Janusz se hizo llevar a la rue de Breteuil, cerca de los antiguos juzgados. Pagó la carrera y contempló el edificio. Con la columnata y el frontón cónico, parecía la Asamblea Nacional parisina a pequeña escala. Según el taxista, el tribunal de primera instancia se hallaba detrás de ese edificio. La entrada, a la izquierda, daba a la rue Joseph Autran.

Rodeó el edificio y descubrió una calle peatonal. La entrada del tribunal estaba en medio, señalada por un pórtico de estructuras metálicas rojas. Anduvo en esa dirección. Su plan era muy sencillo. Esperar a la hora del almuerzo. Entrar en el tribunal de primera instancia. Subir a la planta de los jueces. Localizar el despacho de Pascale Andreu. Entrar y robar el expediente de instrucción del asesinato de Ícaro. Así enunciada, la misión parecía fácil. En realidad, era una misión imposible.

Cruzó el portal. Había unos policías de guardia. Echó un vistazo al interior. Un control de seguridad bloqueaba la entrada. Las bolsas y maletines eran examinados con rayos X. Todos los visitantes tenían que franquear un arco detector de metales y presentar un documento de identidad. No se entra en un tribunal como Pedro por su casa.

Con el fin de tener tiempo para pensar, dio la vuelta entera al edificio. Le aguardaba una sorpresa. En la parte trasera había una segunda entrada, en la rue de Grignan, destinada a los profesionales. Los jueces y abogados entraban y salían por allí tranquilamente, sin detectores, y a veces incluso olvidaban mostrar su tarjeta de identificación. Esa puerta era su única solución.

Consultó el reloj. Las doce del mediodía. Primero tenía que esconder la bolsa. Se alejó de la zona y encontró un porche que daba a un patio. Entró y descubrió varios huecos de escaleras. Se metió en uno de ellos y escondió su equipaje debajo de los primeros peldaños.

En el camino de vuelta, pensó que le faltaba un accesorio: un maletín. Se dirigió rápidamente a un supermercado y eligió un modelo de plástico, para niños, que daría el pego para entrar. Pasó luego frente a una estación de servicio que le dio una idea. Un rodeo para dar con lo que necesitaba: unos guantes de plástico fino.

Escondido bajo un porche, retomó la vigilancia. Los jueces y abogados llegaban en grupos. Solo algunos mostraban su tarjeta de identificación. La mayoría de ellos entraba charlando, bajo la mirada indiferente de los vigilantes desde su cabina acristalada. Con su traje y su impermeable, podía mezclarse con un grupo y entrar de incógnito. No tenía frío ni miedo. Solo sentía un sobrecalentamiento en su interior: excitación, adrenalina, determinación…

Tres hombres de traje se dirigieron hacia la entrada. Siguió sus pasos. Hubo risas, saludos, roces de paños. Janusz no veía nada. No oía absolutamente nada. Sin saber cómo, se encontró dentro del tribunal.

Anduvo al azar, sin aflojar el paso, maletín en mano. Las piernas le flotaban y sufría temblores esporádicos en las manos. Se llevó una a un bolsillo del impermeable y con la otra agarró con fuerza el maletín vacío. Los paneles palpitaban ante sus ojos: SALAS DE AUDIENCIA, SALAS DE LO CIVIL. No había ninguna indicación de en qué planta se hallaba la instrucción.

Encontró los ascensores. Solo en ese momento, de pie ante las cabinas, tomó conciencia de dónde se hallaba. Una inmensa sala con suelo de baldosas blancas, dominada por unas estructuras metálicas rojas.

Las puertas cromadas se abrieron. Un hombre con camisa azul salió del ascensor, con un arma al cinto. Un vigilante.

—Perdone —dijo Janusz—, ¿puede decirme en qué planta está la instrucción?

—En la tercera.

Se metió en la cabina. Las puertas se cerraron. Pulsó el botón. Su mano aún temblaba y brillaba de sudor. Se secó los dedos en el impermeable y se peinó delante del espejo. Casi le sorprendió que su rostro fuera aún el mismo. Su miedo era invisible.

Se abrieron las puertas. Janusz descubrió un pasillo de PVC retroiluminado hasta media altura. El efecto era extraño: el suelo de linóleo era más luminoso que el techo. Como si los testigos o sospechosos citados solo se miraran los zapatos. A la derecha, una puerta de emergencia sin manecilla, en la que se leía: PROHIBIDA LA ENTRADA. A la izquierda, unos metros y luego un ángulo recto. Janusz tomó esa dirección.

Fue a dar a una sala de espera acristalada donde aguardaban varias personas, citación en mano. Para acceder a ese espacio, había que superar el «control» de la secretaria y mostrar credenciales.

En ese momento, el despacho estaba vacío. Janusz trató de abrir la puerta de cristal. Cerrada. Varias de las personas de la sala le hicieron gestos para indicarle que había un timbre junto al pomo de la puerta. Bastaba pulsarlo para llamar a la secretaria de guardia.

Janusz les dio las gracias con un gesto de la mano y dio media vuelta. Regresó a los ascensores y maldijo su ingenuidad y su falta de ideas. Acababa de pulsar el botón de llamada cuando se dio cuenta de que la puerta de emergencia estaba entreabierta. No podía creer lo que veía. «La suerte». Se acercó. El pestillo echado impedía que se cerrara el batiente. Sin pensarlo dos veces, se coló al otro lado al adivinar que los magistrados utilizaban esa puerta para acceder directamente a los ascensores y evitar tener que dar la vuelta a toda la planta.

Las mismas paredes de PVC. Las mismas barandillas retroiluminadas. Pero allí había una serie de puertas. Desfilaban ante sus ojos como las cartas de una baraja. En la sexta leyó el nombre que buscaba: PASCALE ANDREU.

Un vistazo a la derecha, un vistazo a la izquierda. Nadie. Llamó a la puerta. No hubo respuesta. Se derretía allí mismo, con sudor en la nuca y por toda la espalda. Volvió a llamar, más fuerte. No llegaba ningún ruido del interior. Se puso los guantes y, cerrando los ojos, accionó la manecilla. Por disparatado que pudiera parecer, el despacho no estaba cerrado con llave.

Al cabo de un segundo, estaba dentro. Cerró la puerta sin hacer ruido. Se obligó a respirar lentamente e inspeccionó la estancia. El despacho de Pascale Andreu parecía una caseta de obras. Paredes de plástico. Moqueta barata. Mobiliario metálico. Al fondo, una ventana. A la izquierda, una puerta, que sin duda daba al anexo de la secretaria judicial.

Janusz se aproximó a la mesa en la que se apilaban documentos. Pensó. Quizá la policía de Burdeos ya se había puesto en contacto con la magistrada. Quizá habían reabierto el caso de Tzevan Sokow. En ese caso, el expediente estaría a la vista…

Dejó el maletín y sacó el cuaderno en el que había anotado la signatura de la instrucción SOKOW: K095443226. Memorizó las últimas cifras (todos los casos comenzaban con las mismas) e inspeccionó los gruesos volúmenes apilados. Ninguno tenía ese número.

Al azar, prosiguió su registro del despacho. Carpetas. ACTOS EN CURSO. COSTAS. SOLICITUDES DE COPIAS. Sobres que contenían el correo de los detenidos. Notas a la atención de diversos peritos y a policías al cargo de las investigaciones. Nada para él.

Inspeccionó el armario a la derecha. No encontró el 443226. El asesinato de Tzevan Sokow tuvo lugar en diciembre. Demasiado caliente aún para archivarlo con los casos antiguos. Demasiado frío para figurar entre los casos en curso. ¿Podía tenerlo la secretaria judicial?

Pasó a la estancia contigua. El mismo espacio, dotado de varios armarios de persianas que se vencían bajo el peso de los legajos de papel. Janusz examinó el primero, a la izquierda, y leyó las signaturas, empezando por el estante más alto.

Estaba en el tercero cuando llamaron a la puerta. Se quedó petrificado, sin aliento. Llamaron de nuevo suavemente. Janusz permanecía inmóvil sobre la moqueta. Tenía la sensación de derretirse en un charco de terror. Volvió la cabeza y miró a la puerta. Accionaban la manecilla.

Por un nuevo milagro, la secretaria había cerrado su puerta con llave. Janusz sintió un alivio confuso y se dijo en el acto que el visitante iba a probar en la puerta vecina. Y lo pillarían con las manos en la masa. No había acabado de pensarlo cuando se oyeron nuevos golpes. Más lejanos.

—¿Señoría?

La manecilla chirrió. Ruido de pasos. «En el interior». Janusz ya no respiraba. Del charco había vuelto al reino mineral. Unos segundos más. Sentía la presencia al otro lado. La pared parecía tan fina como un papel de fumar. Su corazón había dejado de latir.

En ese momento oyó, o le pareció oír, un leve chasquido. Una carpeta o un sobre al dejarlo sobre una mesa. De nuevo, ruido de pasos. El pestillo al cerrar con suavidad. El visitante se había marchado.

Tanteando, Janusz encontró una silla. Se dejó caer en ella. En ese movimiento, su espalda tocó una estantería e hizo caer varias carpetas con un estruendo que le pareció horrible.

Al recogerlas, las cifras de uno de los volúmenes le saltaron a la vista. K095443226. PROCEDIMIENTO PENAL. DENUNCIA CONTRA PERSONAS DESCONOCIDAS. TZEVAN SOKOW. Un tampón cubría la portada en diagonal: COPIA.

Apartó las gomas, abrió el expediente y cogió las carpetas. Sin hojearlas, pasó al otro despacho y las guardó en su maletín. Sus manos se agitaban en el aire. Los latidos de su corazón eran ensordecedores. A la vez, se sentía invencible. Había vuelto a triunfar. Como la primera vez, en el despacho de Anaïs Chatelet. Solo le quedaba salir de aquel búnker plastificado.