A base de recorrer callejuelas, llegó una vez más a la Canebière. Justo delante de la comisaría central de Noailles. Furgones, coches patrulla y vehículos sin distintivos rugían en un jaleo infernal. Policías, con la mano en el arma, corrían hacia los vehículos y se metían en ellos por las puertas abiertas mientras los neumáticos chirriaban al arrancar. Las sirenas tomaban el relevo. Janusz apretó el maletín contra su pecho. Todas las personas que respiraban y vestían uniforme en Marsella se hallaban en ese momento tras su rastro.

Se metió bajo un porche. Ni hablar de recuperar la bolsa. Había arrojado la radio en la primera papelera que había encontrado. Solo le quedaba su navaja, el arma del vigilante y el expediente. Marcharse de Marsella… Encontrar un escondite… Estudiar el expediente de instrucción con calma… Hallar en él una nueva pista. Era la única manera de demostrar su inocencia, «si era inocente».

La algarabía de las sirenas se había alejado. Los policías rodeaban ya sin duda el barrio del tribunal de primera instancia. Se emitirían los avisos de búsqueda. Su rostro y su descripción aparecerían en todos los medios de comunicación. En unos minutos, ya no podría dar ni un paso por la ciudad. Acción inmediata.

Vio, al otro lado de la avenida, una tienda de ropa barata. Cruzó, con la vista puesta en sus zapatos. Se oyó otra sirena. Retrocedió, paralizado. Un tranvía, un bloque de fuerza y acero, le pasó ante las narices. La sirena era solo un aviso del conductor. Contempló alejarse el convoy, tambaleándose, aturdido.

Luego adoptó la expresión más banal posible y entró en la tienda. Una dependienta se dirigió hacia él. Inspiró y se explicó. Se iba a esquiar y necesitaba un jersey, un anorak y un gorro. Una sonrisa. ¡En la tienda tenían todo eso y mucho más!

—Me fío de usted —consiguió añadir él.

Se metió en el probador. Inmediatamente, la joven llegó cargada de anoraks, jerséis y gorros.

—Creo que son de su talla.

Janusz cogió las prendas y echó la cortina. Se quitó la americana y eligió los colores más neutros. Se puso un jersey beis, un anorak color chocolate y un gorro negro hasta las orejas. En el espejo del probador, parecía un muñeco de arcilla. En cualquier caso, ya no respondía a la descripción del fugitivo del tribunal de primera instancia. Asegurándose de que nadie lo viera por la cortina entreabierta, se metió la navaja y la pistola en el bolsillo de la parka.

—Me llevaré estos tres artículos —dijo al salir del probador, con el maletín en mano.

—¿Está seguro de esos colores?

—Seguro. Pagaré en efectivo.

La dependienta dio saltitos hasta la caja.

—¿Quiere una bolsa para su americana y el impermeable?

—Sí, gracias.

Dos minutos más tarde caminaba por la Canebière con el aspecto de un tipo que buscara un telesilla. Era preferible hacer el ridículo a que lo identificaran. Y ahora, ¿adónde iría? Lo más urgente era dejar la Canebière y tomar calles más discretas. Al pasar junto a una papelera, tiró la bolsa de plástico de la tienda. Tenía la impresión de soltar lastre para alzar el vuelo. Pero nunca lograba despegar.

Tomó el paseo Saint-Louis y cruzó la rue du Pavillon. Giró a la derecha y supo, por instinto, que descendía hacia el Vieux-Port. «No es una buena idea». Dudaba cuando el chirrido de unos frenos rasgó sus pensamientos. Unos policías salieron de un furgón y corrieron hacia él.

Se dio la vuelta y salió a la carrera. Esta vez, se había acabado. Los aullidos de las sirenas llegaban desde todo el barrio. Las radios se transmitían el mensaje: Janusz había sido localizado. La ciudad entera no era más que un grito que firmaba su sentencia de muerte.

Tropezó con una acera, evitó caer y fue a dar a una plaza alargada. Corrió a través de aquel espacio, sin soltar su cartera de colegial, convencido de que todo se había jodido. En ese instante advirtió, como en un cuento de hadas, un halo de vapor. Se enjugó el sudor de sus ojos y vio la alcantarilla medio abierta, protegida por unas vallas. Supo, en lo más hondo de su vientre, que allí estaba la solución. Tomó esa dirección buscando con la mirada a los albañaleros.

Los vio a treinta metros. Con botas y cascos, fumaban y compraban unos bocadillos entre risas. Saltó las vallas, apartó la tapa con el pie y asió la escalera diciéndose que todos esos golpes de suerte eran señales de Dios. Unas señales que probaban su inocencia. Descendió a las tinieblas.

Puso los pies en el suelo. Giró a la derecha de la alcantarilla, se quitó el gorro y avanzó evitando el canalón que fluía por el centro. Otra escalera. Y otra más. La red de alcantarillado de Marsella no solo era subterránea: era vertical.

Llegó finalmente a otra escalera, bajó de nuevo y descubrió un vasto espacio de cemento, dominado por unas pasarelas. Una especie de sala de máquinas, iluminada con fluorescentes, en la que se alineaban cisternas, tuberías y cuadros de mando. No había dado tres pasos cuando descubrió a un hombre, de espaldas, que leía los contadores con un terminal portátil. El tipo parecía sordo, pues ni se había movido al llegar él. Janusz se aproximó y lo comprendió. Llevaba auriculares en las orejas y movía la cabeza bajo su casco de protección.

Janusz le plantó el cañón de la pistola en la nuca. El hombre comprendió en el acto. Con un gesto reflejo, se arrancó los auriculares y levantó las manos.

—Vuélvete.

El hombre obedeció. Al descubrir el arma que le apuntaba al rostro, no dio ninguna señal de tener miedo. Solo hubo un largo silencio. Embutido en un mono gris, con botas y tocado con un casco, parecía un buzo arruinado. Aún tenía en las manos un terminal portátil y el estilete que iba con este.

—¿Me va a matar? —preguntó al cabo de unos segundos.

—No, si haces lo que te digo. ¿Hay una salida?

—Hay muchas. Cada galería conduce a varias bocas de acceso. La más próxima…

—¿Cuál es la más alejada, la que nos puede sacar de Marsella?

—La del gran colector, en la cala de Cortiou.

—Vamos.

—¡Está a seis kilómetros!

—Vamos, no perdamos tiempo.

El hombre bajó lentamente los brazos y se dirigió hacia un armario metálico.

—¿Qué coño haces? —gritó Janusz apuntándolo.

—Cojo material. Tiene que protegerse.

Abrió las puertas de hierro. Janusz lo agarró del hombro y lo apartó. Él mismo cogió un casco y se lo puso, con una mano.

—Coja también máscaras —añadió el albañalero con voz serena—. Tendremos que cruzar emanaciones ácidas.

Janusz titubeaba frente al material. Había botas, monos, sistemas respiratorios, botellas metálicas… El tipo avanzó.

—¿Me permite?

El técnico eligió dos modelos que recordaban a las antiguas máscaras de gas de la Primera Guerra Mundial pero en versión de diseño. Le tendió una a Janusz. Luego cogió un par de botas.

—Con esto irá más cómodo.

El hombre se comportaba con anormal atención y seguridad. Janusz sudaba de nuevo. ¿Ocultaba esa actitud una trampa? ¿Se había disparado alguna alarma sin que él lo supiera? Descartó las preguntas. Estaba obligado a confiar en su guía.

Mientras se equipaba, el otro le preguntó:

—¿Qué ha hecho?

—Tienes que saber una cosa: ya no tengo nada que perder. ¿Tienes radio?

—No. Solo hay una central aquí que puede utilizarse para contactar con los otros equipos. También puedo enviar un mensaje con mi terminal portátil.

—Deja todo eso aquí. ¿Se darán cuenta de tu ausencia?

—Ya me gustaría… Pero en estas galerías no soy más que una rata entre otras. Bajo, compruebo y vuelvo a subir. A nadie le importa.

Era imposible saber si se echaba un farol. Janusz esbozó un movimiento con el arma.

—Vamos.

Se metieron por los túneles. Cada uno era una copia exacta del anterior. Janusz transpiraba abundantemente, pues en aquellas cloacas reinaba un calor pegajoso, apestoso y repugnante.

No tardó en comprender la indiferencia del albañalero. El hombre era monomaníaco. Su oficio era su obsesión. Formaba un único cuerpo con el laberinto. A medida que avanzaban, se puso a hablar. Y a hablar. De la red subterránea de las cloacas. De la historia de Marsella. De la peste. Del cólera…

Janusz no le escuchaba. Veía las ratas correr por las tuberías, a la altura de su cara. Veía desfilar los nombres de las calles. Pero no se había pateado lo suficiente Marsella como para orientarse. Estaba obligado a seguir a ciegas al hombre rata, que arrastraba sus botas por el canalón central.

Perdió la noción del tiempo y del espacio. A veces preguntaba:

—¿Falta mucho?

El otro respondía de manera confusa y retomaba de inmediato su discurso histórico. Un loco. Una vez, una única vez, Janusz advirtió un cambio en las alcantarillas. De repente, las ratas se hicieron más numerosas, correteando entre sus pies, galopando unas sobre otras y trepando hacia la bóveda del techo. Sus chillidos resonaban contra las paredes y provocaban miles de ecos.

—Las Baumettes —comentó el albañalero—. La cárcel. Una espléndida fuente de comida, desechos y calor…

Janusz atravesó entre el montón de ratas de puntillas. Más adelante, el túnel se ensanchó y se convirtió en un canal, plácido y oscuro. El agua (y el lodo) les llegaba a las rodillas.

—Es un embalse de drenaje que permite acumular las materias densas. Póngase la mascarilla. Aquí empiezan las emanaciones. Son peligrosas porque nuestro olfato no las detecta y son mortales.

Chapotearon en el agua. Janusz ya solo oía el ruido de su propia respiración, amplificado por el sistema de la máscara. Tenía en la boca un sabor a hierro y caucho. Una hilera de fluorescentes proyectaba sus sombras oscilantes sobre las paredes chorreantes. Un kilómetro más adelante, el decorado cambió de nuevo. Pudieron subirse a unas estrechas aceras cuando el depósito se hizo más ancho.

El guía se quitó la máscara.

—Ya está —dijo.

Janusz aspiró su primera bocanada de aire puro como un ahogado que vuelve a la vida. Tragó y repitió su sempiterna pregunta:

—¿Falta mucho?

El otro se contentó con señalar con el índice. Al final del túnel se veía una claridad inusual. No abiertamente, sino reflejada en las aguas negras. Unos pequeños rombos diseminados sobre la superficie como fragmentos de mica.

—¿Qué es?

El albañalero cogió su manojo de llaves.

—El sol.