Regresar allí, un domingo, le parecía aún más penoso.

En la soledad dominical no había nada ni nadie que amortiguara el choque frontal. Ni coches por las carreteras. Ni obreros en el patio del castillo. Ni técnicos en la bodega. Solo aquella presencia en el interior: su padre desayunando.

No había llamado al portal. La verja estaba siempre abierta. No había cámara. No había sistema de alarma. Una enésima provocación de Jean-Claude Chatelet que parecía decir: «No temáis, pasad a ver al monstruo». En realidad, esa invitación era una trampa, a imagen del verdugo y sus retorcidos métodos. Un batallón de perros aguardaba escondido, muy cerca del cuerpo principal de los edificios.

Aparcó en el patio y encontró el lugar como lo había dejado. Quizá algo más desgastado, más gris, pero con el mismo poderío de siempre. Era un castillo más que una casa solariega renacentista. Los cimientos databan del siglo XII o XIII, no se sabía a ciencia cierta. Una gran fachada de mampuestos con ventanas estrechas, enmarcada por dos torres en las esquinas, cubiertas con tejados puntiagudos. Las piedras estaban ocultas en algunos lugares por parra virgen. En los otros brillaban de musgo verdoso o liquen plateado.

Se decía que Montaigne se refugió allí de la epidemia de peste de 1585. Era falso, pero a su padre le gustaba mantener viva la leyenda. Sin duda también él se imaginaba protegido contra otras plagas: los rumores, las opiniones, la mirada inquisitiva de los medios de comunicación y de los políticos…

Salió del Smart y dejó que llegaran a ella los ruidos lejanos y familiares. Unos graznidos de pájaro rasgaban el aire cristalino. La veleta oxidada que chirriaba sobre el tejado. Un tractor al arrancar, más lejos aún. Esperaba a los perros, que aparecerían de un momento a otro al galope sobre la gravilla. La mayoría la reconoció. Los nuevos siguieron a los demás y menearon la cola más que mostraron los colmillos.

Repartió algunas caricias y se dirigió hacia las puertas acristaladas que se abrían a todo lo ancho de la fachada. A la derecha se alzaban la bodega, los talleres y los almacenes. A la izquierda, las viñas. Miles de cepas que parecían manos suplicantes. Cuando Anaïs comprendió quién era su padre, se imaginó que sus víctimas estaban enterradas allí y que trataban de salir de la tierra, como en una película de terror.

Llamó a la puerta. Las diez y cuarto. Había esperado a esa hora precisa. Antes, había enviado los restos de la cala de Sormiou a Abdellatif Dimoun, el coordinador de la policía científica, que ya había regresado a Toulouse, y había evitado cuidadosamente el camino de la comisaría de la rue François de Sourdis…

Se sabía al dedillo el empleo del tiempo dominical de su padre. Se levantaba temprano. Rezaba. Hacía sus ejercicios de gimnasia y luego unos largos en la piscina del sótano. A continuación, un paseo por las viñas. «El poderío del terrateniente». En ese momento, desayunaba en la sala de los tapices, mientras que, en la primera planta, en su dormitorio, lo esperaba una serie de calzados con talones asimétricos. Botas de equitación, zapatos de golf, botas de paseo, zapatillas de esgrima… Su padre era el Cojo más activo del mundo.

La doble puerta central se abrió. Apareció Nicolas. Tampoco había cambiado. Anaïs tendría que haber sospechado que su padre era un antiguo militar. ¿Quién más podría tener un sirviente con esa cara? Nicolas era un hombrecillo achaparrado, de unos sesenta años. El torso como un barrilete, calvo, tenía cara de bulldog y parecía haber «luchado en todas las guerras», como cantaba Francis Cabrel en «Je l’aime à mourir». No es que tuviera la piel curtida: estaba blindada. Un día, en su adolescencia, Anaïs había visto en el cineclub de su discoteca privada El crepúsculo de los dioses, de Billy Wilder. Cuando Erich Von Stroheim apareció en el umbral de la casona destartalada de Gloria Swanson, vestido con un frac de mayordomo, dio un brinco en su silla. «¡Mierda, si es Nicolas!», se dijo.

—Señorita Anaïs… —dijo el ayuda de campo con la voz tomada.

Ella lo besó, sin efusiones. Él estaba al borde de las lágrimas. Anaïs, que también sentía que la emoción se apoderaba de ella, apartó los sentimientos con un gesto.

—Ve a avisarlo.

Nicolas giró sobre sus talones. Ella permaneció aún unos segundos en la puerta. Apenas se tenía en pie. Se había tomado dos Valium antes de salir, en previsión del enfrentamiento. Para ser precisos, se había tomado dos Valium fraccionables, o sea ocho cuartos de ansiolítico. Para ser más claros aún, iba completamente colocada y había estado a punto de dormirse varias veces al volante.

El ayuda de campo regresó y le hizo una rápida señal con la cabeza. No pronunció una sola palabra y no la acompañó. No había nada que decir y ella conocía el camino. Atravesó un primer salón y luego otro. Sus pasos resonaban como en una iglesia. Un olor mineral y helado pesaba sobre sus hombros. Su padre se negaba a contar con cualquier tipo de calefacción salvo chimeneas de leña.

Entró en la sala de los tapices, así llamada por los tapices de Aubusson que representaban escenas tan desleídas que parecían sumergidas en la niebla.

Unos pasos más y se halló frente a su padre, sentado bajo un rayo de sol, que se entregaba a su sagrado ritual del desayuno. Seguía siendo muy apuesto. Cabello espeso y sedoso, de un blanco reluciente. Unos rasgos que recordaban la suavidad de los cantos rodados en el fondo de un arroyo, lentamente pulidos por miles de crecidas heladas y miles de primaveras efervescentes. Sus ojos brillaban con la claridad de un lago y contrastaban con su piel mate, siempre bronceada. Jean-Claude Chatelet parecía un viejo playboy de Saint-Tropez.

—¿Me acompañas?

—Con mucho gusto.

Ella se sentó con naturalidad. «Gracias, Valium».

—¿Té? —dijo él con su voz grave.

Nicolas ya había dispuesto una taza. Él tomó la tetera. Anaïs observó el líquido cobrizo manar. Su padre solo bebía un keemun importado de la provincia de Anhui, al este de China.

—Te esperaba.

—¿Por qué?

—La gente de Mêtis. —Dejó la tetera sobre la mesa—. Me han llamado.

Así que ella estaba sobre una pista correcta. Anaïs tomó una tostada y el cuchillo de plata de su padre. Por un breve instante se vio reflejada en la hoja del cuchillo. «Tranquila, chica». Untó con mantequilla lentamente, sin temblar, la tostada perfectamente dorada, otra obsesión de su padre.

—Cuéntame —murmuró ella.

—El verdadero cristiano no muere en su cama —comenzó con grandilocuencia—. El verdadero cristiano tiene que ensuciarse las manos. Para la salvación de los demás.

A pesar de sus años en Chile, había conservado su acento del sudoeste.

—¿Como tú?

—Como yo. La mayoría de los débiles, los que no hacen nada y siempre se erigen en jueces, creen que los soldados de los regímenes totalitarios son sádicos a los que les gusta torturar, violar y matar.

Hizo una pausa. El sol se desplazaba. El anciano ya no estaba bajo la luz, sino en un charco de sombra. En el interior, sus ojos claros brillaban con intensidad.

—Solo he encontrado sádicos y perversos en lo más bajo del escalafón. E, incluso en esos casos, siempre hubo sanciones. Nadie actuaba por placer. Ni por el poder, ni por dinero.

Mentía. Los ejemplos de exacciones gratuitas y viciosas eran innumerables en la historia de las guerras y de las dictaduras. En todas partes y en todas las épocas. El hombre es un animal. Basta con soltarle las riendas para que cruce los límites de lo innoble.

Anaïs le siguió la corriente e hizo la pregunta que él esperaba:

—¿Y por qué?

—La patria. Todo lo que hice fue para proteger a Chile.

—¿Estamos de acuerdo en que hablamos de tortura?

Los dientes relucientes de Chatelet aparecieron en la penumbra. Su risa no producía ruido alguno. Solo luz.

—Protegía a mi país del peor veneno.

—¿La felicidad? ¿La justicia? ¿La igualdad?

—El comunismo.

Anaïs suspiró y mordió su rebanada.

—No he venido a oír tus batallitas. Háblame de Mêtis.

—Te estoy hablando de Mêtis.

—No lo entiendo.

—También ellos actúan por fe, deber y patriotismo.

—¿Como cuando vendieron varias toneladas de gas neurotóxico a Irak?

—Tendrás que comprobar tus fuentes. Mêtis nunca ha fabricado armas químicas. Sus ingenieros simplemente asesoraron en el transporte de esos productos. En esa época, Mêtis empezaba su diversificación farmacéutica. Un mercado mucho más interesante que el de unas armas ya pasadas de moda. Todos los grupos internacionales…

Anaïs le cortó la palabra:

—¿A qué se dedica hoy Mêtis? ¿Siguen trabajando con los militares? ¿Por qué están involucrados en el asesinato de un pescador del País Vasco y su mujer?

—Aunque supiera algo, no te diría nada y lo sabes.

Por un momento, Anaïs tuvo ganas de citarlo a declarar a comisaría. Detenido. Cacheo. Interrogatorio. No tenía, sin embargo, ningún elemento concreto, ni siquiera ninguna legitimidad. Estaba en condicional. La identificación que llevaba en el bolsillo y su arma a la cintura ya eran ilegales.

—Sin embargo, creía que tenías algo que decirme.

—Sí. Olvida Mêtis.

—¿Es ese su mensaje?

—Es el mío. No te acerques a ellos. Esa gente no hace un reciclaje selectivo.

—Bonita imagen. ¿Así que soy basura?

—No estás a la altura, eso es todo.

No le importaban esas amenazas. Quería volver a los hechos. Eran nimios. Se resumían en la eventual vinculación entre dos asesinos que conducían un todoterreno perteneciente a una empresa integrada a su vez en la constelación Mêtis. Anaïs trató de presentar sus argumentos de la manera más convincente posible, pero su padre pareció decepcionado.

—¿Eso es todo lo que tienes? Les diré a mis amigos que se están haciendo viejos. Con la edad, se preocupan por cualquier cosa. Sigue tu camino, hija, antes de perderlo todo. Tu trabajo, tu reputación y tu futuro.

Ella se inclinó sobre la mesa. Las tazas y los cubiertos repiquetearon.

—No me subestimes. Puedo pillarlos.

—¿Cómo?

—Demostrando que han falsificado una denuncia de robo, que han interferido en el curso de una investigación y que han contratado a dos asesinos a sueldo. ¡Soy policía, joder!

—No escuchas lo que te digo. No puede haber investigación.

—¿Por qué?

—La policía o los gendarmes actúan para mantener el orden. Y el orden es Mêtis.

Las palabras de Koskas. «El gusano no está en la fruta. El gusano y la fruta se han asociado». Anaïs apartó la mirada. El gran tapiz desplegaba sus señales de desgaste, sus fragmentos velados. Una escena de caza. Le pareció que los perros devoraban cadáveres humanos entre la niebla.

Anaïs miró a su padre directamente a los ojos.

—¿Por qué te consultan a ti?

—No me consultan. Soy dueño de parte del grupo, eso es todo. Mêtis tiene numerosas actividades prósperas en la región de Burdeos. Yo era uno de los principales inversores cuando pasaron a la actividad farmacéutica. Conocía a los fundadores desde hacía mucho tiempo.

Añadió con un matiz de perversidad:

—Mêtis es lo que nos dio de comer a ti y a mí. Es un poco tarde para escupir en el propio plato.

Anaïs no cayó en la provocación.

—Me han dicho que desarrollan programas de investigación. Que trabajan con unas moléculas. Unos sueros de la verdad, en colaboración con el ejército. Tu experiencia con la tortura podría serles de utilidad.

—No sé de dónde sacas tu información, pero son puras fantasías dignas de un tebeo.

—¿Niegas que la investigación química podría ser el futuro de las actividades de información?

Él sonrió. Una especie de equilibrio entre la sabiduría y el cinismo.

—Todos soñamos con ese tipo de productos. Una píldora que evite la tortura, la crueldad, la violencia. No creo que nadie haya dado con una molécula de ese tipo.

—Pero Mêtis trabaja en ello.

No respondió. A ella le salió del corazón:

—¿Cómo puedes andar aún metido en semejantes historias a tu edad?

Él se alisó su elegante jersey Ralph Lauren y la envolvió con su mirada más dulce.

—El verdadero cristiano no muere en su cama.

—Lo he entendido. ¿Dónde vas a morir tú?

Él se rió y se puso en pie con dificultad. Agarró su bastón y se desplazó hacia la ventana, con ese paso claudicante que tanto daño le hacía a Anaïs de pequeña.

Él contempló sus cepas, que parecían arder bajo la luz helada del invierno.

—En mis viñas —murmuró—. Me gustaría morir en mis viñas, abatido por una bala.

—¿De dónde vendrá la bala?

Él volvió lentamente su cara y le guiñó un ojo.

—¿Quién sabe? Quizá de tu arma.