Un segmento de cuerda.
Un trozo de flotador de poliestireno.
Tres pedazos de plástico.
Dos latas de Coca-Cola.
Un fragmento de espejo.
Un envase de ultracongelados de la marca Confifrost.
Cuatro cachos de red de pesca, de varios centímetros de superficie.
Unas astillas de madera que había estado en el agua…
—No veo qué coño vas a hacer con todo eso —dijo Crosnier en un tono agresivo.
Anaïs no respondió. Se trataba de objetos y desechos recogidos en la escena del delito de Ícaro. Los vestigios arrastrados por la corriente en la cala de Sormiou, en un radio de veinte metros alrededor del cadáver. La misma mañana había pedido que reunieran esos elementos y que se los embalaran en plástico como las muestras selladas. El botín acababa de llegar.
—El servicio técnico ha añadido una lista detallada —continuó el policía—. No han puesto lo biodegradable. De hecho, ya hay muchas cosas que han ido a parar a la basura. ¿Para qué quieres todo eso?
—Quiero dárselos a la policía científica de Toulouse, para un análisis a fondo.
—¿Acaso no hicimos bien nuestro trabajo?
Anaïs se echó el pelo hacia atrás y sonrió:
—Conozco allí a un tipo que quizá encuentre algo, un detalle, un indicio…
—No veas tanto CSI.
Sin responder, ella alzó la mirada y observó las pantallas alineadas ante ella. Eran las seis de la tarde. Se hallaban en el Centro de Supervisión Urbano de Niza, una instalación de nueva generación de la policía que hacía apenas unas semanas había estrenado las seiscientas cámaras que vigilaban la ciudad. En la imagen, Janusz saltaba desde el balcón del hogar Arbour, bajaba por el canalón del desagüe, rodaba sobre el asfalto, esquivaba un tranvía y luego desaparecía por la avenue de la République. La escena se repetía en bucle.
—Menudo cabrón —murmuró Crosnier—. Es un profesional.
—No. Es un tipo desesperado. No es lo mismo.
Frente al muro de pantallas en 16:9, sentados en amplios sillones violetas, los dos policías parecían realizadores de un programa de televisión. Anaïs ya casi pensaba que solo se trataba de eso. Un mero espectáculo. Habían pasado la tarde en aquel estudio y no había ni un resultado a la vista.
Los avisos por radio, la geolocalización de las ochenta patrullas en acción, las seiscientas cámaras con zoom que ofrecían una visión de trescientos sesenta grados y los analizadores de matrículas de nada habían servido contra Janusz. Un hombre con una inteligencia fuera de lo normal, con extrema voluntad y que tenía un sexto sentido inconsciente para la impostura.
Al principio de la persecución, los policías y los gendarmes estaban muy confiados. Niza era la ciudad mejor vigilada de Francia. Habían llegado grupos de intervención de refuerzo desde Cannes, Tolón y el interior de la región… Policías a pie, policías a caballo, policías en coche… Ahora la moral estaba muy baja. Ocho horas de búsqueda no habían arrojado resultado alguno.
Esta vez Anaïs encajaba el golpe. No había un ataque de rabia en el horizonte. Solo un profundo cansancio. Janusz se les había escapado una vez más. Punto y aparte.
—¿Qué crees que va a hacer? —acabó por preguntar Crosnier.
—Tengo que hablar con Hojalata.
—No digas bobadas.
Ella se bebió el café sin responder. Tras la sesión de la mañana, el moribundo había entrado en coma y ahora estaba a las puertas de la muerte en el Hospital Universitario de Niza. Los penitentes de Arbour habían denunciado a la policía, acusándolos de haber rematado a su paciente debido a su acción violenta y descontrolada.
El sabor amargo del café encontró parte de su cuerpo de acuerdo con ese rencor. Áspero, abrasador, invasivo. Era una tierra quemada. Una tierra baldía. Solo cabía reconstruir. De momento, rememoraba mentalmente las catástrofes que habían hecho que todo fracasara. En primer lugar, un accidente en la A8 los retrasó de camino a Niza. Llegaron alrededor de las nueve de la mañana. Mientras se dirigían a la avenue de la République para reunirse con los otros grupos, los adelantó una patrulla al estilo Starsky y Hutch, con girofaro y arma en mano.
Todo lo que era necesario evitar.
Más tarde, los problemas se concentraron en ella. Pascale Andreu, la jueza de Marsella, la llamó. Philippe Le Gall, el magistrado de Burdeos, la llamó. Deversat la llamó. Las llamadas de teléfono le caían como puñetazos que Anaïs encajaba, contra las cuerdas. Sin contar con los tipos de la Inspección General de Servicios que la aguardaban en Burdeos. El potro de torturas a la espera del consejo disciplinario y las sanciones.
Sin embargo, y como siempre, pensaba en Janusz. Respiraba como Janusz. Vivía a Janusz.
—Y ¿qué vas a hacer?
Anaïs recogió sus objetos ridículos en bolsas selladas, como el botín de una chiquilla en la playa. Incluso si hubiera querido renunciar, no habría podido hacerlo. El fugitivo era más fuerte que su mente. La devoraba y la sumergía. Sentía que su sombra la invadía y la saturaba.
Arrugó el vaso de plástico y lo tiró a la papelera.
—Me vuelvo a Burdeos.