiera cruzado el acero, sino una mujer que había atravesado su carne…

—¿Tiene la radiografía del cuadro?

—Ahí está.

Pernathy volvió una página. Anaïs vio aparecer el mismo cuadro en blanco y negro. Lo irradiaba una luz blanca que lo transformaba en sueño lunar. Cambiaba un detalle: en lugar de los pliegues del capote, una mujer reposaba en el hueco del hombro del pintor. Un espectro inmaterial que recordaba aquellas fotos trucadas de principios del siglo XX supuestamente tomadas en el curso de sesiones de espiritismo.

La mujer había permanecido bajo la pintura.

Dio las gracias al galerista y se marchó con paso incierto. En la confusión de su mente comprendió que había una posibilidad que temía más que cualquier otra.

Que los lienzos de Narcisse ocultaran también el fantasma de una ex.