El puesto de la gendarmería de Bruges estaba tan muerto como el cementerio de la ciudad. Quizá incluso un poco más. Por lo menos, en los cementerios los domingos hay visitas. Anaïs empujó la puerta de un humor de perros. Tras la inútil entrevista con su padre, había hecho un repaso con Le Coz. Rápido, pues no había ni un solo elemento nuevo en el horizonte. La investigación sobre los asesinatos (de Philippe Duruy, Patrick Bonfils y Sylvie Robin) ya no les incumbía. Mêtis era inaccesible. En cuanto a su destino en el seno de la policía francesa, no le había llegado ninguna citación de la Inspección General de Servicios. Se preguntaban por qué había vuelto a Burdeos.

Crosnier también la había llamado.

—¿Qué tal?

—La entrometida está bien. ¿Hay noticias de Niza?

—No hay rastro de Janusz. Se ha volatilizado definitivamente. Estoy de vuelta en Marsella. He interrogado personalmente a los tipos del albergue donde pasó la noche. Dio el nombre de Narcisse, pero sin duda es él.

—¿Y los agresores?

—Tenemos un testigo. Un vagabundo que no ha debido de estar sobrio en los últimos diez años.

—¿Qué dice?

—Los tipos que atacaron a Janusz serían unos ejecutivos. Unos tipos con traje y corbata. Pero te recuerdo que hay que tener en cuenta el grado de embriaguez del tipo.

Los asesinos de Guéthary. Los conductores del Q7. La voz de su padre: «El orden es Mêtis». Unos asesinos que eran a la vez el crimen y la espada. Unos asesinos que podían infiltrarse en la policía. Unos asesinos que eran la policía…

La recepción del puesto era una caricatura: un mostrador de madera deslucida, suelo de linóleo, paredes de aglomerado y dos gendarmes soñolientos… Había pocas oportunidades de que en aquel decorado surgiera una primicia. Preguntó por el teniente Dussart, el que había redactado el parte del robo del Q7. Tenía fiesta. Los tipos de guardia miraron con recelo su identificación de policía y escucharon con escepticismo los motivos de su gestión: una investigación complementaria acerca del robo de un todoterreno Audi Q7 Sline TDI, con matrícula 360 643 AP 33, denunciado el 12 de febrero de 2010.

Ni hablar de darle la dirección particular de Dussart. Ni de permitirle leer el parte del robo. Anaïs no insistió. Se marchó y dio con la dirección de Patrick Dussart llamando a información telefónica. El gendarme vivía en Blanquefort, al norte, más allá de la reserva natural de Bruges.

Tomó la carretera del pueblo. Era domingo por la mañana y la muerte la escoltaba a lo largo del camino. Calles desiertas. Edificios silenciosos. Jardines vacíos. Dio con el domicilio de Dussart, un bloque grisáceo con un césped impecable y una caseta de madera al fondo del jardín. Se detuvo a una manzana, a la sombra de una torre de agua, y volvió sobre sus pasos. Abrió el portal sin llamar. Estaba decidida a actuar a la brava: atemorizar, arrancar la información y salir a la carrera.

Un perro salió a su encuentro ladrando. Le arreó una patada. El animal retrocedió gimiendo. Recorrió el sendero de gravilla, cubierto de juguetes infantiles, y vio a la puerta de la casa a una mujer de edad y rasgos indeterminados.

Sin dar los buenos días y sin disculparse, mostró su identificación tricolor.

—Anaïs Chatelet, capitán de la policía de Burdeos. ¿Está su marido?

La mujer se quedó boquiabierta. Al cabo de unos segundos que parecieron una eternidad, señaló la caseta del jardín. Dos críos se habían arrojado a sus piernas y observaban a la intrusa con los ojos como platos. Anaïs lamentaba alterar esa tranquilidad dominical, pero una parte de sí misma, más profunda, más oscura, se regocijaba, en cambio, al perturbar esa felicidad anodina. Una felicidad a la que ella nunca tendría derecho.

Cruzó el césped, sintiendo los tres pares de ojos clavados en su espalda. Llamó. Una voz le dijo que entrara. Hizo girar el pomo y descubrió a un tipo con aspecto sorprendido. Esperaba una visita más familiar.

—Anaïs Chatelet, capitán de la policía nacional, de la comisaría central de Burdeos.

La expresión pasó de la sorpresa a la estupefacción. Patrick Dussart, ataviado con una bata azul petróleo, se hallaba frente a una mesa amplia en la que unos aviones de madera de balsa se alineaban como sobre un portaaviones. La caseta era el paraíso del aeromodelismo. Había alas, carlingas y fuselajes en todos los rincones de la estancia, y los olores a serrín, cola y gasolina se mezclaban en el aire.

Dio dos pasos al frente. El gendarme retrocedió, con la estructura de un ala en las manos. Anaïs sopesó al adversario. Un tipo menudo de cabeza calva, pesada y desnuda como una piedra. Gafas baratas, rasgos indefinidos y expresión atemorizada. Se zamparía de un bocado a aquel engendro, pero tenía que actuar deprisa.

—Actúo en el marco de la comisión rogatoria del juez Le Gall —soltó con un farol.

Dussart manoseaba el ala de balsa blanca.

—¿Un… un domingo?

—El pasado 12 de febrero registró una declaración de robo de vehículo en el puesto de la gendarmería de Bruges. Un todoterreno Audi Q7 Sline TDI, con matrícula 360 643 AP 33, propiedad de la sociedad ACSP, una empresa de vigilancia implantada en la zona terciaria de Terrefort, en Bruges.

Dussart era muy pálido, pero palideció aún más.

—¿Quién presentó la denuncia?

—No recuerdo cómo se llamaba. Tendría que ver el informe…

—No hace falta —espetó ella—. Sabemos que es falso.

—¿Có… cómo dice?

—Nadie vino el 12 de febrero a denunciar el robo.

El hombre se volvió translúcido. Se veía ya degradado, privado de sus prerrogativas de funcionario y de su jubilación. Sus dedos agarraban el armazón del ala con tanta fuerza que parecía que iba a chillar.

—¿Me… me está acusando de haber antedatado una denuncia?

—No tenemos la menor duda al respecto.

—¿Qué pruebas tiene?

—Veremos eso en el puesto. Coja un abrigo y…

—No. Es un farol… Usted…

Anaïs dejó las cosas claras.

—Según los testimonios de que disponemos, a fecha de hoy el vehículo lo conducen todavía miembros de la ACSP.

—¿Y qué puedo hacer yo? —replicó Dussart—. Declararon que había sido robado el 12 de febrero. Si mintieron…

—No. Vinieron más tarde y le ordenaron que redactara una denuncia antedatada.

—¿Quién iba a ordenarme eso?

—Su abrigo. No me obligue a utilizar la fuerza. Nos será fácil demostrar que no se ha redactado ni un solo documento ni se ha llevado a cabo diligencia alguna relativa a ese caso desde el 12 de febrero.

Dussart estalló en una carcajada, que se le atragantó.

—¿Y eso qué prueba? ¡Nunca se investiga el robo de un coche!

—¿Un coche de ese precio? ¿Y que pertenece a una empresa de seguridad de la zona industrial de su jurisdicción? ¿Casi a unos colegas? Si no encontramos nada es que el 12 de febrero nadie denunció nada.

Los ojos del gendarme brillaron: pensaba ya en antedatar otros documentos. Los partes de las declaraciones. Las notas informativas de la investigación de proximidad. Anaïs se lo quitó de inmediato de la cabeza.

—Mis hombres ya están registrando sus locales. ¡Póngase el abrigo de una vez, coño!

—¿Un domingo? No tiene usted derecho…

—En el caso de un doble asesinato, tenemos todos los derechos.

El ala de balsa se rompió entre sus dedos.

—¿Un doble asesinato?

Anaïs prosiguió en un tono seco que no enseñan en la escuela de policía pero que es innato en todos los policías:

—El 16 de febrero, en el País Vasco. Los asesinos conducían el Q7. Si sigues haciéndote de rogar, te juro que te pongo las esposas.

—¿Es un atentado de ETA?

—No tiene nada que ver. —Sacó sus esposas—. Te propongo un trato. Habla aquí y ahora y quizá lo podamos arreglar. De lo contrario, te acusaré de complicidad en homicidio voluntario. Los conductores del Q7 ya han tratado de matar a otro tipo el día 19. Ese coche es tu boleto para la perpetua. ¡Limpia tu conciencia!

Patrick sudaba como una pierna de cordero al horno. Le temblaban los labios.

—No… no puede probar nada…

Anaïs tuvo una idea, y se maldijo por no habérsele ocurrido antes.

—Por supuesto. La ACSP no se ha puesto nunca en contacto con su compañía de seguros. No hay ninguna declaración. Ningún siniestro. ¿Te parece normal que no quieran que les reembolsen un coche de más de sesenta mil euros?

A fuerza de retroceder, el gendarme se había quedado acorralado en un rincón.

—No se ha accionado el rastreador del vehículo —añadió Anaïs, súbitamente inspirada—. Lo menos que puede decirse de ese robo de coche es que no motiva a las tropas.

—Las esposas no, las…

Anaïs saltó sobre la mesa. Sus botas aplastaron los aviones. A los doce años fue campeona de Aquitania de gimnasia. «La pequeña gimnasta de papá». Saltó sobre Dussart y este gritó. Cayeron ambos al suelo. Anaïs inmovilizó al tipo, con una rodilla sobre el pecho, y le hundió una esposa abierta en el cuello.

—¡Canta, cabrón!

—¡No!

—¿Quién vino a verte?

El hombre decía «no» moviendo violentamente la cabeza. El sudor y las lágrimas brillaban sobre su rostro violáceo. Anaïs apretó las esposas contra su glotis.

—¿Quién?

Adquirió un color de remolacha. Ya no podía respirar y menos aún hablar. Ella aflojó ligeramente la presa.

El gendarme cantó:

—Eran… eran dos.

—¿Nombres?

—No lo sé.

—¿Te dieron pasta?

—¡Jamás! ¡No… no necesito dinero!

—¿Y la hipoteca de tu chabola? ¿Y la del coche? ¿La ropa de tus críos?

—No… no… no…

Volvió a apretar las esposas. En el fondo, estaba aterrorizada. Por su propia violencia. Por las dimensiones de su patinazo. La Inspección General de Servicios disfrutaría con el testimonio del teniente Patrick Dussart.

—¡Habla! ¿Por qué la falsificaste?

—Ellos… me dieron la orden.

Aflojó la presión.

—¿La orden?

—Eran oficiales. Hablaron de… de razón de Estado.

—¿Iban de uniforme?

—No.

—¿Mostraron alguna documentación oficial?

—No.

Dussart se incorporó apoyándose en un codo y enjugó sus lágrimas.

—Esos tíos eran oficiales, Dios… Serví cuatro años en la armada, en el Charles de Gaulle. Sé reconocer a un oficial cuando lo veo.

—¿De qué cuerpo?

—No lo sé.

—¿Qué aspecto tenían?

—Unos tipos serios, con trajes negros. Los militares no visten de igual manera la ropa de civil.

Era la primera frase sensata del gilipollas.

—¿Fueron a la gendarmería?

—No. A mi casa, la noche del 17. Me dictaron a grandes rasgos las líneas del informe que tenía que redactar y la fecha que había que poner. Eso es todo.

Esos visitantes no podían ser los asesinos de la playa de Guéthary. En ese instante los cabrones estaban en Marsella y atacaban a Victor Janusz. ¿Quién más podía ser? ¿Unos colegas? De todas formas, ese testimonio ya no le servía de nada. Dussart lo negaría todo y a ella la detendrían por agresión.

Su idea de la baliza que no había sido activada le pareció mucho más útil. Se incorporó y guardó sus esposas.

—¿Qué… qué me va a pasar? —balbucía el otro frotándose el cuello.

—Ándate con cuidado y todo irá bien —masculló Anaïs.

Salió y tropezó en la puerta. La luz le dio de lleno en los ojos. Se ajustó la cazadora y se sacudió el serrín de madera de balsa que le cubría la ropa. Por pura rabia, le dio una patada a un pequeño triciclo que corría por allí.

A grandes zancadas, llegó al portal. A la puerta de la casa, la mujer y sus dos hijos lloraban.

Su mano se crispó sobre la verja.

Ella también lloraba como una magdalena.

No aguantaría mucho a ese ritmo.