Anaïs despertó más cansada que al acostarse. Tres horas de pura pesadilla en la que unos vampiros vestidos con trajes de Hugo Boss, inclinados sobre los cadáveres de una morgue, bebían su sangre después de haberles cortado la nariz. El único consuelo: su padre no formaba parte de ello.

Le llevó unos segundos resituarse. La habitación de un hotel de autopista cuyo rótulo había visto hacia las tres de la madrugada. Se detuvo sin pensarlo, aturdida por el cansancio. No tenía el recuerdo de haber encendido la luz. Se dejó caer vestida sobre la cama y dio la bienvenida a los elegantes vampiros en la habitación secreta de su cerebro.

Fue al baño, se quitó el jersey y encendió la luz. Lo que vio en el espejo le gustó. Una joven en camiseta, con los brazos vendados, de porte firme y compacto. Sin atisbo de femineidad o de coquetería. Una atleta de corta estatura, cuyas pálidas curvas podían aparentar una promesa de dulzura hasta que uno las tocaba. Vio que unas lágrimas bordeaban sus párpados. Pensó en las gotas de rocío en una mascarilla de caolín y la imagen también le gustó.

Cogió su neceser y se cambió las vendas, examinando de nuevo las heridas. Le había llevado años cicatrizar sus primeras heridas… Súbitamente sintió abatirse sobre ella una tristeza y una desesperación que la hicieron pensar en las grandes alas negras de Ícaro. Se apresuró a vendar de nuevo sus brazos.

De vuelta a la habitación. Siempre llevaba consigo un plumier escolar en el que guardaba portaminas, bolígrafos y rotuladores para trabajar como una estudiante. Escondía allí también sus pastillas. Tragó, con la seguridad de la costumbre, media pastilla antipsicótica y una cápsula antidepresiva. «Droga dura». A eso añadió una tableta de Valium.

Era su tratamiento de choque en épocas de depresión.

Era una palabra con mala fama, pero también ella era una chica con mala fama. Después del bachillerato, en primer curso de Derecho, se hundió y pasó más de dos meses en cama. Incapaz de moverse. En esa época aún no sabía lo de su padre… Era otra cosa. Las corrientes profundas de su alma, indiferentes a la marcha del mundo. O la herencia genética de su madre. No se movía. No hablaba. Se mantenía debajo del nivel de la muerte. Escapó por los pelos de la hospitalización.

Poco a poco, gracias a un fuerte tratamiento a base de antidepresivos, se restableció y vivió dos años de frío y de calor, una zona incierta en la que vivía con la angustia permanente de una recaída. Esa angustia no la había abandonado ya nunca del todo.

«En esas estamos…» Desde el principio de la investigación constataba, con el resfriado, la tensión del trabajo y la excitación del encuentro con Freire, unos signos premonitorios entre los que figuraba la mutilación de sus brazos. Temía revivir esos días en forma de ruleta rusa, en los que el menor pensamiento podía desencadenar lo peor. Angustia suicida o coma despierto…

Bajó a la recepción y dio con una máquina de café. Se preparó uno solo sin que la tristeza del vestíbulo la apabullara. Eran materiales que no dejaban marca alguna, ningún recuerdo. Se dijo que formaba parte de esa decoración. Un objeto fantasmagórico entre otros.

De regreso en su habitación, consultó los mensajes. Cinco SMS. Crosnier, el policía de Marsella. Le Coz. Deversat, que había llamado tres veces durante la noche. Leyó primero el del comandante marsellés, esperando y temiendo a la vez noticias de Janusz. No había noticias. A las diez de la noche, Crosnier solo le preguntaba a qué hora llegaría a Marsella al día siguiente.

Le Coz, a las once y media, era lacónico: «Llámame». Lo mismo Deversat. Pero de hora en hora, su petición se convertía en consejo, en orden y en rugido.

Llamó primero a Le Coz, que respondió con voz adormilada.

—Me has llamado.

—Es por tu historia de Mêtis —murmuró—. Cada vez lo veo más turbio…

—¿Has averiguado algo?

—He hablado con periodistas. Unos reporteros que conozco, en la redacción local del Sud-Ouest y de La République des Pyrénées, en Burdeos. Unos profesionales que saben todo lo que ocurre en la región.

—¿Y bien?

—Me han dado a entender que es un «caso candente». Que no era cuestión de hablar de ello por teléfono. Una cita a medianoche, etc.

—¿Qué hay que sea tan secreto?

—Es turbio. Mêtis es hoy un grupo químico y farmacéutico, pero su origen es militar.

—¿Cómo?

—Lo fundaron unos antiguos mercenarios en los años sesenta, en África. Primero se dedicaron a la agronomía, luego a la química y luego a los medicamentos.

—¿Qué tipo de medicamentos?

—Son muy potentes en psicotrópicos. Ansiolíticos. Antidepresivos. No sé nada del tema, pero parece que algunos de sus productos son muy conocidos en el mercado.

Ironías de la investigación: a buen seguro a lo largo de su vida había tomado productos de Mêtis.

—¿Y por qué es un tema candente?

—Disparates de experimentos con seres humanos e investigaciones ocultas. En mi opinión, me parece más una leyenda urbana…

—¿Y sobre la relación entre la empresa y la ACSP?

—Nada. El grupo Mêtis es una constelación de empresas. Entre estas, se encuentra esa empresa de seguridad. Nada más.

Anaïs pensó en el Q7. Ella sí estaba segura de que existía una relación entre el gigante farmacéutico y el atentado. Por el contrario, al margen del origen militar de Mêtis, el grupo farmacéutico no cuadraba con el pedigrí de los francotiradores y de su fusil Hécate. Menos aún con el perfil de Patrick Bonfils, un inofensivo pescador de la Costa Vasca.

—El periodista que más ha investigado el tema está haciendo un reportaje. Regresa mañana. ¿Quieres su número de teléfono?

—Interrógalo primero. No sé cuándo volveré.

Anaïs se sentía ahora en forma.

—¿Y nuestra investigación?

—¿Qué investigación?

—Duruy. El Minotauro. La estación de Saint-Jean.

—Me parece que no eres consciente de la situación. Los hombres de Mauricet han venido a llevarse nuestros informes, así como el disco duro que contenía todos los documentos relacionados con el caso. El Minotauro, para nosotros, ya es agua pasada.

Anaïs contempló sobre la cama el expediente del caso que se había llevado consigo. El último ejemplar del caso dirigido por la capitán Chatelet y su equipo. Una pieza de coleccionista.

—Sin contar con la bronca que me ha echado Deversat.

—¿Qué bronca?

—Por mi registro de la otra noche en la ACSP. El dueño se ha quejado a su estado mayor. Los directivos de Mêtis han puesto el grito en el cielo. Los mercenarios de África procedían en su mayoría de nuestra bonita región. Mêtis es un grupo importante en la economía de Aquitania.

—¿Y bien?

—Pues que, como de costumbre, hemos pagado los platos rotos. Cuando le he dicho que me cubrías, he tenido la impresión de echar más leña al fuego.

Anaïs por lo menos ya sabía por qué el comisario la había llamado toda la noche.

—¿Y tú? —prosiguió el policía.

—Voy camino de Marsella.

—¿Sabes si lo han encontrado?

—Te llamaré desde allí.

Por un instante, dudó qué llamada debía ser la siguiente. Se decidió por Crosnier. Se reservaba lo mejor para el final: Deversat.

El policía marsellés tenía un acento muy leve y voz de bonachón. Tuvo la impresión de repente de que el sol, la luz y el calor la esperaban en Marsella. El comandante resumió los hechos conocidos. Victor Janusz había pasado la noche del 17 al 18 de febrero en la Unidad de Alojamiento de Urgencia. Fue agredido en los lavabos y desapareció por la mañana. Desde entonces, no había más noticias de él. No había ni la menor pista ni un solo testimonio.

—¿Quién lo agredió?

—No está claro. Sin duda otros indigentes.

Anaïs no estaba tranquila. ¿Lo habrían localizado los asesinos? ¿Y por qué regresar a Marsella? ¿Por qué volver a ponerse en la piel de Janusz?

—También quería decirle otra cosa —dijo Crosnier.

—¿Qué?

—Ayer recibí el resumen de su investigación sobre el asesinato de Philippe Duruy.

Por lo menos su documento redactado para Le Gall había servido para algo.

—Me ha llamado la atención el carácter mitológico de la puesta en escena.

—No me extraña.

—No es eso. Me refiero… a que me ha recordado un asesinato que tuvimos del mismo tipo.

—¿Cuándo?

—En diciembre pasado, en Marsella. Yo era el jefe de grupo. Hay muchas similitudes con su historia. La víctima era un joven sin techo, de origen checo. Encontraron su cuerpo en una cala a unos kilómetros del Vieux-Port.

—¿Y por qué era mitológico ese asesinato?

—El asesino se había inspirado en la leyenda de Ícaro. El tipo estaba desnudo, carbonizado y llevaba unas grandes alas a la espalda.

Anaïs se quedó sin palabras. Más allá de las múltiples ramificaciones que se abrían, vio un vínculo fosforescente, envenenado. La presencia de Mathias Freire en el lugar del crimen… Un nuevo punto para la tesis del Janusz asesino.

—Y eso no es todo. Nuestro tipo también tenía las venas llenas de heroína y…

Anaïs lo interrumpió, mientras se ponía la cazadora.

—Estaré ahí dentro de un par de horas. Me reuniré con usted en la comisaría del Évêché. Hablaremos con los documentos en las manos.

Crosnier no tuvo tiempo de responder. Anaïs salió al aparcamiento y fue hasta el coche. Tenía que encajar el golpe. Tenía que madurarlo. Tenía que digerirlo.

Se detuvo frente a su Golf. Había olvidado a Deversat. Marcó su número. Le temblaban los dedos.

—¿Qué es ese jaleo con la ACSP? —vociferó el comisario—. ¿Un registro en plena noche? Pero ¿qué se ha creído usted? ¡Mi teléfono no ha dejado de sonar desde ayer por la tarde!

—Quería ganar tiempo —sugirió ella con voz ronca—, yo…

—Tiempo va a tener mucho, chiquilla. ¿Está de camino a Marsella?

—Llegaré en un par de horas.

—Pues le deseo unas buenas vacaciones, porque queda usted apartada del caso. Voy a llamar inmediatamente a los del Évêché. ¡Olvide todo esto y disfrute del mar! Ya hablaremos a su regreso.