Su habitación era pequeña, cuadrada, bien caldeada, sin excesivas comodidades pero acogedora. Paredes de cemento, suelo de madera y cortinas de paño grueso. Una cama, un armario, una silla y una mesa. En un rincón, el baño parecía más alto que ancho.
—Es espartana —dijo Corto—, pero nunca he tenido quejas.
Narcisse asintió. Las proporciones, los tonos grises y oscuros, el suelo y el mobiliario de madera transmitían buenas vibraciones. La habitación tenía algo de protección monástica.
Tras unas palabras de explicación acerca del funcionamiento de la «casa», Corto le proporcionó artículos de aseo y mudas de ropa. Esos cuidados le sentaron bien. Desde hacía horas, incluso desde hacía días, pendía de un hilo, y el hilo estaba a punto de romperse.
Una vez solo, Narcisse se dio una ducha y se puso su nueva vestimenta. Unos tejanos demasiado grandes, una camiseta holgada y un jersey de lana con cuello de cremallera que olía a suavizante. Una pura felicidad. Se guardó en los bolsillos la Eickhorn, la Glock y la llavecilla de las esposas que le había robado al vigilante (y que conservaba como fetiche). Sacó del maletín las carpetas del expediente y las alisó con la mano. No tenía valor para ponerse con ello en ese momento.
Se tumbó en la cama y apagó la luz. Oía el ruido del mar. «No, el mar no», reaccionó al cabo de unos segundos. «El rumor de los pinos».
Se relajó al ritmo del mundo exterior. Un ritmo repetitivo, hipnótico. Estaba agotado. Su mente era un mar de fatiga.
Tenía la sensación de haber vivido diez vidas desde aquella mañana. Se dio cuenta de que ya no temía a la policía. Ni siquiera a los hombres de negro. Tenía miedo de sí mismo. «Mi pintura es solo arrepentimiento…»
Era el asesino.
Abrió los ojos en plena noche.
O bien un hombre que investigaba acerca del asesino.
Trató de convencerse de esa hipótesis, que ya le había pasado por la cabeza en la biblioteca Alcazar. Y menudo investigador, pues siempre llegaba a los lugares antes que la policía y antes que cualquier testigo. Casi se había convencido cuando movió la cabeza sobre la almohada. Eso no se sostenía en pie. Podía admitir que, en la piel de Janusz, había seguido la pista del asesino de indigentes, pero no en la de Freire. Incluso en caso de que sufriera violentas crisis de sonambulismo, en que hubiera un lado oculto de su mente, recordaría semejante investigación. Una investigación que lo habría llevado al foso de la estación de Saint-Jean.
Cerró de nuevo los párpados e invocó con todas sus fuerzas el sueño para escapar a esas preguntas que lo torturaban. Cuanto vio, en el fondo de los limbos, fue un cuerpo desnudo que se balanceaba sobre él.
Anne-Marie Straub.
Otra muerta de la que era, indirectamente, responsable.
Recordó sus reflexiones en la playa de Niza, la noche anterior. Esa muerte podía ayudarlo a remontar hasta sus orígenes. Estaba prácticamente seguro de que los hechos habían tenido lugar en un hospital psiquiátrico parisino o de la región parisina. Al día siguiente sin falta se pondría sobre esa pista… Anne-Marie Straub. El único recuerdo que atravesaba sus personalidades. El fantasma que excitaba sus vidas… El espectro que habitaba en sus sueños.