—¿Doctor Enoschsberg?

—Sí, soy yo.

—Soy comandante de policía de la comisaría central de Burdeos.

—¿Qué desea?

Janusz había comprado una tarjeta telefónica en compañía del albañalero. Su guardaespaldas iba ahora de un lado a otro frente a la cabina sin ningún gesto sospechoso y sin aparente intención de huir. Janusz le había prometido que no vacilaría en dispararle si hacía alguna tontería.

—Quisiera hablarle de uno de sus pacientes, Christian Buisson. Todo el mundo le llama Hojalata.

—En diciembre ya respondí a todas las preguntas de sus colegas.

—Hay elementos nuevos. El asesino ha vuelto a actuar. En nuestra ciudad.

—¿Y bien?

—Le llamo para una investigación complementaria.

Hubo un silencio. Janusz no hubiera clasificado a Enoschsberg como un gran fan de la policía. Su número de móvil estaba anotado al principio de su declaración.

—Dijo que el verano pasado había curado a Christian Buisson y…

—Curar es mucho decir, en el estado en que se hallaba…

—Precisamente. Mis colegas nunca dieron con Hojalata. Concluyeron que el hombre habría fallecido sin ser identificado. Me preguntaba si usted habría visto al paciente las semanas posteriores a la investigación y…

—Sí, volví a verlo.

Janusz se quedó sin resuello. Había llamado al médico en un intento desesperado. Y el pez había mordido el anzuelo.

—¿Cuándo, exactamente?

—A primeros del mes de enero. En una consulta en Tolón.

Nueva pausa. El médico parecía titubear.

—Los policías me pidieron que los llamara si tenía noticias de él, pero no lo hice.

—¿Por qué?

—Porque Hojalata estaba agonizando. No quería que la pasma, quiero decir sus colegas, volvieran a molestarlo.

Janusz optó por la empatía.

—Lo entiendo.

—No lo creo, no. Christian no solo se estaba muriendo, sino que tenía miedo. A todas luces, vio alguna cosa que lo ponía en peligro. Algo que sus colegas, en aquel momento, no tuvieron en cuenta.

—¿Se refiere… al rostro del asesino?

—No lo sé, pero desde aquel día se escondía. Era terrible. Se estaba muriendo y se ocultaba como una cucaracha…

—¿Lo ingresó en el hospital?

—Estaba ya en cuidados paliativos.

—¿Así que ha muerto?

—No.

Janusz apretó el puño contra el vidrio.

—¿Dónde está?

—Conozco un sitio, en Niza. Me ocupé de todo. Desde mediados de enero, pasa una temporada tranquilo. Al abrigo.

—¿Dónde está?

Janusz se arrepintió de inmediato de la pregunta y, sobre todo, de la manera en que la había formulado: a grito pelado. El médico no respondió. Era precisamente lo que trataba de evitar: que un policía fuera a incordiar a un pobre desgraciado a las puertas de la muerte.

Contra lo que cabía esperar, el hombre capituló:

—Está con los penitentes. Los penitentes de Arbour, en Niza.

—¿Qué es? ¿Una orden religiosa?

—Una cofradía muy antigua, que data del siglo XII. Tiene por vocación ocuparse de enfermos terminales. Pensé en ellos para Hojalata.

—¿Disponen de un hospital?

—Unos pisos de coordinación terapéutica. Unos lugares que ofrecen un seguimiento a las personas en situaciones precarias.

—¿Dónde está?

Enoschsberg titubeó una vez más. Pero ya no podía dejarlo a medio camino.

—Avenue de la République, en Niza. No sé qué quiere preguntarle, pero espero que sea importante. Y espero, sobre todo, que respete su estado.

—Gracias, doctor. Créame, es capital. Y actuaremos con la mayor dulzura y respeto.

Al colgar, comprendió que su farol prefiguraba lo que iba a suceder. Los policías de Burdeos y de Marsella reactivarían el caso Ícaro. Entre ellos habría a buen seguro uno que llamaría al doctor Éric Enoschsberg y obtendría la misma información.