—Prefiero avisarle. Ya no está en sus cabales.
Jean-Michel esperaba a Janusz al pie del hogar Arbour. El edificio contrastaba enormemente con los otros inmuebles de la avenue de la République. Un edificio moderno de colores solares. Amarillo oscuro. Amarillo claro. Amarillo brillante. No era exactamente lo que esperaba de un lugar donde acaba la vida. Sobre todo, el penitente le parecía anormalmente nervioso. ¿Sospechaba algo? ¿Había leído la prensa de la mañana, en la que aparecía su cara en primera página? Era demasiado tarde para echarse atrás.
Janusz siguió al hombre a un vestíbulo en una de cuyas paredes había una gran placa blanca, con una cruz roja, en la que se leía: REZAR ACTUAR AMAR. Sin decir palabra, tomaron la escalera. Janusz llevaba consigo el maletín y el expediente. No tenía intención de volver al hotel. Mientras subía detrás del penitente, lo observó. Esperaba un anciano con alba blanca, capucha y una cuerda a la cintura. Jean-Michel, sin embargo, era un atleta vestido con jersey y tejanos, de unos cincuenta años, pelo cortado a cepillo y gafas de pasta.
Tomaron un pasillo débilmente iluminado por una claraboya. Bajo sus pies, el linóleo gris brillaba como las aguas de un río. El silencio era oprimente. No había rótulos ni olores que delataran la naturaleza de aquel lugar. Podría tratarse perfectamente de las oficinas de la asistencia social o de hacienda.
Jean-Michel se detuvo frente a una puerta y se volvió, con los puños en las caderas, a contraluz. La imagen tenía un cariz imperioso. Como si a Janusz le hubiera llegado la hora del juicio final.
—A la vista de su estado, le doy diez minutos.
Janusz asintió en silencio. Sin querer, adoptaba una actitud de recogimiento. Jean-Michel llamó a la puerta. No hubo respuesta. Manipuló un manojo de llaves.
—Debe de estar en el balcón —dijo al abrir la puerta—. Le gusta mucho.
Entraron en el apartamento. En realidad se trataba de un estudio inundado por el sol matinal. Parquet en el suelo. Paredes desnudas, revestidas de papel pintado de color claro. Una pequeña cocina adosada a la pared izquierda, impecable.
Todo estaba limpio.
Todo resplandecía.
Todo era frío como la sala de un laboratorio.
Janusz señaló hacia la contraventana abierta. En el balcón, un hombre, de espaldas, estaba sentado en una tumbona. El penitente abrió ambas manos: diez minutos, ni uno más. Retrocedió de puntillas y abandonó a Janusz a unos metros del hombre al que buscaba desde hacía dos días.
Avanzó, maletín en mano. Christian Buisson estaba orientado hacia el sol, envuelto en una manta que lo tapaba hasta el mentón. El balcón daba a la avenida. El campo de visión se limitaba al edificio de enfrente. La banda sonora era el ruido del tráfico entremezclado con los temblores de los tranvías que pasaban regularmente.
—Hola, Hojalata.
El viejo no se movió. Janusz cruzó el umbral de la ventana y se situó frente a él, apoyado en la barandilla. Buisson alzó la vista y no manifestó sorpresa alguna. Tenía tan buen aspecto como una momia disecada.
Finalmente, le preguntó:
—¿Has venido a matarme?
Janusz cogió una silla plegada en el balcón, la abrió y se sentó junto a él, de espaldas a la balaustrada.
—¿Por qué iba a querer matarte?
El rostro se agitó. Era imposible saber si se trataba de una mueca o de una sonrisa. El hombre tenía una carne flácida, gris y exangüe. Se veían los músculos a través de la piel, los tendones agotados y los mecanismos destrozados. Los ojos apagados estaban como atornillados en el fondo de las órbitas. Toda la cara estaba erizada de pelos, como un puercoespín sumergido en mercurio.
—He venido a hablarte de la cala de Sormiou.
—Claro.
Dijo eso con convencimiento. Casi con astucia. En ese momento Janusz se dijo que no obtendría ni una palabra cabal del moribundo. Con lo que le había costado llegar hasta allí… Un desecho extraordinariamente viejo que había perdido la razón y que a las puertas de la muerte aún quería hacerse el listo. A Janusz le hubiera gustado sentir compasión por aquel vejestorio, pero no quería imaginar qué sería de su vida en caso de abandonar aquel edificio sin nuevas informaciones.
—¿Has venido a matarme?
Janusz volvió a decir, con la impresión de que la escena se repetía en bucle:
—¿Por qué iba a querer matarte?
—Llevas razón. —Se carcajeó el otro—. Para lo que me queda de vida…
Hojalata chasqueó los labios y murmuró:
—Me gusta ir allí.
Janusz se inclinó y prestó oído a lo que decía. No podía moverse. No podía respirar.
—Voy al amanecer, cuando sale el sol… En invierno es hacia las ocho de la mañana.
Hojalata calló. Janusz lo animó.
—¿Eso hiciste aquel día?
El hombre arqueó una ceja. Janusz reconoció el brillo ávido en su mirada.
—¿No tienes nada de beber?
Janusz habría tenido que pensar en ello. El lenguaje universal de la mendicidad.
—Cuéntamelo e iré a comprar algo de beber —mintió.
—¡Anda ya!
—Cuéntamelo.
Su boca se activó, produciendo el ruido de un puro al aplastarlo. Parecía mascar algo. Quizá las palabras que pronto iba a escupir…
—Tengo un superpoder… —dijo por fin—. Siento cuándo la gente va a morir… Se crea un desequilibrio magnético en el aire. Tengo ese sentido por el hierro que tengo en el cerebro. —Se señaló el cráneo con el índice—. Como los brujos y su varita, ¿ves?
—Lo veo. Esa mañana, un hombre murió en la cala.
—Cogí el sendero. Llegué hasta la playa. Había muchas algas, cosas asquerosas arrastradas por el mar…
Hojalata calló. Empezó a mascar de nuevo. A pleno sol, temblaba bajo la manta. El ruido del tráfico llegaba hasta allí. En ese momento, Janusz sintió compasión. Los últimos momentos de un indigente olvidado… En el fondo, aquel estudio no era tan frío. Los esfuerzos de los penitentes no eran en vano. No solo los viejos ricos tenían derecho a morir bajo el sol de Niza.
—¿Qué viste en la playa?
—En la playa no, en las rocas…
El vagabundo miraba fijamente frente a él. Podía ver de nuevo la escena. Sus ojos grises, enfermos y febriles, se secaban como ostras abiertas al sol.
—Estaba el ángel… El ángel y sus alas abiertas. Era bello. Era grande. Pero el ángel se había quemado. El ángel se había acercado demasiado al sol…
Quizá Hojalata fuera un «cabeza hueca», pero descubrió la escena del crimen antes que nadie. Janusz empezó a temblar, como Hojalata, a pesar de que el sol le quemaba la espalda. Se inclinó e hizo un esfuerzo sobrehumano por no sacudir al viejo. Tenía delante lo que había ido a buscar, al alcance de la mano:
—¿Había alguien junto al ángel? ¿Viste a un hombre?
—Sí, había un hombre.
—¿Qué hacía?
—Rezaba.
Janusz no esperaba esa respuesta.
—¿Cómo?
—Estaba de rodillas, junto al ángel. Y repetía una y otra vez la misma palabra.
—¿Qué palabra, Hojalata? ¿Pudiste oírla?
—No oí nada. Estaba demasiado lejos. Pero la leí en sus labios. Es otro poder que tengo, desde que trabajé con sordomudos en el centro de…
—¿Qué decía, por Dios?
El canceroso soltó una carcajada y se arrebujó en la manta, hasta el mentón. Janusz se sentía como un pez atrapado por un anzuelo. En ese instante, tomó conciencia de que una música (o más bien un martilleo) llenaba la avenida, a sus pies. Una música extraña, grotesca y saturada. Una música de pesadilla. El carnaval había comenzado en el otro extremo de la ciudad.
Trató de serenarse y murmuró al oído del moribundo:
—Hojalata, he venido de muy lejos para conseguir esa información. ¿Qué decía el hombre que estaba junto al ángel? ¿Qué palabra repetía?
—Era ruso.
—¿Ruso?
El canceroso sacó un dedo ganchudo de debajo de la manta y empezó a llevar el compás.
—¿Lo oyes? Es carnaval.
—¿Cuál era esa palabra?
Hojalata seguía meneando su índice huesudo.
—¿Qué palabra, Hojalata?
—No dejaba de repetir: «Matrioska»…
—¿Qué quiere decir?
El canceroso le guiñó un ojo.
—¿Has venido a matarme?
Janusz lo agarró a través de la manta.
—Dios, ¿por qué iba a matarte?
—Porque el hombre que rezaba eras tú, cabrón.
Soltó al viejo y retrocedió hasta la barandilla. La música ascendía a su espalda y se amplificaba, hasta cubrir el ruido del tráfico y hacer temblar el balcón.
Hojalata señaló con el índice a Janusz.
—Tú eres el asesino del ángel. Tú lo mataste y lo quemaste, ¡porque eres un demonio! ¡Un emisario de Satán!
Janusz estuvo a punto de desplomarse y se agarró a la balaustrada. Solo en ese momento se dio cuenta de que algo no encajaba. Entre la música del carnaval se había insinuado un bramido. Más fuerte que el ritmo del pasacalle… Más fuerte que el rugido del tráfico…
Se volvió hacia la calzada. Los coches de policía llegaban de todas partes a la vez. Los girofaros rodaban al sol como diamantes gigantes. Las puertas de los vehículos se abrieron. Y por todas partes aparecían uniformes.
Con las dos manos aferradas a la barandilla, Janusz observaba la escena, petrificado. Cada detalle le aguijoneaba los ojos. Las sirenas. Los brazaletes rojos. Las armas…
La multitud se apartaba.
Los tranvías aminoraban la velocidad.
Los penitentes se precipitaban al encuentro de los policías.
Todos alzaron la cabeza como un solo hombre. Janusz apenas tuvo tiempo de retroceder. Cuando volvió a mirar a la calle, vio a Anaïs Chatelet, que cargaba su pistola.
Sin pensarlo dos veces, fue al extremo izquierdo del balcón, lanzó su cartera, pasó por encima de la barandilla y agarró el tubo del canalón que descendía en vertical.
Entre las risotadas de Hojalata y la algarabía del carnaval, descendió por el desagüe como un mono, tanteando con los pies y asiéndose con las manos. Luego saltó, volviéndose en el vacío para situarse frente al asfalto. El impacto lo dejó sin respiración y le hundió los huesos en la carne. Rodó por el suelo y vio en una imagen invertida a los policías uniformados que cerraban todas las salidas. Estaba jodido.
Cayó contra un escaparate y pensó, sorprendido, que no sentía dolor ni pánico. Los hombres se habían vuelto y lo encañonaban con sus armas. Entre las luces y el torbellino de sirenas, podía ver que los tipos temblaban bajo sus gorras y que tenían tanto miedo como él, o incluso más.
En ese instante, un tranvía apareció a su derecha y ocultó su campo de visión, sustituyendo a los policías armados por los rostros estupefactos de los pasajeros tras los cristales sobre los que se abatía el sol. Se incorporó sin pensar. Recogió su cartera, murmuró «matrioska» y echó a correr hacia la música de carnaval.
Su vida no era más que un gran chiste.