Anaïs Chatelet contemplaba la puerta cerrada frente a ella. La habían conducido allí, a la comisaría del Évêché, como se arrastra a un loco a un psiquiátrico. Hacia las tres de la tarde, cuando ya era evidente que Janusz se les había escapado de nuevo (el hombre, en el momento en que lo habían localizado y rodeado varias patrullas, literalmente se volatilizó), a Anaïs le dio un verdadero ataque de rabia.
Se desahogó contra su propio coche, arreándole patadas, y luego la tomó contra los integrantes de las patrullas que habían localizado a Janusz y lo habían dejado escapar. Les tiró las gorras al suelo, les arrancó las insignias e incluso intentó pegarles. La desarmaron, la esposaron y la encerraron en aquel despacho (por deferencia a su grado) para evitar la celda de arresto.
En ese momento estaba bajo los efectos del Valium. Había tomado su dosis máxima: dos comprimidos, que se había zampado como si fueran éxtasis. Se fundieron debajo de su lengua y empezó a sentir los efectos. La calma tras la tormenta…
Estaba con los brazos cruzados sobre la mesa, descansando la cabeza, a la espera de que la enviaran al consejo de guerra. Y, sin embargo, la mañana había empezado bien. Jean-Luc Crosnier, el comandante que dirigió la investigación del crimen de Ícaro y supervisaba ahora la búsqueda de Janusz, la recibió de buen humor. Puso un despacho a su disposición (el que ahora le servía de cárcel) y le permitió consultar el expediente de la investigación en su totalidad.
No halló nada nuevo. Era un buen trabajo, pero un trabajo que se había estrellado contra una pared. El asesino mitológico sabía borrar su rastro tras su paso. Los policías de Marsella no habían logrado localizar a ningún testigo, aparte del indigente borracho al que nunca habían encontrado. Ni habían puesto en evidencia el menor indicio, a pesar del material utilizado: armazón del ala delta, cera, plumas…
Por el contrario, no cabía la menor duda: se trataba del mismo asesino. El modus operandi, la heroína y la puesta en escena simbólica denotaban la misma locura. Anaïs solo había hallado una diferencia: en ningún lugar se mencionaba que el cuerpo de Tzevan Sokow contuviera menos sangre de la normal. Anaïs no había olvidado ese detalle (al cadáver de Philippe le habían extraído uno o varios litros de hemoglobina), aunque no hubiera logrado encontrarle una explicación ni relacionarlo. Longo dedujo ese hecho por la palidez del cuerpo. Era imposible constatarlo en el cadáver calcinado de Ícaro.
Hacia las once y media de la mañana, una vez que Anaïs se había impregnado de los elementos del caso, llamó a Pascale Andreu, magistrada a cargo de la instrucción, que aceptó almorzar con ella ese mismo día. Fue al regresar del restaurante cuando ocurrió lo imposible. Janusz huyendo ante sus propias narices, con el expediente de instrucción bajo el brazo…
Era difícil imaginar algo peor.
Por segunda vez en cuarenta y ocho horas había dejado escapar al fugitivo.
Deversat llevaba razón. Tendría que haber disfrutado de Marsella en invierno, pasear por sus playas sin entrometerse en nada…
Se incorporó y se sacudió. La comisaría del Évêché estaba instalada en un palacete del siglo XIX. En realidad, Anaïs se encontraba en el edificio moderno, contiguo al monumento histórico, pero sus ventanas daban a la catedral de la Major. La gran iglesia, construida con dos piedras diferentes, parecía, por sus tonos crema y chocolate, un pastel italiano.
Le sonó el móvil. Se enjugó las lágrimas de los ojos. Unas lágrimas despreocupadas, unas lágrimas de drogado que ya no sabe ni dónde se encuentra. Tenía que dejar toda aquella mierda química…
—Deversat al habla. ¿Qué son esas tonterías? Tenía formalmente prohibido participar en la investigación.
—Lo he entendido.
—Ya es demasiado tarde para comprenderlo. Ahora está implicada hasta el cuello en este jaleo.
—¿Cómo que implicada?
—Basta que esté usted presente para que Janusz consiga largarse.
Anaïs sintió de repente que la habitación se ensombrecía alrededor de ella.
—¿Sospecha de mí?
—Yo no, pero sí lo harán los de la Inspección General de Servicios.
Tenía la garganta seca.
—¿Han abierto… una investigación?
—No lo sé. Acaban de llamarme. La esperan aquí, en Burdeos.
Esa historia iba a costarle mucho más cara que una simple sanción. Asuntos internos indagaría en su vida. Llegaría hasta Orleans y sus métodos al límite. A su frágil salud psíquica. A su padre y su pasado de torturador…
La voz de Deversat sonó de nuevo en sus tímpanos. El tono había cambiado. Era más caluroso. Casi paternalista.
—La apoyaré, Anaïs. No se tome todo esto muy a pecho. Es usted joven y…
—¡Váyase a la mierda!
Colgó violentamente. En el mismo instante, la cerradura se abrió. Crosnier. Era un barbudo corpulento, de aspecto plácido. Tenía una sonrisa burlona en los labios, sumergida entre los pelos de su barba entrecana.
—Me ha tomado usted el pelo.
Hablaba con voz dulce y Anaïs recelaba: quizá fuera una estrategia de ataque.
—No tenía elección.
—Claro que sí. Hubiera podido ser sincera y explicarme la situación.
—¿Me habría ayudado?
—Estoy seguro de que habría sabido convencerme.
Crosnier cogió una silla, la giró y se sentó a horcajadas, con los brazos cruzados apoyados sobre el respaldo.
—¿Y ahora?
En su pregunta no había la menor ironía. Más bien una benevolencia fatigada.
—Devuélvame el expediente de Ícaro —ordenó ella—. Deje que lo estudie aún esta noche.
—¿Por qué? Me lo sé de memoria. No encontrará nada nuevo.
—Encontraré lo que busca Janusz. Ha corrido ese riesgo para recuperar esos documentos en el despacho de la jueza…
—Acabo de hablar con ella por teléfono. La fiscalía amenaza con apartarla de la instrucción del sumario.
—¿Por qué?
—Por haberle explicado su vida a una policía sin la menor autoridad en este caso. Por haber dejado su despacho abierto. Por no haber guardado ese expediente reactivado en un armario bajo llave. Elija la razón.
Anaïs pensó fugazmente en esa jueza lunática que no había dejado de hablar durante todo el almuerzo. Otra que iba a pasar por un mal trago.
—Deme el expediente —repitió Anaïs—. Déjemelo esta noche.
Crosnier sonrió de nuevo. Tenía una sonrisa de peluche cansado, bastante atractiva.
—¿Y ese tío qué busca, de hecho?
—Busca al culpable.
—¿No es él?
—Desde el primer momento he creído que es inocente.
—¿Y sus huellas en la estación de Burdeos? ¿Y su impostura? ¿Y la fuga?
—Llamémoslo una reacción en cadena.
—Va usted realmente a contracorriente.
—Deme esta noche —insistió—. Enciérreme aquí, en este despacho. Mañana a primera hora sabré adónde ha ido Freire.
—¿Freire?
—Quiero decir Janusz.
El comandante de policía sacó de su bolsillo un cuaderno Rhodia de tamaño pequeño y unas fotocopias. Lo depositó delante de Anaïs.
—Hemos encontrado una bolsa debajo de una escalera, cerca del tribunal de primera instancia. Los efectos personales del sospechoso. Los documentos de identidad están a nombre de Freire. Lleva usted razón. El tipo está investigando.
Volvió las fotocopias hacia Anaïs, en el sentido de la lectura.
—Es el informe de la autopsia de Tzevan Sokow. No sé dónde lo habrá conseguido.
Ella tendió la mano hacia el cuaderno. Crosnier puso encima su manaza peluda.
—Haré que le traigan el expediente completo de Ícaro. Sea lo que sea lo que encuentre o lo que descubra, me dará la información de inmediato y se marchará a su casa. No vuelva a meter las narices en el caso, ¿está claro? Puede estar contenta de que haya podido arreglar las cosas con los agentes a los que ha agredido.
Ella repitió mecánicamente:
—Mañana a primera hora. Le doy la información y me marcho a casa.
Crosnier apartó su mano del cuaderno.
Ni el uno ni la otra creían en esa falsa promesa.