—Mêtis no es una empresa de nueva creación.
Patrick Koskas daba caladas a su cigarrillo, apoyado en un poste de electricidad. Detrás de él, el puente de Aquitania se recortaba contra el cielo en tinieblas. El periodista había elegido ese lugar para la cita, a orillas del Garona, en una calle desierta del viejo Lormont, en la margen derecha.
Se comportaba como un espía en peligro. No dejaba de mirar hacia atrás, hablaba deprisa, en voz baja, como si la noche tuviera oídos. En realidad, a esa hora todo dormía. Al pie de la colosal torreta del puente, las casitas de tejados rojos parecían setas arracimadas en torno a un árbol gigantesco.
Anaïs estaba agotada, había dejado su coche en Niza y había tomado un avión a Burdeos a las ocho de la tarde. Le Coz la esperaba, con un coche nuevo, un Smart escamoteado a su baronesa. Eran las once de la noche. Ella temblaba bajo su cazadora. Su cerebro flotaba dentro del cráneo. Le costaba mucho interesarse por la historia de Mêtis:
—Al principio, en los años sesenta, era un grupo de mercenarios franceses. Una banda de colegas. Unos pendencieros veteranos de Indochina y Argelia. Se especializaron en conflictos africanos. Camerún. Katanga. Angola… Su mayor habilidad fue cambiar de bando. Al principio, los contrataban las autoridades coloniales para luchar contra los movimientos independentistas, pero pronto comprendieron que tenían la batalla perdida y que se podía ganar más dinero con los rebeldes, que un día u otro llegarían al poder. Los tipos de Mêtis apoyaron a los frentes revolucionarios sin cobrar y esperaban que luego les llegarían los intereses de su inversión. Los nuevos dictadores recordaron su ayuda y les entregaron territorios inmensos, minas e incluso algunas explotaciones petrolíferas.
»Extrañamente, los mercenarios no se interesaban por los minerales ni por los hidrocarburos. Lo que les atraía era la agricultura. Son tipos de aquí, de Burdeos. Herederos de familias de campesinos. Plantaron, cultivaron, desarrollaron nuevas técnicas y se diversificaron con abonos y pesticidas. Poco a poco, se lanzaron también a las armas químicas. Se especializaron en gases neurotóxicos, que atacan los sistemas nervioso y respiratorio, como el sarín, el tabún o el somán.
Koskas se encendió otro cigarrillo con el anterior:
—No hay nada sorprendente en esa evolución. Tradicionalmente, son los productores de abonos y pesticidas quienes fabrican las armas químicas. A finales de los años setenta, Mêtis era un grupo internacional de renombre en el terreno de la agricultura y de la química.
Anaïs no había sacado su cuaderno. «Cosas de la paranoia». Esperaba memorizar esa información y quizá Koskas le entregaría un documento o unas fotocopias. No lo creía. «Nada de rastros materiales».
—La guerra de Irán e Irak les ofreció un mercado mayor —prosiguió el periodista—. Por primera vez desde la Primera Guerra Mundial, y a pesar de la Convención de Ginebra, los iraquíes decidieron utilizar armas químicas contra sus enemigos. Mêtis fue su proveedor. El grupo entregó toneladas de gas a Saddam Hussein. El 28 de junio de 1987, Irak utilizó esos stocks contra la ciudad de Sardasht, en Irán. El 17 de marzo de 1988 hubo una nueva utilización de venenos químicos y biológicos contra la ciudad kurda de Halabja. En total, cientos de miles de víctimas expuestas a esas armas no convencionales. Gracias a Mêtis.
Todo ello era estremecedor, pero Anaïs recelaba de ese tipo de datos difícilmente comprobables sobre el tema «Nos lo ocultan todo, no nos dicen nada».
—¿Cuáles son sus fuentes?
—Confíe en mí. Basta consultar documentos de acceso público, que están disponibles en los archivos nacionales. Todo eso es de dominio público. En ciertos círculos de especialistas, esos hechos ya no suponen problema alguno.
En cualquier caso, Anaïs no veía la menor relación entre esos elementos de geopolítica y los asesinatos mitológicos. Menos aún con Victor Janusz.
—¿Cuál es la situación actual de Mêtis? ¿A qué se dedican exactamente?
—Después de los años ochenta, comprendieron que las armas químicas no tenían futuro. Incluso Irak había renunciado a envenenar al mundo entero. Se orientaron a la producción farmacéutica, en particular a los medicamentos psicotrópicos. Sabrá a buen seguro que es un mercado que no ha cesado de crecer. Cada año, los países desarrollados consumen ciento cincuenta mil millones de euros de medicamentos. Y de ese montante, las sustancias psicoactivas se llevan una buena parte. Los antidepresivos Sertex, Lantanol o Rhoda100 son productos estrella en ese terreno. Provienen de unidades de Mêtis.
Eran nombres que Anaïs conocía bien. Había consumido cientos de cajas de ellos.
—¿El grupo ya no tiene actividad en el armamento?
—Hay rumores.
—¿De qué tipo?
El periodista dio una larga calada al cigarrillo.
—Mêtis podría trabajar esporádicamente con la investigación militar francesa.
—¿Sobre qué?
—Unas moléculas que controlan la voluntad. Sueros de la verdad, ese tipo de cosas. No es un gran secreto. Las autoridades se sienten autorizadas a explorar esa vía. El arma más peligrosa del mundo sigue siendo el cerebro humano. Si Hitler hubiera tomado ansiolíticos, la historia del mundo habría cambiado.
Anaïs estuvo a punto de echarse a reír. Koskas percibió su escepticismo.
—No tengo pruebas de la colaboración de Mêtis con el ejército francés, pero no sería absurdo. No olvide un hecho crucial: los fundadores de Mêtis eran todos expertos en torturas, veteranos de Argelia. Disponen a la vez de los conocimientos químicos y de una experiencia más humana, por así decirlo.
—Habla de los fundadores. Deben de estar todos muertos, ¿no?
—Sí, pero sus hijos han tomado el relevo. La mayoría son peces gordos de la región. Si le diera los nombres se quedaría de piedra.
—Eso quiero oír.
—Si hoy publicara una lista, al cabo de una hora estaría imputado en un proceso que me costaría mi trabajo. Cuanto puedo decirle es que esos hombres pertenecen a la alta sociedad bordelesa. Algunos son alcaldes de los pueblos más prestigiosos. Otros son dueños de algunos de los mejores viñedos de la Gironda.
La palabra «viñedo» fue una señal.
—¿Qué hace mi padre en ese grupo?
—Es un accionista minoritario, pero lo bastante importante como para participar en los consejos de administración. Desempeña también funciones de consultor.
—¿Sobre vinos?
Koskas se rió. A veces la policía tenía reacciones de gilipollas.
—Conoce mejor que yo la carrera de su padre. Digamos que tiene el perfil ideal para pertenecer a Mêtis.
Anaïs no respondió. Koskas se encendió otro cigarrillo. No veía su rostro, pero estaba segura de que aún sonreía. Una sonrisa burlona y satisfecha de metomentodo, orgulloso de sembrar la duda.
Apretó los puños y decidió retomar el tema principal. Los asesinatos de Ícaro y del Minotauro.
—La noche del 12 al 13 de febrero fue hallado un cadáver cerca de la estación de Saint-Jean.
—¿En serio?
—La empresa Mêtis podría estar involucrada, indirectamente, en ese caso.
—¿Cómo?
La voz del periodista había cambiado. Curiosidad. Avidez.
—No lo sé —confesó Anaïs—. El día anterior fue hallado en el mismo lugar un hombre amnésico. Tres días más tarde, ese hombre y su mujer fueron abatidos por dos francotiradores en Guéthary. Unos francotiradores que podrían estar relacionados con el grupo Mêtis.
—¿Tiene pruebas? ¿Algún vínculo concreto?
—Más o menos. Sin duda trabajan para una empresa de seguridad que pertenece al grupo.
—¿Qué empresa?
—Yo hago las preguntas.
—No me dice lo principal. ¿Cómo están relacionados los dos casos? Me refiero al asesinato de Saint-Jean y los de Guéthary.
—No lo sé —admitió ella de nuevo.
Koskas se protegió en la sombra.
—No sabe gran cosa.
Anaïs prefirió no responder. Koskas dio unos pasos. El humo le confería una aureola de misterio.
—Creía que habían identificado al asesino de Saint-Jean.
—Solo tenemos un sospechoso. Nada más.
—Un sospechoso fugitivo.
—No tardaremos en atraparlo.
El periodista volvió a reír. Anaïs cortó su ironía.
—¿El grupo Mêtis tiene alguna relación, por lejana que sea, con la mitología griega?
—Aparte del nombre, ninguna. Mêtis significa «sabiduría» en griego antiguo. —Exhaló unas volutas de humo hacia el arco luminoso de la farola—. Un verdadero programa.
Anaïs reflexionó. Todo aquello no se tenía en pie. Por experiencia sabía que un asesinato poseía su propio campo léxico. Sus palabras. Sus técnicas. Sus motivos. No había vínculo alguno entre un fabricante farmacéutico y un asesino en serie. Entre un proveedor de antidepresivos y un atentado con un Hécate II.
—Está usted equivocada —confirmó Koskas—. Mêtis es un grupo industrial reconocido y los únicos problemas a los que se enfrenta son los eternos ataques que ese tipo de empresas recibe. Sobre sus experimentos clínicos, los conejillos de Indias humanos y esas cosas. También se les acusa de empujar a las masas al consumo, de querer drogar a todos… Pero nada más. Jamás una compañía de semejante calibre se vería implicada en asesinatos que saltan a las primeras páginas de los periódicos.
—¿Y la eventual relación con el ejército?
—Precisamente. Si hubiera que resolver algún problema a la brava, los socios de Mêtis se encargarían de ello y usted no estaría al corriente.
Anaïs asintió. Ese último comentario le recordó un detalle. Pensó en la declaración de robo del Q7 con fecha de 12 de febrero que exoneraba a la ACSP, propietaria del vehículo y filial del grupo.
—¿La gente de Mêtis podría contar con los medios para falsificar un parte de la gendarmería?
—Parece que no me ha entendido —murmuró Koskas—. Si los rumores son ciertos, Mêtis es el ejército. Los gendarmes. Los policías. Todo cuanto en Francia viste uniforme. Todo cuanto representa la ley y el orden. El gusano no está en la fruta. El gusano y la fruta se han asociado para enfrentarse a nuevos enemigos. Los terroristas. Los espías. Los saboteadores. Todo aquello que, de una manera u otra, pueda causar una agresión a nuestro país.
Anaïs quiso hacer otra pregunta, pero el espía periodista se había evaporado en la noche. Solo quedaba el puente, el cielo y el silencio. Sabía qué tenía que hacer. Primero dormir, y luego coger al toro por los cuernos.
Enfrentarse al Minotauro de su mitología personal.
«Interrogar a mi padre».