Los lienzos parecían partituras de música. Pentagramas, notas y trazos con flechas. Las líneas no eran rectas, sino que dibujaban circunvoluciones que contorneaban cabezas, personajes y símbolos que parecían haberse invitado en el seno de esa música circular.
Narcisse se inclinó para observar más detenidamente las figuras. Un hombre enmascarado. Delfines. Hélices. El conjunto, en tonos ocres y dorados, evocaba una cosmogonía revelada al pintor. Sobre las paredes blancas de la galería, las telas cobrizas brillaban como iconos gigantes.
—¡No lo toque, desgraciado! ¡Es un Wolfli!
Narcisse se volvió. Un hombre de traje gris tornasolado, cuyo color conjuntaba con sus cabellos, se aproximaba. De unos sesenta años, gafas de marca y silueta cuidada. Narcisse le dirigió una amplia sonrisa. Esa mañana habría sonreído a cualquiera. Aún no se creía haber llegado hasta allí, a París, y más precisamente a la galería Villon-Pernathy, en el número 18 de la rue de Turenne, en la frontera del barrio del Marais.
La noche anterior, al final del bosque, había encontrado una carretera departamental. Casi de inmediato, pasó un camión. Por reflejo, Narcisse levantó el pulgar. El conductor se detuvo. Transportaba unas piezas de resina epoxi a Aubervilliers, en la región parisina. Lo llevaría a condición de que, de vez en cuando, cogiera el volante. Narcisse no podía pensar en nada mejor. Así circularon toda la noche, relevándose al volante y charlando entre la vigilia y el sueño.
A las seis de la madrugada, Narcisse se hallaba en el metro parisino, en la puerta de la Chapelle. «Recuerdo» era una palabra demasiado fuerte, pero allí se sentía en casa. Conocía las líneas de metro, los barrios y los nombres. Podía orientarse por la capital. Compró un billete y tomó la línea 12, en dirección a Mairie d’Issy. Al ver pasar las estaciones, se repetía que una vez más había logrado escapar. Pero ¿por cuánto tiempo? ¿Cómo lo habían localizado los sepultureros? ¿Iban a registrar los edificios? ¿Iban a interrogar al director? No había manera de saberlo.
Se bajó en Madeleine y recorrió a pie la rue Royale. Sentía en el bolsillo el sobre lleno de euros y ese simple contacto lo tranquilizaba, más incluso que la Glock que llevaba a la cintura. En la place de la Concorde, giró a la derecha y entró en uno de los hoteles más lujosos de la capital: el Crillon. Se basaba en dos supuestos. Semejante palacio era el tipo de lugar en el que podría postergar la presentación de su documento de identidad. A ese precio, siempre se mostraban comprensivos. La otra hipótesis era que el Crillon era el último sitio donde buscarían a un fugitivo y supuestamente vagabundo.
Narcisse alegó haber perdido la cartera. Pagó por adelantado la habitación en efectivo (casi mil euros) y prometió que al día siguiente les presentaría su declaración de pérdida de la documentación. El personal de la recepción ni siquiera puso mala cara ante su chaqueta desgarrada. Por pura provocación, por juego, dio la identidad y los datos de Mathias Freire. No temía nada. Desde que se había metido en el metro, había comprendido que nadie lo buscaba en París. Lo que parecía una catástrofe nacional en Burdeos o en Marsella, se diluía en la masa en París.
Visitó su habitación, se dio una ducha y descubrió que tenía cierta familiaridad con las comodidades de un cinco estrellas. Luego guardó en la caja fuerte el expediente de la investigación. Todo parecía un sueño. Había escapado de los asesinos. Tenía dinero en los bolsillos. Disponía de una inesperada libertad de movimientos por la capital.
Hizo que le subieran un neceser de afeitado y se aseó convenientemente. Durmió dos horas. Luego tomó un taxi y se detuvo en la rue François Ier, en una tienda elegante de ropa para hombre. Optó por un traje oscuro y sobrio, de lana, un puro fil à fil. Una camisa azul celeste, sin corbata, mocasines de ante negro. Narcisse tenía de nuevo aspecto humano. En el probador, al abrigo de las miradas, cambió de lugar el cuaderno de Narcisse que se había llevado y la llave de las esposas del vigilante del tribunal de primera instancia de Marsella, su amuleto, que guardaba en el bolsillo. Compró también dos cinturones. Uno para sostener sus pantalones y el arma a la cintura en su espalda. El otro para atárselo a la pantorrilla derecha y llevar allí la Eickhorn, a modo de cuchillo de pesca submarina.
—¿Narcisse? ¿Es usted?
El hombre de gris —sin duda el galerista— se hallaba frente a él. Había cambiado de expresión.
—Sí, soy yo. ¿Nos conocemos?
—Conozco sus autorretratos. Corto me dijo que había desaparecido usted…
—Era provisional.
El galerista no parecía cómodo. Agitándose en su traje, le tendió la mano.
—Soy Philippe Pernathy, propietario de la galería. Su exposición fue un gran éxito.
—Eso me han dicho.
—¿Sigue pintando?
—No.
—¿Qué desea?
Cada segundo que pasaba lo confirmaba: a Pernathy no le gustaba su presencia allí. «¿Por qué?»
—Quiero ver mis lienzos.
El galerista pareció aliviado. Asió a Narcisse del brazo y lo llevó a su despacho, al fondo de la sala.
—Ningún problema. Tengo aquí unas fotos y…
—No. Quiero ver los originales.
—Es imposible. Vendí todos sus cuadros.
—Lo sé. Quiero los nombres y las direcciones de los compradores.
—Ni hablar. Es confidencial.
Narcisse comprendió por fin. El problema era financiero. El granuja seguramente había vendido sus lienzos mucho más caros de lo que le había dicho a Corto y por eso temía que se pusiera en contacto con los clientes.
—No me importan sus mangoneos —le advirtió—. Tengo que verlos ¡y punto!
—No. Es… imposible.
Narcisse lo agarró por las solapas de la americana.
—Sabe quién soy, ¿verdad? ¡Con los locos, es fácil que ocurra un accidente!
—Yo… no puedo… darle esa lista —farfulló—. Son clientes importantes que desean guardar el anonimato y…
El galerista calló en seco. Narcisse acababa de empuñar su Glock y se la hundía debajo de la mandíbula.
—La lista —susurró entre dientes—. Antes de que un delirio se nos lleve a los dos.
Pernathy pareció desplomarse, pero dentro de sí mismo, como si le hubieran fallado una o dos vértebras. Temblando, colorado, rodeó la mesa y cogió el ratón del ordenador. Hizo clic varias veces y Narcisse pudo ver que la lista se le reflejaba en las gafas. Con mano temblorosa, el estafador puso en marcha la impresora.
—Beba un trago —le aconsejó Narcisse—, le sentará bien.
Dócil, el hombre abrió un pequeño refrigerador situado detrás de un surtidor de agua, en un rincón del despacho. Sacó una lata de Coca-Cola Zero.
—¿Tiene una para mí?
Así transcurrieron unos segundos, surrealistas. Narcisse no dejaba de apuntar al tipo. Bebían en silencio mientras la impresora ronroneaba. A la derecha, vio una gran foto en blanco y negro en la que aparecía un hombre calvo de mirada oscura e intensa, con un pantalón y tirantes. Sostenía una trompeta de papel.
—¿Quién es?
—Adolf Wolfli. Estoy organizándole una retrospectiva. Es el mejor pintor de art brut de todos los tiempos.
Narcisse miraba aquellos ojos incandescentes.
—¿Estaba loco?
Pernathy comenzó a hablar muy deprisa, eliminando de su sintaxis los puntos y las comas.
—Puede decirse así. Tras varios intentos de violación de menores, fue declarado irresponsable. Fue internado en un manicomio, cerca de Berna, del que ya nunca volvió a salir. Allí empezó a dibujar. Solo tenía derecho a un lápiz y a dos hojas de papel de periódico sin imprimir por semana. A veces dibujaba con una mina de solo unos milímetros. Llenó miles y miles de páginas. Al morir, su celda estaba llena hasta el techo de dibujos y de libros encuadernados a mano.
—¿Por qué esa trompeta de papel?
—Tocaba su propia música con ese rollo. No era músico, pero pretendía oír notas en el fondo de su cerebro.
Narcisse sintió vértigo. Un criminal loco que había ahogado sus pulsiones violentas en pentagramas y arabescos infinitos. ¿Al igual que él?
—La lista —dijo con voz grave.
El galerista le tendió la hoja impresa. Su rostro congestionado recuperaba unos colores razonables. Su cuerpo se enderezaba bajo sus paños caros. Sobre todo parecía tener prisa por deshacerse del loco.
Narcisse echó un vistazo a los nombres, todos desconocidos. La mayoría vivía en París. Podría localizarlos fácilmente. Antes de cada nombre figuraba el título de la obra vendida. El senador. El cartero. El almirante.
Se guardó el arma al cinto y se dirigía a la puerta cuando le vino otra idea a la cabeza.
—Háblame de Courbet —ordenó, tuteándolo de repente.
—¿De Courbet? ¿De qué, de Courbet?
—Háblame de El hombre herido.
—No soy especialista en ese período.
—Dime lo que sepas.
—Creo que Courbet pintó ese autorretrato en los años 1840 o 1850. Algo así. Es un famoso ejemplo de pentimento.
—¿Qué? ¿Qué has dicho?
—Pentimento. Es una palabra italiana que significa «arrepentimiento». Así se denomina un lienzo que el artista ha corregido de una manera importante. O sobre el que ha pintado un nuevo cuadro.
La frase estalló en lo más hondo de su cerebro. «Mi pintura es arrepentimiento». Narcisse no se refería a que su arte expresara remordimientos. Significaba que primero había pintado otra cosa sobre sus lienzos. Además, su reflexión exacta era «No hay que fiarse de lo que vemos. Mi pintura es arrepentimiento». Sus autorretratos eran camuflajes.
—El hombre herido. Cuéntame.
—Es un caso de manual —declaró Pernathy con menor precipitación en la voz—. Los historiadores siempre se habían preguntado por qué Courbet se representó como un hombre tendido bajo un árbol, herido en el corazón. Mucho tiempo después, se comprendió que ese cuadro escondía un secreto. Al principio, Courbet se pintó con su novia. Antes de acabar el cuadro, sin embargo, ella lo dejó. Dolido, Courbet la borró del cuadro y la sustituyó, simbólicamente, por esa mancha de sangre en el corazón. La herida del hombre era una herida de amor.
A pesar de su agitación, Narcisse apreció la anécdota.
—Y ¿cómo se supo esa historia?
—En 1972 se examinó el lienzo con rayos X y bajo la pintura de la superficie aparece nítidamente la silueta de la novia, en el hueco del hombro de Courbet tumbado.
La sangre palpitaba en su cabeza. Los dedos le temblaban. Debajo de cada uno de sus autorretratos existía otra obra. Una verdad que concernía a su identidad de origen o a los crímenes del asesino de indigentes.
Una verdad que podría ver aparecer con rayos X.
Antes de salir, advirtió:
—Tanto para ti como para mí, será mejor que no nos hayamos visto nunca.
—Lo entiendo.
—Tú no entiendes nada y es mejor así. Y ni se te ocurra prevenir a los clientes de mi visita. De lo contrario, volveré.