Todo estaba intacto.

Como si Narcisse hubiera dejado el taller el día antes.

—Estaba seguro de que volverías —explicó Corto.

Después del almuerzo pudo por fin ir a su propio estudio. El psiquiatra insistió en acompañarlo. El espacio no tenía más de cincuenta metros cuadrados. Las paredes no estaban sucias ni cubiertas de garabatos, pero el lugar tampoco estaba impecable como el cubil de Rebecca.

Unos lienzos blancos se alineaban contra la pared izquierda. El suelo estaba revestido de lonas, cubiertas de manchas de color. Botes de pintura industrial, cuencos sucios de pintura, sacos de pigmentos y táperes se apilaban por doquier. Unas planchas sobre caballetes soportaban tubos secos, retorcidos y aplastados, pero también, curiosamente, unas grandes jeringas metálicas. Los pinceles brotaban en ramo de latas de conserva cromadas.

—Fabricabas tu propia pintura —comentó Corto—. Eras tan exigente como Karl. Combinabas los pigmentos, los pasabas por el triturador y ajustabas su untuosidad mezclándolos con trementina y aceite de lino. Recuerdo que para ligar los pigmentos utilizabas un aceite diluido específico. Lo obtenías de una refinería industrial que suele proveer a sus clientes por toneladas. Luego inyectabas los colores en unas jeringas de grasa para tractores que obtuve de los granjeros de la zona…

Narcisse se aproximó a los cuencos en los que se habían secado unas mezclas negruzcas, rojizas o violáceas. Los bidones, los recipientes de aluminio y los sacos polvorientos aún destilaban violentos efluvios químicos o minerales. Cogió sus brochas, acarició los tubos y respiró los olores, pero no sintió nada. Ni el menor recuerdo. Se hubiera echado a llorar.

Entre los objetos petrificados descubrió un cuaderno con las páginas pegadas por la pintura. Lo hojeó. Con caligrafía minúscula, se habían escrito listas de nombres, cifras y porcentajes.

—Tu cuaderno de secretos —dijo Corto—. Tus mezclas y proporciones para obtener, exactamente, los tonos que deseabas.

Narcisse se guardó el cuaderno en el bolsillo y preguntó:

—Hábleme de mi manera de trabajar.

—No tengo la menor idea. En los talleres no hay puertas, pero tú colgaste una cortina en el umbral. PROHIBIDO ENTRAR. Por la noche, girabas los cuadros hacia la pared.

—¿Por qué?

—Decías: «Estoy harto de ver mi careto».

Daniel Le Guen, el compañero de Emaús de Marsella, le había contado que solo de ver una ilustración de Courbet se sintió enfermo.

—¿Te hablé de Gustave Courbet?

—Claro. Decías que era tu maestro, tu mentor.

—¿En qué sentido?

—No lo sé. Formalmente, tus lienzos no tenían nada que ver con sus obras, pero Courbet es un maestro del autorretrato. Adoraba representarse a sí mismo. No soy un especialista en ese período, pero su autorretrato El desesperado es sin duda uno de los cuadros más famosos del mundo…

Narcisse no respondió. Decenas de autorretratos se exponían en las paredes de su mente. Su memoria cultural funcionaba sin problemas. Durero. Van Gogh. Caravaggio. Degas. Schiele. Opalka… Pero ni una sola imagen de Courbet. Dios mío. Bastaba que ese pintor y su obra se hubieran inmiscuido en su vida personal para que el agujero negro de su enfermedad los absorbiera.

—Ahora recuerdo —continuó Corto—. De todos los autorretratos de Courbet, te obsesionaba El hombre herido.

—¿Cuál es?

—El pintor se representó moribundo, al pie de un árbol, con una mancha de sangre junto al corazón.

—¿Por qué me interesaba ese cuadro en particular?

—Te lo pregunté y me respondiste: «Él y yo hacemos el mismo trabajo».

Narcisse dio algunos pasos más en aquel taller que había sido su antro, su refugio, su caverna. No desprendía nada familiar. Le pareció que la suya era una búsqueda desesperada.

—Quédate con nosotros —dijo Corto, como si sintiera la desesperación de Narcisse—. Vuelve a pintar. La memoria ya…

—Me marcharé mañana temprano. Y antes quiero mi pasta.