Narcisse tenía la impresión de poseer la lista de los miembros de un club secreto. Un grupo de iniciados que se alimentaban de su propia locura. Unos vampiros psíquicos. Unos mirones perversos. De cada coleccionista, el documento indicaba no solo la dirección, sino también el código de seguridad del portal, las iniciales del interfono y el número de móvil. La galería Pernathy había entregado todos los cuadros a domicilio. La información práctica se había añadido al archivo. Bastaba con llamar a las puertas.
Narcisse se sentía revivir en París. Era un día gris como solo la capital ofrece. Sin nubes ni lluvia. Solo una cortina acre, húmeda, contaminada, una sábana sucia que cubría la ciudad entera. Algo que parecía no tener principio ni final, ninguna posibilidad de evolución a lo largo del día. Estaba contento. Esa suciedad, esa monotonía, eran el tejido de sus orígenes.
El primer comprador de la lista, Whalid El-Khoury, vivía debajo de la avenue Foch. Pidió al taxista que lo esperara frente al inmueble y franqueó pacientemente cada obstáculo. Código del portal. Interfono. La visita no fue más allá. El-Khoury estaba ausente. Narcisse trató de negociar con el mayordomo: ¿podía subir para entregarle un paquete? Esperaba por lo menos poder entrar en el apartamento y ver su lienzo. El sirviente le aconsejó que dejara su paquete al conserje.
Narcisse le dio otra dirección al taxista, la más cercana a la avenue Foch: un callejón situado en la avenue Victor Hugo. Ya había organizado mentalmente su periplo en función de la situación geográfica de cada coleccionista.
En la callejuela, las villas y edificios quedaban completamente ocultos detrás de abetos y cipreses. Cada vivienda parecía hacer honor a aquella fábula que afirmaba que no hay como vivir escondidos para ser felices. El palacete de Simon Amsallem, su segundo objetivo, iba a contracorriente de esa tendencia. Era un edificio de principios del siglo XX, cargado de ornamentos de inspiración a la vez moruna e italiana, y revestido de estuco blanco. Torrecillas, rotondas, cariátides, balcones y balaustradas se amontonaban sin la menor lógica ni equilibrio. La residencia de Amsallem llamaba mucho la atención en aquel entorno.
Narcisse se presentó por el interfono. Lo recibió de inmediato un mayordomo filipino. Dio su nombre de artista. Sin decir palabra, el hombre fue a avisar a su jefe. Se quedó solo en un vestíbulo de losas blancas y negras. En las paredes, simplemente iluminados por tiras de leds, colgaban varias telas. Art brut, y del más puro.
Un cuadro de grandes dimensiones, hecho con cajas de embalaje pintadas a lápiz, representaba la vista aérea de un pueblecillo rodeado de caminos y carreteras. Si uno se situaba a la distancia adecuada, veía que los ejes trazaban el rostro de una bruja, con la boca abierta, dispuesta a engullir la localidad. Un tríptico a la tiza representaba el mismo rostro, deformado por tres expresiones distintas. Estupor. Angustia. Terror. Los ojos inyectados, las sombras violáceas y los fondos torturados parecían haber sido dibujados con sangre.
Otros lienzos describían, en un estilo próximo al de los cómics norteamericanos de los años sesenta, escenas de la vida cotidiana francesa: la compra en el mercado, el aperitivo en el bar, un banquete campestre… Los cuadros habrían podido ser reconfortantes, pero los personajes gritaban en silencio, mostrando los dientes, rodeados de cadáveres en descomposición y de animales desollados…
—¿Eres tú, Narcisse?
Se volvió y descubrió a un hombre de edad madura, corpulento, en chándal blanco. Lucía unas Ray-Ban Aviator y una kipá sostenida con una aguja a su cabellera entrecana. Estaba sudado y llevaba al cuello una toalla blanca. Debía de salir de una sesión de gimnasia. Narcisse se preguntó si no se había quitado la kipá mientras hacía ejercicio.
El hombre le dio un fuerte abrazo como si se reencontraran tras una larga ausencia y luego lo observó unos segundos y se echó a reír.
—¡Estoy contento de verte en persona, hombre! ¡Hace meses que duermo con tu cara sobre el cabezal de mi cama!
Con un gesto, señaló un gran salón a la derecha. Narcisse entró en la estancia, que encajaba con el estilo ostentoso del exterior. Sofás de terciopelo cobrizo. Cojines de piel blanca. Alfombras orientales dispuestas en ángulos variados sobre el suelo de mármol. Una menorá, el candelabro de siete brazos de los hebreos, presidía la chimenea. Imponente, desmesurada, merecía su sobrenombre de los «siete ojos de Dios».
Y allí también, art outsider. Esculturas de exageraciones primitivas, construidas con latas de conservas. Lienzos naifs pintados sobre soportes reciclados. Bocetos rodeados por inscripciones misteriosas. Narcisse pensó en una fanfarria de gallos, metales y percusiones. El conjunto no desentonaba con la decoración de lujo y oropeles de la vivienda.
El coleccionista se sentó en uno de los sofás. Debajo de su chaqueta de chándal abierta, lucía una camiseta en la que se leía FAITH en letras góticas.
—Siéntate. ¿Un puro?
—No, gracias —dijo Narcisse al acomodarse frente a su interlocutor.
Amsallem cogió un puro enorme de una caja china lacada y cerró la tapa de golpe. Tomó un cuchillo con mango de marfil y cortó la punta del cigarro. Por fin, se lo colocó entre sus dientes relucientes y lo encendió entre nubes azuladas. La máquina había arrancado.
—Lo que me apasiona del art brut —dijo como si empezara una entrevista— es la libertad. La pureza. ¿Sabes cómo lo definía Dubuffet?
Narcisse indicó que no educadamente con la cabeza.
El otro prosiguió en un tono burlón:
—«Entendemos por ello las obras artísticas ejecutadas por personas indemnes de toda cultura artística. Un arte en el que se manifiesta la única función de la invención y no las del camaleón o del mono, constantes en el arte cultural». No está mal, ¿verdad?
Exhaló una buena vaharada y de repente se puso muy serio.
—El único veneno —dijo en voz queda— es la cultura. Ahoga la originalidad, la individualidad y la creatividad. —Blandió el puro—. ¡Impone su jodido mensaje político!
Narcisse asentía. Se dio cinco minutos antes de pasar al objeto de su visita. El orador puso los pies sobre la mesa baja: calzaba unas Nike con motivos dorados.
—¿Quieres un ejemplo? Aquí tienes uno. Toma a las vírgenes con el niño del Renacimiento. Da Vinci, Tiziano, Bellini… Magníficas, ¡qué duda cabe! Pero hay un detalle chocante, amigo mío: ¡el niño Jesús nunca está circuncidado! Mazel tov! ¡Entre los católicos, Jesús ya ni siquiera es judío!
Amsallem quitó los pies de la mesa y se inclinó hacia Narcisse, con aires de conspirador.
—¡Durante siglos, el arte le ha lamido el culo al poder! Ha mantenido las peores mentiras. ¡Ha alimentado el odio hacia los judíos en Europa! Todos esos cuadros, con sus pollitas de goyim, ¡le han hecho la cama al antisemitismo!
Consultó el reloj y preguntó bruscamente:
—¿Qué quieres exactamente?
Narcisse respondió en el acto:
—Ver mi cuadro.
—Es muy fácil. Está en mi dormitorio. ¿Eso es todo?
—No. Quiero… Quisiera poder llevármelo por un día.
—¿Por qué?
—Tengo que comprobar una cosa. Se lo devolveré de inmediato.
Sin el menor titubeo, Amsallem tendió su mano abierta por encima de la mesa baja.
—Done! Tuyo es, hombre. Confío en ti.
Narcisse le dio la mano, desorientado. Esperaba encontrar más dificultades. Amsallem advirtió su sorpresa. Se quitó el puro de su boca de labios gruesos y exhaló una larga nube de humo.
—En Francia tenéis una cosa que se llama derecho moral de los artistas. Y estoy de acuerdo con eso. Yo te compré el cuadro, tío, pero tú sigues siendo el autor. Este lienzo siempre será tuyo, ¡por los siglos de los siglos! —Se puso en pie de un brinco—. Sígueme.
Narcisse siguió sus pasos por un pasillo tapizado de satén negro. Molduras doradas, cortinas y mármoles surgían de las puertas de cada habitación. Los bustos italianos, tapices y muebles barnizados abundaban como en un anticuario veneciano.
Amsallem entró en una habitación presidida por una cama blanca y dorada. Sobre el cabezal, en un marco de un metro por sesenta centímetros, se hallaba su cuadro. El coleccionista poseía El payaso. Impecable, con su rostro enharinado, las dos líneas negras que le cruzaban los ojos, la trompeta y la pelota.
Narcisse se aproximó. Reconoció los tonos rojizos, la violencia del trazo y la sarcástica distorsión del rostro, pero descubría ahora el relieve del lienzo. «Una pintura que se puede ver y tocar». Los colores se alzaban como torrentes de lava y dibujaban surcos atormentados, coléricos y vehementes. El payaso estaba representado en contrapicado y parecía dominar el mundo.
A la vez, su maquillaje ridículo y su expresión angustiada y miserable le despojaban de cualquier majestuosidad. El cuadro mostraba a la vez a un tirano y a un esclavo, a un dominador y a un dominado. Quizá el símbolo de su destino en trampantojo…
Amsallem le dio una palmada en la espalda.
—Tienes talento, tío. ¡De eso no hay duda!
—¿Matrioska le dice algo? —preguntó.
—¿Las muñecas rusas? No. ¿Por qué?
—Por nada.
Rápidamente, Amsallem descolgó el cuadro y adoptó el tono obsequioso de un dependiente de tienda.
—¿Se lo envuelvo, caballero?