Alcanzó al tranvía, pasó oblicuamente por delante del vehículo de cabeza y esquivó otro convoy que llegaba en sentido contrario. Corrió entre uno y otro tren, ensordecido por el barullo. Unos segundos después, se desplazó hacia la izquierda y se alejó de los raíles. Aceleró la carrera sin ni siquiera echarle un vistazo al hogar Arbour y a las legiones de policías que debían de lanzarse tras él.

Sabía qué iba a pasar. Ya lo había vivido. Anaïs y los demás saldrían del edificio, se separarían y se dispersarían por la avenue de la République y las calles vecinas. Pedirían refuerzos de otros coches patrulla, aparecerían más vehículos, aullarían las sirenas y los hombres desenfundarían, todos tras una única pieza que cobrarse: él.

Llegó a una plaza en la que se erigía la estatua blanca de un personaje histórico. Se detuvo un instante, para recuperar el aliento. Vio unos árboles. Una iglesia con un portal antiguo. Sombrillas. Vio peatones, coches, parejas sentadas en las terrazas de los cafés. Nadie se fijaba en él.

Tuvo que concentrarse unos segundos, con las manos en las rodillas, para captar la señal que buscaba: la música del carnaval. La cubría el ulular de las sirenas, pero logró identificar su orientación.

Tomó una gran avenida que se abría a su derecha. Una vez en el carnaval, se confundiría con la multitud. Se disolvería en ella hasta volverse invisible… Correr no le impedía pensar. Sin embargo sus ideas eran incoherentes. Las revelaciones de Hojalata. Su presencia junto a Ícaro. Matrioska… Demasiadas preguntas, y ninguna respuesta… Sin darse cuenta, murmuraba cadenciosamente:

—Matrioska… Matrioska… Matrioska…

¿Qué significaba eso?

Corría como alma que lleva el diablo. Ahora los paseantes lo observaban y establecían una relación inconsciente entre aquel tipo enloquecido y las sirenas que desgarraban el cielo. Súbitamente, a su izquierda se abrió una minúscula calle, llena de transeúntes y de comercios, paralela a la gran avenida. Giró, se abrió paso a codazos y huyó entre los mirones.

De golpe, estaba en Marsella.

En el inextricable barrio del Panier.

Sin duda era el casco antiguo de Niza…

No tenía tiempo de buscar puntos de referencia ni de orientarse. Tenía que seguir siempre el martilleo que latía como un corazón gigante en la atmósfera. Las tiendas desbordaban sobre las aceras. Paraguas. Bolsos. Camisas. Otra plaza. Un puesto callejero de pescado. Luego otra callejuela, aún más estrecha y oscura, donde el olor a fruta parecía sedimentar la sombra y la piedra.

La música se acercaba…

La música lo salvaría…

Aún no había mirado a su espalda. No sabía si la jauría de policías estaba sobre sus talones o si había logrado despistarlos. Un camino a la derecha. Una escalera que bajaba. Paredes de falso mármol. Se metió por allí. Regresó a pleno día. La avenida, de nuevo. Las sirenas más lejos. No había coches patrulla a la vista. Solo tranvías, que circulaban por el terraplén central, desflorando las superficies de césped.

La música lo llamaba desde el otro lado de la arteria.

Aminoró el paso y cruzó la avenida en diagonal, esforzándose por aparentar ser un paseante más. Otros jardines, en los que había palmeras, estatuas y parterres de césped. La música. Reconoció la canción y pronunció el título en voz baja. «I Gotta Feeling», de los Black Eyed Peas. Cruzó el parque, con las manos en los bolsillos, cabizbajo. Unos senderos de gravilla. Unos matorrales espesos. Familias en los bancos. Estaba solo a unos pasos del espectáculo. ¿Qué esperaba exactamente? ¿Sumarse al pasacalle? ¿Esconderse debajo de las gradas?

Al salir de los jardines, sus esperanzas se esfumaron. El desfile estaba protegido por unas vallas metálicas y unas gradas montadas sobre andamios. Policías y vigilantes se ocupaban del servicio de orden. Sin pensar, se escabulló entre los peatones que se dirigían hacia las puertas numeradas. Su única oportunidad era seguir el movimiento. Franquear el dispositivo de seguridad provisto de una entrada.

La taquilla. Un rótulo gigante anunciaba: CARNAVAL DE NIZA, REY DEL PLANETA AZUL. Había muy poca gente frente a las taquillas. Ya no oía las sirenas, cubiertas por la música del carnaval.

—Una entrada, por favor.

—¿Pasillo o tribuna?

—Pasillo.

—Veinte euros.

Se mezcló con la multitud entre las altas estructuras de hierro que sostenían las gradas. Los policías abandonaban sus puestos a la carrera, con la radio a la oreja y la mano sobre el arma. Habían dado la alarma.

Janusz llegó a la puerta que correspondía a su número. El ruido era ya ensordecedor. Los agentes de seguridad le cogieron la entrada y le hicieron pasar. Sin mirarlo siquiera. Observaban, por el contrario, a los policías que salían a la carrera.

Lo había conseguido.

Estaba en el recinto.

Tardó unos segundos en orientarse. Había dos gradas, una frente a otra, que temblaban bajo un público alborozado y creaban una amplia avenida para las carrozas. La mayoría de los espectadores estaban de pie y aplaudían. Los niños rociaban a sus padres con sprays de serpentinas. Unos bailarines se meneaban entre las gradas, disfrazados de ranas con largas manos palmeadas. Unas princesas se levantaban las faldas y mostraban sus medias a rayas.

Pero, sobre todo, había el desfile.

Una monstruosa sirena azul, de cinco metros de altura y cabello de un naranja vivo agitaba varios brazos. El azul era cegador, parecido a los lienzos de Yves Klein. Le vino a la cabeza un recuerdo absurdo. Fue el cielo de Niza lo que inspiró al pintor para su International Klein Blue. Alrededor de la sirena, unas medusas hinchadas con helio flotaban en el aire. A uno y otro lado de su cola de pez cantaban dos ballenas y unas chiquillas con disfraces de escamas se meneaban tras la barandilla de la carroza.

De pie entre los espectadores, maletín bajo el brazo, Janusz daba palmas y cantaba sin dejar de mirar alrededor de él. De momento, no veía ningún uniforme ni brazalete rojo. En lugar de eso, pasaron bailarines, malabaristas y majorettes, bajo una cascada de serpentinas y nubes de confeti. Luego llegaron las princesas gigantes, rojas, amarillas y azules. Sus faldas de varios metros de altura ocultaban un tractor que les permitía deslizarse entre las olas de papelillos y las explosiones de cintas.

Janusz observó un instante sus rostros maquillados coronados por diademas pintadas.

Al cabo de un segundo, había policías por todas partes.

A la entrada de cada tribuna. Entre las gradas. A lo largo de los pasillos. Los uniformes avanzaban codo con codo, entre las ranas y los malabaristas. Presa de una inspiración desesperada, se metió en el propio desfile y se encontró entre un grupo de acróbatas que llevaban a la espalda unas figuras en forma de pájaro. Iba a caer en una red.

Atenazado por el miedo y alucinado, anduvo a contracorriente de los participantes en el festival y descubrió el carro siguiente. Un corazón de manzana gigante que giraba como un tiovivo y sostenía sobre unos balancines unas monstruosas marionetas, medio humanas y medio roedores. El detalle alucinante era que esas esculturas eran a imagen de otros hombres, reales, que bailaban al pie del tiovivo, disfrazados a su vez de ratas.

De repente ocurrió lo imposible.

Mientras las ratas de rostro humano giraban alrededor del corazón de manzana, Janusz descubrió que uno de los muñecos tenía sus rasgos. Unos rasgos caricaturizados, deformados para caracterizarlo de «roedor».

Mientras buscaba una respuesta a ese prodigio, se oyó una voz:

—¡Eh, tíos! Ahí está Narcisse. ¡Ahí está Narcisse!

Janusz alzó la vista hacia los ocupantes de la carroza. Uno de los hombres, con su disfraz de rata, lo señalaba con el índice.

—¡Es Narcisse! ¡Narcisse ha vuelto!

Los demás empezaron a corear:

—¡Nar-cisse! ¡Nar-cisse! ¡Nar-cisse!

Uno de los locos le tendió la mano. Se la dio y subió a la carroza. Se puso la capucha de hocico puntiagudo que otro le ofreció. En unos segundos, se había convertido en una rata entre otras. Se puso a bailar como un demente y recibió olas de confeti y serpentinas.

Entre dos pulsaciones, trató de analizar la situación. Janusz sabía reconocer a los locos en cuanto los veía. Los hombres rata eran enfermos mentales. Unos locos a los que sin duda les habían propuesto construir su propia carroza para la edición de 2010 del carnaval de Niza.

La otra verdad: era uno de ellos. Narcisse. Enfermo interno en algún lugar en Niza. Guiado por el azar de su carrera, acababa de dar con su identidad precedente. Y tal vez la única… Contra lo que cabía esperar, sintió un gran alivio. Iba a poder rendirse. Que lo curaran. La fiesta había terminado…

De momento, daba palmas alegremente al son de «Bad Romance», de Lady Gaga. La policía lo buscaba entre la multitud. Observaban con detenimiento a cada uno de los espectadores. Nadie pensaba en mirar hacia las carrozas. Y menos aún a bordo de aquella en la que unas cabezas de rata giraban alrededor de un corazón de manzana.

En ese instante, vio pasar a Anaïs entre los espectadores, empuñando su arma, con el rostro desencajado y los ojos llenos de lágrimas. Tuvo ganas de bajar de la carroza y abrazarla. Pero uno de los hombres rata acababa de darle la mano y lo invitaba a bailar un rock endiablado. Janusz se dejó llevar e incluso se lanzó a unos pasos de boxeador de su propia cosecha, mientras la carroza lo llevaba hacia su destino de loco.

De todas las soluciones para salir de aquella situación, nunca había contemplado esa.

Acababa de embarcarse en la nave de los locos.