Anaïs Chatelet descubrió la solución a las cinco y veinte de la madrugada. Obtuvo la confirmación a las cinco y media. A las cinco y treinta y cinco llamó a Jean-Luc Crosnier. El policía no dormía: aún supervisaba las operaciones de vigilancia para localizar a Victor Janusz en Marsella y su región. Se hallaba en un puesto de la gendarmería junto a la autopista A55, la autopista del litoral.
—Sé dónde está Janusz —dijo ella muy excitada.
—¿Dónde?
—En Niza.
—¿Por qué en Niza?
—Porque allí se está muriendo Christian Buisson, alias Hojalata.
—Buscamos a Hojalata durante meses y no pudimos dar con él. Tuvo que morir en algún lugar de la costa, sin ninguna documentación encima.
—Hojalata primero huyó a Tolón y luego fue trasladado a Niza. Allí sigue. Vive en un apartamento de coordinación terapéutica, donde le proporcionan cuidados paliativos.
—¿Cómo lo sabe?
—He retomado la investigación allí donde usted la dejó. He llamado al médico que atendió a Buisson en la época de Marsella. Éric Enoschsberg, de Médicos de la Calle.
—Lo interrogué yo. ¿Qué le ha dicho?
—Que volvió a ver a Hojalata en Tolón, en enero, y que lo ingresó en una residencia dirigida por los penitentes de Arbour.
Crosnier acusó el golpe unos segundos. Era evidente que los nombres, las fechas y los lugares no le eran desconocidos.
—¿Por qué habría ido allí Janusz?
—Porque ha seguido exactamente el mismo razonamiento que yo. Se puso en contacto con Enoschsberg ayer, a eso de las seis de la tarde. Se hizo pasar por policía. Hay que ir allí inmediatamente. ¡Janusz ya debe de estar en Niza!
—No tan deprisa. Usted y yo tenemos un trato.
—¿Aún no ha comprendido quién soy?
Crosnier se echó a reír.
—En cuanto cruzó el umbral de mi despacho supe quién es usted. Una niña mimada en busca de sensaciones fuertes. Una pija que decidió entrar en la policía como un reto. Una entrometida que se cree por encima de la ley a pesar de que está obligada a hacerla respetar.
Ella encajó la descarga.
—¿Eso es todo?
—No, de momento no es ni siquiera policía. Solo una delincuente que se halla bajo mi responsabilidad. Me han llamado de la Inspección General de Servicios. Van a enviar un equipo al Évêché para interrogarla.
Garganta seca. Sienes húmedas. La ejecución estaba en marcha. Ella seguía en ingravidez, como una llama hambrienta de oxígeno y de combustible. Sus conclusiones le daban alas.
—Libéreme. Marchémonos ahora. Esperaremos a Janusz en los penitentes y volveremos con él.
—¿Y qué más?
—Pondrá por escrito que le he ayudado a llevar a cabo esta detención y que no se puede dudar de mi honradez. Lleva usted todas las de ganar con esta operación, y a mí quizá me sirva para rehabilitarme.
Un breve silencio, que parecía el sonido del tambor de un revólver al cargarlo.
—Pasaré a buscarla.
—No se entretenga.
—Tengo que dar órdenes aquí. Capito?
—¡Se nos va a volver a escapar!
—No se preocupe —dijo Crosnier—. Avisaremos a los penitentes. Los conozco. También hay aquí en Marsella. Llamaré a la policía de Niza y…
—¡No ponga a nadie a vigilar el hogar Arbour! Janusz se olería la trampa.
—¿Bromea? Niza es Fort Knox. Hay cámaras por todas partes. Patrullas en todas las esquinas. No tiene escapatoria, créame. Ahora, avise a uno de mis hombres. Dígale que le prepare un café. Iré a buscarla dentro de media hora.
—¿Cuánto se tarda hasta Niza?
—Una hora y cuarto si vamos a toda velocidad. Llegaremos a tiempo.
El policía colgó. Ella siguió sus consejos. Un teniente la liberó y la condujo a la cantina de oficiales. No era bienvenida. Por mucho que se hubiera excusado, explicado y se hubiera mordido la lengua, seguía siendo la loca de Burdeos que había agredido a tortazos a sus colegas. Se instaló en un rincón e ignoró las miradas hostiles.
Bebió un sorbo de café y tuvo la impresión de beberse un mar de tinieblas. Su excitación se disolvía en un agotamiento algodonoso. Se hacía preguntas. ¿Era eso lo que quería? ¿Meter a Mathias Freire entre rejas? ¿Exponerlo a un procedimiento en el que hasta el menor detalle lo acusaba?
Esa noche no solo había releído el expediente de instrucción de Ícaro. También había estudiado las notas de Janusz. Contenían una primicia que ella se olía, confusamente, desde el primer momento. Freire, alias Janusz, no era un impostor ni un manipulador que actuara con absoluta lucidez.
Era un viajero sin equipaje, como Patrick Bonfils.
Sus notas no dejaban duda alguna, aunque hubieran sido escritas para un uso personal. Había sabido leer entre líneas. Sus dos identidades no eran más que fugas psíquicas. Sin duda dos más entre otras. Freire/Janusz llevaba a cabo su investigación sobre los asesinatos, pero también, y sobre todo, acerca de sí mismo. Trataba de remontar cada una de sus identidades con la esperanza de descubrir la primera, su núcleo de origen.
De momento, solo había logrado establecer una cronología de los últimos meses. De enero hasta ese día, había sido Mathias Freire. De final de octubre a final de diciembre, Victor Janusz. «¿Y antes?» Buscaba respuestas espoleado además por la duda. ¿Era el asesino del Minotauro? ¿El de Ícaro? ¿Era un cazador? ¿La presa? ¿O ambos?
El asunto en el que estaba metido lo superaba por completo. Hasta entonces se había beneficiado de la suerte de los novatos, pero en cualquier momento podía recibir una bala perdida o caer en manos de los misteriosos tipos de negro, a los que en sus notas llamaba «los ejecutivos», en alusión a su aspecto de predadores de altos vuelos.
Freire mencionaba también a una banda de delincuentes que había tratado de matarlo en Marsella una primera vez en diciembre, en el altercado por el que fue detenido, y la segunda la noche del 18 de febrero… Había hecho cantar a uno de aquellos marginados: a esos individuos les habían pagado los hombres de negro. Era necesario interrogar a esos tipos del barrio de Bougainville. Hablaría de ello a Crosnier de camino a Niza, ella…
—Anaïs…
Se despertó sobresaltada. El policía gordo la sacudía del hombro. Se había dormido en el sillón de la cantina. Por la puerta entreabierta, vio a los policías de uniforme que iban y venían. Los relevos de las patrullas del día.
—¿Qué hora es?
—Las siete y veinte.
Se estremeció.
—¡Tenemos que salir pitando!
—Estaremos allí en una hora. Ya he avisado a los penitentes. Y la policía está allí vigilando.
—Le dije que…
—Van de paisano, y los conozco.
—¿Les ha dicho que Janusz va armado?
—Tengo verdaderamente la sensación de que me toma por gilipollas. La espero en el coche.
Anaïs fue al despacho, se puso la cazadora y pasó por el baño. Metió la cabeza bajo el agua tibia. La sangre latía en sus sienes y las náuseas le retorcían las tripas, pero le había desaparecido la gripe.
A la puerta del Évêché, inspiró con placer el aire helado. Crosnier ya estaba al volante. Miró a su alrededor: no vio ningún otro coche. No había caballería, no salían de maniobras. La idea de ese equipo reducido le gustó.
Se dirigía hacia el coche sin distintivos cuando en el fondo del bolsillo le sonó el móvil. Lo cogió torpemente, se le cayó y lo recogió.
—¿Diga?
—Le Coz.
El nombre le pareció surgir de otro planeta.
—Te llamo por lo de Mêtis.
—¿Qué?
A Anaïs le costaba concentrarse. Crosnier ya había puesto en marcha el coche y hacía rugir el motor mientras la esperaba.
—Esta noche he visto al último periodista, Patrick Koskas. Ha indagado mucho más que los otros.
—¿Sobre qué?
—¡Pues sobre Mêtis, por Dios!
—Tengo mucha prisa —dijo ella entre dientes.
—Lo que me ha explicado es alucinante. Según cuenta, Mêtis nunca ha dejado de tener vinculaciones con el mundo militar.
—Podemos hablar de ello más tarde, ¿verdad?
—No. Según Koskas, el grupo lleva a cabo experimentos químicos sobre moléculas capaces de doblegar las voluntades más fuertes. Del tipo del suero de la verdad.
—Si es para contarme historias de esas, puedes llamarme luego…
—Anaïs, hay algo más.
Se sobresaltó. Le Coz nunca la llamaba Anaïs. Era más una señal de alarma que de afecto.
—Koskas ha logrado obtener la lista de los accionistas de la sociedad anónima.
Crosnier maniobraba haciendo chirriar los neumáticos. Anaïs se aproximó a la carrera.
—Hablaremos de eso luego, Le Coz. Tengo que…
—En la lista he encontrado un nombre que conocía.
Se quedó petrificada, con la mano en la puerta.
—¿Quién?
—Tu padre.