Janusz se despidió de Champú.

Sin efusividades, pero con un billete de cien euros.

Se afeitó en unos baños públicos de la rue Hugueny.

Volvió a la consigna de la estación y recuperó sus ropas de civil.

Avanzaba por un mundo milagroso en el que nadie lo reconocía. Nadie se fijaba en él. Estaba convencido incluso de haberse vuelto invisible. El cielo limpio por el mistral era de un azul cobalto. El sol de invierno parecía una bola de helado. La violencia de la noche anterior se le antojaba lejana.

Llegó a la estación de Saint-Charles a paso de maratón y entró en el lavabo de caballeros. Desierto. Se metió en una cabina y ni siquiera se percató de la pestilencia reinante; había sufrido otras peores. Se desvistió y se puso su pantalón de traje, saboreando el tacto sedoso del paño. Se quitó luego los jerséis, golpeándose contra las paredes, y se puso la camisa.

Salió de la cabina y tiró sus ropas de indigente en una papelera, pero conservó sus dos tesoros: la navaja Eickhorn y el informe de la autopsia de Tzevan Sokow. Anotó en su cuaderno el número del caso (K095443226), así como el nombre de la jueza de instrucción (Pascale Andreu), y guardó el informe en la bolsa. En cuanto al cuchillo, lo deslizó en su espalda.

No había nadie aún en los lavabos. Se puso la americana del traje y palpó los bolsillos vacíos. La documentación de Mathias Freire estaba en el fondo de la bolsa. Si se la pedían, siempre podía dar otro nombre. Contar cualquier cosa. Ganar tiempo. Finalmente, se guardó el cuaderno en el bolsillo interior de la americana.

Delante de los espejos, constató que había recuperado una apariencia humana. Se puso el impermeable. Se disponía a calzarse los Weston cuando un vigilante con su perro entró en el lavabo.

El hombre vio la bolsa y se percató de que Janusz iba en calcetines.

—Oiga, aquí no. La estación no es un vestuario.

Janusz estuvo a punto de mandarlo a paseo como habría hecho el psiquiatra Mathias Freire, pero cambió de opinión.

—Es para ir a buscar trabajo, señor —dijo en tono modesto.

—Lárgate.

Asintió humildemente. En pocos segundos, se puso los zapatos y agarró la bolsa. Se dirigió a la puerta. El vigilante se apartó, mirándolo con recelo. Janusz lo saludó al cruzar la puerta.

Se dirigió a la salida, donde se hallaba la parada de taxis.

A cada paso, recuperaba su dignidad.

Regresaba al mundo de los hombres.