—Eras pintor.
—¿Qué tipo de pintor?
—Hacías autorretratos.
—No es esa la pregunta. ¿Era un profesional? ¿Un aficionado? ¿Pintaba… aquí?
—Aquí, sí. En la villa Corto.
El viejo sonrió orgulloso.
—Jean-Pierre Corto, así me llamo yo. Fundé este lugar hace más de cuarenta años.
—¿Un manicomio?
Nueva sonrisa, indulgente.
—Puedes llamarlo así si quieres. A mí me gusta más el término de centro especializado.
—Conozco esas tonterías. En otra vida, fui psiquiatra. Esta barraca es un psiquiátrico.
—No exactamente. Esta villa está verdaderamente especializada.
—¿En qué?
—En terapia artística. Mis internos son enfermos mentales, es cierto, pero son tratados exclusivamente mediante el arte. Pintan, esculpen y dibujan todo el día. Son verdaderos artistas. Su tratamiento químico se reduce al mínimo. —Rió—. A veces, tengo incluso la impresión de que se ha invertido el proceso. Son ellos quienes curan al arte mediante su talento y no al contrario.
—¿Narcisse es mi apellido?
—No lo sé. Así firmabas tus cuadros. Nunca nos diste más detalles. Nunca has tenido documentos de identidad.
«Ahora soy Narcisse», se repitió. «Tengo que pensar, moverme y respirar dentro de su piel».
—¿Cuándo llegué aquí?
—A principios de septiembre de 2009. Primero pasaste por Saint-Loup, una clínica cerca de Niza.
—¿Cómo aterricé allí?
Corto se puso las gafas y encendió el ordenador. Era un hombre de unos sesenta años de edad, menudo y de silueta enjuta, con abundante cabello blanco, labios gruesos que le hacían parecer permanentemente enfurruñado y gafas de cristales ahumados. Su voz era grave, rotunda y de una hipnótica neutralidad.
Se hallaban en su despacho. Una especie de dacha plantada al fondo de los jardines del centro. Los suelos, las paredes y el techo eran de madera de pino. Un fuerte olor a resina, caliente y reconfortante, flotaba bajo las vigas. Una ventana daba al campo de la región de Niza. En las paredes no había ni un solo cuadro de los internos.
La participación en el carnaval había acabado sin problema. Junto con sus colegas, había desfilado, bailado y gritado hasta regresar a la place Masséna, donde los esperaba un furgón. No se sentía extraño: el vehículo era un Jumpy, y sus nuevos compañeros no eran muy diferentes de los chiflados de la Madrague, aunque en una versión más limpia.
Salieron de Niza bajo un fuerte aguacero y se adentraron hasta Carros. La villa se hallaba aún más arriba, a unos kilómetros del pueblo. De vez en cuando, se cruzaron con vehículos de policía con las sirenas aullando. Sonreía. Lo buscaban. No lo iban a encontrar. Victor Janusz ya no existía.
De camino, obtuvo la confirmación de lo que había presentido durante el pasacalle. Cada año, los internos de la villa Corto participaban en el carnaval. Diseñaban su carroza. Los talleres de Niza realizaban las esculturas. Hizo otras preguntas, fingiendo interesarse por el aspecto artístico de la prestación. El instigador de los hombres rata y su tiovivo era él, Narcisse, discípulo de Corto durante los meses de septiembre y octubre… No conservaba ningún recuerdo de ello, por supuesto.
—Aquí está —dijo el viejo psiquiatra, que había encontrado la ficha informática—. Te encontraron a finales de agosto, cerca de la salida 42 de la autopista A8. La salida Cannes-Mougins. Habías perdido la memoria. Te sometieron a un examen médico en el hospital de Cannes. No estabas herido, pero te negaste a que te hicieran radiografías. Y luego te enviaron a Saint-Loup. Allí recuperaste algunos recuerdos. Decías que te llamabas Narcisse. Eras de París. No tenías familia. Eras pintor. Los psiquiatras de Saint-Loup pensaron en nuestro centro.
—No soy Narcisse —dijo muy seco.
Corto se quitó las gafas y sonrió de nuevo. Sus aires de abuelito bondadoso lo ponían de los nervios.
—Por supuesto. Al igual que no eres el que pretendes ser hoy.
—¿Conoce mi enfermedad?
—Cuando llegaste me contaste bastantes cosas. Las escuelas de arte que habías frecuentado. Las galerías donde habías expuesto. Los barrios de París donde viviste. Tu matrimonio y tu divorcio. Lo comprobé. Todo era falso.
Saboreó la ironía de la situación. Corto había desempeñado el papel que él mismo había interpretado con Patrick Bonfils. Detrás de cada fuga psíquica había un psiquiatra que se encargaba de descubrir que la cáscara estaba vacía.
—Sin embargo —prosiguió el dueño del centro—, había algo de verdad en esa fabulación. Eras realmente pintor. Demostrabas a la vez un don sorprendente y oficio. No dudé ni un segundo en acogerte. Hay que decir que nadie te quería. Sin documentación y sin que la seguridad social se hiciera cargo de ti, no eras ningún regalo.
—¿Hubo una investigación? Quiero decir, ¿me investigaron?
—Los gendarmes hicieron averiguaciones. Sin demasiado empeño. No presentabas ningún problema con la justicia. Eras un simple tipo errante que padecía trastornos psíquicos, sin nombre ni origen. No hallaron nada más.
—¿Qué pasó luego?
—Esto.
Corto giró el ordenador hacia Narcisse, sentado al otro lado de la mesa.
—En dos meses realizaste unas treinta telas aquí…
Narcisse no esperaba nada en particular. Sin embargo, era algo más sobre él. Cada cuadro que aparecía en pantalla lo representaba, con una vestimenta diferente. Un almirante. Un cartero. Un payaso. Un senador romano… Siempre la misma edad, la misma posición de tres cuartos, sacando pecho, con el mentón alto. Ante todos ellos se tenía la impresión de contemplar a un héroe épico.
La factura, sin embargo, presentaba un contraste. Por un lado, la postura evocaba el arte de las dictaduras: Narcisse estaba representado en contrapicado, lo que daba la impresión de que dominaba el mundo. Por otro, su rostro estaba marcado por una violenta expresividad que, por el contrario, recordaba escuelas enfrentadas a las estéticas totalitarias. Como la nueva objetividad, nacida en Alemania en los años veinte. Otto Dix. George Grosz… Artistas que habían optado por pintar la realidad sin maquillaje alguno, hundiéndola en su fealdad, su naturaleza grotesca, para acabar con la hipocresía burguesa.
Sus telas poseían el mismo carácter sarcástico y caricaturesco. Colores vivos, torturados, dominados siempre por el rojo. Una pasta espesa, estriada y que giraba siguiendo los brochazos. «Una pintura que se puede ver y tocar», pensó Narcisse, que no tenía el menor recuerdo de haber realizado aquellos retratos. Era su búsqueda extrema. Quería reintegrar las personalidades que ya no lo querían a él. Solo podía endosarlas desde el exterior.
—A finales de octubre —concluyó Corto—, desapareciste. Por las buenas. Comprendí que tu errar psíquico había vuelto a empezar.
Cada personaje estaba acompañado de accesorios. Una pelota y una trompeta para el payaso. Una bicicleta y un zurrón para el cartero. Un catalejo y un sextante para el almirante…
—¿Por qué esos autorretratos? —preguntó, desorientado.
—Te lo pregunté una vez y me respondiste: «No hay que fiarse de lo que vemos. Mi pintura es arrepentimiento».
Narcisse palideció. «Mi pintura es arrepentimiento». Sus huellas dactilares en el foso de Saint-Jean… Su presencia junto al cuerpo de Tzevan Sokow… Se vio como un asesino psicópata. Un hombre como los personajes de sus lienzos. Dominante. Indiferente. Sarcástico. Un tipo que cambiaba de identidad a cada nueva víctima. Un pintor que ahogaba sus crímenes en sangre.
Tuvo otra idea. Esas obras contenían quizá una verdad acerca de sus orígenes. Una confesión. Un mensaje subliminal que él mismo había dejado, a sus propias espaldas.
—¿Puedo ver esos cuadros? Quiero decir físicamente.
—Ya no los tenemos. Los dejé en una galería.
—¿Qué galería?
—La galería Villon-Pernathy. En París. Pero las telas ya no están allí.
—¿Por qué?
—¡Porque se han vendido! En noviembre organizaron una exposición que funcionó muy bien.
Le vino una pregunta a la cabeza:
—¿Soy rico?
—Digamos que tienes un dinerillo, sí. El dinero está aquí. Es tuyo.
—¿En metálico?
—En metálico, sí, está en una caja fuerte. Te lo daré cuando quieras.
Narcisse vio de repente la posibilidad de proseguir su investigación gracias a ese capital. Un maná que caía en el momento más oportuno: no tenía ni un euro en el bolsillo.
—Cuanto antes mejor.
—¿Ya quieres marcharte?
No respondió. Corto movió la cabeza con comprensión. Esas maneras calurosas exasperaban a Narcisse. Había sido psiquiatra, por lo menos dos veces en su vida, en el Pierre Janet y sin duda mucho antes. Sabía que nada se ganaba aceptando la locura del otro. La psiquiatría es comprender la demencia sin nunca caucionarla.
—¿Hoy quién crees ser? —prosiguió Corto.
Nuevo silencio. En esa clínica nadie parecía estar al corriente de la situación. Freire. Janusz. Su foto en todos los periódicos. Las acusaciones que pesaban sobre él. Esa ignorancia no lo sorprendía en los enfermos, pero ¿y Corto? ¿No tenía ningún contacto con el mundo exterior?
—Hoy —dijo en tono misterioso— soy el que abre las muñecas rusas. Remonto cada una de mis identidades, trato de comprenderlas y de descifrar su razón de ser.
Corto se puso en pie, rodeó la mesa del despacho y apoyó una mano sobre su hombro amistosamente.
—¿Tienes hambre?
—No.
—Pues ven. Te instalaré en tu habitación.
Salieron a la noche. Caía una llovizna ligera y pegajosa. Narcisse temblaba. Aún llevaba el traje sucio. El sudor de la persecución se le pegaba en la piel y podía estar contento de haberse quitado la capucha de rata…
Tomaron una escalera de losas grises. Los jardines se escalonaban en terrazas, como arrozales en los que hubieran plantado palmeras, cactus y plantas suculentas por categorías específicas. Entre las gotas de lluvia, Narcisse respiraba un aire que valía el doble. El aire de la montaña, de los sanatorios y de las recuperaciones cerca de las nubes.
Llegaron a la villa. Una gran L compuesta de dos edificios, uno de los cuales se situaba más abajo. Techos planos. Líneas abiertas. Paredes sin ornamentación. Los inmuebles debían de ser de hacía un siglo, de la época en la que los arquitectos privilegiaban las líneas claras, la funcionalidad y la sobriedad.
Se dirigieron hacia el edificio inferior. En la primera planta se alineaban las ventanas en franjas horizontales. Sin duda se trataba de las habitaciones de los internos. Debajo, unos amplios ventanales que daban a una balaustrada: los talleres. Más abajo aún, entre las escaleras y las plantas ardían los extremos incandescentes de unos cigarrillos…
Tres hombres fumaban sentados en un banco. Narcisse no distinguía sus rostros, pero su manera de agitarse y de reír delataba su desorden mental.
Las voces empezaron a silabear en voz baja:
—Nar-cisse… Nar-cisse… Nar-cisse…
Sintió un escalofrío. Los veía en la carroza, con sus caras desencajadas y el hocico de rata sobre la frente. ¿Aquellos chiflados eran realmente artistas, como él? ¿Estaba loco como ellos?