Su estudio comparado no había dado ningún resultado. Con la excepción de la irritación de ojos, un calambre en la mano y unas débiles náuseas en la garganta. Su punto de dolor había reaparecido en el fondo de la órbita izquierda. Los nombres bailaban en su cráneo, y no había localizado un apellido común entre las listas de los estudiantes de Medicina y los de Bellas Artes. Un fracaso.

Hizo una bola con su última lista y la tiró a la papelera. Era casi mediodía. Una mañana encerrado. El único punto positivo era que nadie había ido a importunarlo, a pesar de que en las salas contiguas continuaban los ruidos característicos de un manicomio: voces desesperadas, chillonas, o por el contrario de una extrema dulzura, risotadas, pasos arrastrados que no conducían a ningún lugar…

La mañana le había permitido por lo menos hacer balance de dónde se hallaba: había escapado de la policía, pero había vuelto al punto de partida. El único cambio era que había pasado de psiquiatra a paciente.

—Te buscan por todas partes. —Corto apareció en el umbral de la puerta—. Pronto será hora de comer. Tenemos el tiempo justo para visitar los talleres.

Narcisse le agradeció que no le hiciera preguntas acerca de las horas que acababa de pasar en la sala de informática. Salieron al pasillo y llegaron al refectorio, una amplia sala desnuda con una cuadrícula de mesas de acero inoxidable, donde dos fornidos enfermeros disponían platos y cubiertos de plástico.

—Aquí estás tú.

Corto señalaba con el índice una fotografía de grupo colgada en la pared. Narcisse se aproximó y se reconoció. Llevaba un blusón de artista, muy de finales del siglo XIX. Tenía un aspecto jovial. Los otros también reían, con algunos detalles descuajaringados o incongruentes en su apariencia.

—Tomamos esta foto en el cumpleaños de Karl, el pasado 18 de octubre.

—¿Quién es Karl?

El psiquiatra señaló a un hombre gordo y risueño, al lado de Narcisse, que llevaba un delantal de cuero y empuñaba una brocha manchada de negro. Parecía un herrero de la Edad Media.

—Ven. Te lo presentaré.

Siguieron otro pasillo que conducía a una puerta cortafuegos. Salieron y tomaron una escalera en dirección al segundo edificio, más abajo. Bajo el sol de mediodía, el paisaje se mostraba en todo su esplendor. Una belleza fría, indiferente y sin piedad. Picos, agujas y fragmentos de rocas rojizas se alzaban como piedras votivas. Unos tótems a la altura de los dioses que representaban. Al fondo del valle se extendían unos bosques negros que revelaban un ecosistema feroz y selectivo. Allí la tierra solo alimentaba a aquellos que soportaban la altitud, el frío y el vacío. Los otros podían morirse.

Entraron en el edificio y pasaron de largo el primer piso (las habitaciones) para bajar a la planta. Corto llamó al primer marco del pasillo (no había puerta) y aguardó la respuesta.

Hereinkommen!

Narcisse permaneció un instante en el umbral. El taller era uniformemente negro, incluido el techo. En las paredes, unos lienzos monocromos también negros. En el centro de la estancia se hallaba el coloso de la foto. Su versión a tamaño natural medía casi dos metros y debía de rondar los ciento cincuenta kilos. Llevaba un delantal de cuero, como lustrado con cera.

—Hola, Karl. ¿Cómo te encuentras hoy?

El hombre se inclinó riéndose. Llevaba una mascarilla. En aquella habitación los efluvios químicos eran irrespirables.

Corto se volvió hacia Narcisse.

—Karl es alemán y nunca ha logrado aprender correctamente nuestra lengua. Estaba internado en un manicomio de la RDA, cerca de Leipzig. Después de la caída del muro, visité todos los centros de Alemania oriental en busca de nuevos artistas. Y descubrí a Karl. A pesar de los castigos, de los electrochoques y las privaciones, se obstinaba en pintar de negro cuanto caía en sus manos. En esa época, sobre todo empleaba carbón.

—¿Y ahora?

—¡Ahora Karl es muy exigente! —Corto se rió—. Ningún producto le satisface. Para sus monocromos prueba mezclas a base de anilina e indantreno. ¡Me da unas listas de productos químicos incomprensibles! Busca el no color absoluto. Algo que verdaderamente absorba la luz.

El forzudo se había puesto a trabajar de nuevo, inclinado sobre un cuenco en el que amasaba una especie de alquitrán caliente y blando. Reía aún bajo su mascarilla.

—Karl tiene un secreto —murmuró el psiquiatra—. Mezcla la pintura con su propio semen y pretende que esa sustancia proporciona una vida subterránea a sus monocromos.

Narcisse observó las manazas que batían la materia e imaginó al artista dándole al manubrio con esas mismas manos. Un privilegio de la terapia artística de Corto: la libido aún funcionaba. En el Henry Ey, sus pacientes atontados por los psicotrópicos tenían todos la bandera a media asta.

Se acercó a uno de los cuadros uniformemente negros.

—¿Qué se supone que representa?

—La nada. Como muchos obesos, Karl sufre unas profundas apneas durante el sueño. Deja de respirar. Deja de soñar. En cierta medida, se muere y dice pintar esos agujeros negros.

Narcisse se aproximó a uno de los lienzos y descubrió una fina caligrafía en relieve que habría que leer con las manos, como el braille.

—¿No es alemán?

—Ni ningún otro idioma conocido.

—¿Es un lenguaje que se ha inventado?

—Según él, es la lengua que hablan las voces que lo visitan en el fondo de la apnea. En el fondo de la muerte.

Karl seguía riendo para sus adentros. Ahora sus manos se retorcían dentro del cuenco. La pintura que mezclaba desbordaba como un pozo de petróleo despertado.

—Vámonos —propuso Corto—. Se pone nervioso cuando los visitantes se quedan demasiado rato.

En el pasillo, Narcisse preguntó:

—¿Por qué estaba internado en Leipzig? ¿Qué padece?

—A decir verdad, estaba en la cárcel. Es el equivalente de nuestras unidades para enfermos difíciles. Le arrancó los ojos a su mujer. Dice que fue su primera obra. Siempre la oscuridad…

—¿No toma medicación?

—Nada.

—¿No tiene medidas de seguridad?

—Solo vigilamos que lleve las uñas bien cortadas. En Alemania hubo un problema con un enfermero.

Narcisse reaccionó como psiquiatra: Corto jugaba con fuego. Le sorprendía que las autoridades sanitarias y sociales lo dejaran hacer. El siguiente taller estaba ocupado por una mujer menuda que debía de tener por lo menos setenta años. Vestía un conjunto Adidas rosa, tenía el cabello azulado y ofrecía una imagen muy cuidada, de americana jubilada. El taller era a su imagen: el interior perfecto de un ama de casa irreprochable. Salvo que sostenía un cigarrillo entre sus finos labios.

Ni el alemán ni esa mujer estaban en la carroza de Niza. Sin duda habían obtenido un permiso. Uno, debido a su peso, y la otra, a su edad.

—Buenos días, Rebecca. ¿Cómo se encuentra?

—El problema son las aduanas —dijo ella con voz cascada—, para dejar pasar mis obras…

Estaba inclinada sobre una hoja en la que siempre dibujaba el mismo rostro con un lápiz minúsculo que sostenía con dos dedos. Para apreciar su obra había que retroceder. Las miles de figuras se articulaban como una marquetería y formaban olas, motivos y arabescos.

—¿El trabajo avanza?

—Esta mañana, me han empujado en los lavabos. Ayer, la carne no estaba mezclada.

«Síndrome de Ganser». Un trastorno bastante extraño, que se caracteriza por unas respuestas disparatadas. Ante aquellos artistas, Narcisse comprendió que reaccionaba como psiquiatra. No admiraba sus obras. Los trataba como enfermos. A pesar de sus esfuerzos, no era Narcisse. Seguía siendo Mathias Freire.

—Conozco esa cara —dijo señalando el rostro multiplicado sobre la hoja.

—Es Alberto de Mónaco —explicó Corto.

La mujer estaba absorta en su dibujo.

—Hará treinta años, Rebecca trabajaba en el palacio monegasco. Como mujer de la limpieza. Se enamoró del príncipe de una manera… irracional. Nunca se ha recuperado de ese trauma afectivo. En 1983, ingresó en el hospital y ya no ha vuelto a salir. Unos años en Saint-Loup y luego en nuestro centro.

Narcisse le dirigió una mirada. Rebecca trabajaba de manera automática, como si una fuerza invisible le sostuviera la mano. No levantaba nunca el lápiz del papel ni volvía sobre un mismo trazo. Esa línea era el hilo conductor de su locura. Corto ya había salido.

—¿Ha buscado artistas por toda Europa? —preguntó Narcisse cuando le dio alcance.

—Sí, siguiendo los pasos de mis predecesores. Hans Prinzhorn, en Alemania. Leo Navratil, en Austria. Gracias a ellos existe el art brut.

—¿Qué es el art brut?

—El arte de los locos, de los marginales, de los médiums, de los aficionados. El nombre lo inventó Jean Dubuffet. Otros lo llaman arte outsider, arte psicótico… Los ingleses se refieren a él como raw art, el arte crudo. Los términos hablan por sí mismos. Es un arte liberado de cualquier convención e influencia. ¡Un arte libre! Recuerda lo que te he dicho: «¡El arte no nos cura, somos nosotros quienes curamos al arte!».

Corto cruzó el tercer umbral. Allí, unas obras de gran formato a lápiz mostraban unas siluetas estiradas (unas mujeres) saltando sobre unos arcoíris, bañándose en unos cielos tormentosos o adormiladas sobre unas nubes. Las hojas estaban colgadas en las paredes, pero los motivos desbordaban sobre el cemento, como si el impulso creativo lo hubiera salpicado todo.

—Este es Xavier —dijo el director—. Lleva ocho años con nosotros.

El hombre, de unos cuarenta años, estaba sentado en una litera con los pies amarrados al suelo, frente a una mesita, en uniforme de combate: camiseta de tirantes caqui y pantalón de faena. La agresividad de sus ropas se veía atenuada por los bolsillos repletos de lápices de color y por las viejas zapatillas de esparto que calzaba sin calcetines. Un tic compulsivo agitaba sus rasgos a intervalos regulares.

—Xavier cree haber pertenecido a la Legión extranjera —murmuró Corto mientras el otro atrapaba un lápiz y lo metía en un sacapuntas fijado a la mesa. Cree haber participado en la guerra del Golfo, con la división Daguet.

Hubo un silencio. Narcisse trató de entablar conversación.

—Los cuadros son muy bonitos.

—No son cuadros. Son escudos.

—¿Escudos?

—Contra las células cancerígenas, los microbios y todas esas mierdas biológicas que me envían a través de la tierra.

Corto asió a Narcisse del brazo y lo llevó a un aparte.

—Xavier cree haber sufrido un ataque químico en Irak. En realidad, jamás ha puesto los pies allí. A los diecisiete años, tiró a su hermano pequeño, al que llevaba a hombros, a un río con una corriente muy fuerte. La criatura se ahogó. Al regresar Xavier a su casa, no sabía dónde estaba su hermano. No recordaba nada. Pasó cerca de quince años en una unidad para enfermos difíciles. He logrado recuperarlo.

—¿Cómo? ¿Sin la menor medida de prudencia?

—Durante los años pasados en la unidad de enfermos difíciles, Xavier nunca provocó ningún problema. Los expertos consideraron que me lo podían confiar.

—¿Qué tratamiento toma?

—Nada. Los dibujos le ocupan todo el tiempo. Y la mente.

El psiquiatra observaba a su paciente con benevolencia y este seguía afilando sus lápices uno tras otro, con mirada febril. Narcisse permanecía en silencio. Un silencio escéptico, de reprobación.

—No pongas esa cara —dijo Corto—. Aquí evitamos prácticamente todos los ataques maníacos. Nunca hemos tenido agresiones ni suicidios. La pintura focaliza, aspira y absorbe cualquier delirio. A diferencia de los neurolépticos, sin embargo, no atonta. La pintura los reconforta. Es su gran apoyo. Porque puedo asegurarte que los días de visita no hay cola a nuestras puertas. Nadie viene nunca a verlos. Son unos olvidados, unos desheredados del amor. Vamos, ¡la visita continúa!