Trataba de correr, pero la herida de la pierna le dolía. De vez en cuando le venía a la mente la imagen de los colmillos del perro clavados en la carne. Lo primero que había que hacer en esos casos era inmovilizar el miembro afectado. Eso estaba hecho. En cuanto al tratamiento antibiótico, sería mejor que lo olvidara…

Seguía por la calle principal e ignoraba las callejuelas perpendiculares. Un río y sus afluentes. Estaba seguro de que los predadores habían seguido el mismo camino. Empezaba a pensar que no lograría darles alcance cuando la calle torció de golpe. Se encontró al descubierto, en una terraza que dominaba la ciudad.

La sorpresa le hizo retroceder hacia las sombras.

A pesar de todo, admiró el panorama.

Marsella brillaba bajo la lluvia como un cielo invertido, cubierto de estrellas. Más allá, el mar. No se veía, pero se adivinaba: rotundo, negro, sin límites.

Con el pecho ardiendo, se impregnó del decorado, de la atmósfera y de las tinieblas sumergidas. Buscaba en ellas el frescor, el alivio. De momento, tenía la sensación de que una hemorragia de lava hirviente manaba dentro de su caja torácica.

Unas voces lo devolvieron a la realidad. Bajó la vista y descubrió una escalera parecida a la que había subido unos minutos antes. Al pie de esta estaban los predadores, bajo la luz. Eran cinco, sin contar los chuchos. No alcanzaba a oír lo que decían, pero adivinaba su cólera, su impotencia y su agotamiento. Janusz los observó. Trenzas plateadas, crestas rojas o azules, cráneos afeitados en los que lucían tatuajes esotéricos. Piercings por todas partes en sus caras de matones. Aún empuñaban las armas. Bates. Cuchillos. Pistolas de alarma.

Sonrió. Se regodeaba contemplándolos sin que lo vieran. Tomaron la dirección de los muelles. Esperó a que hubieran desaparecido de su campo de visión y luego bajó la escalera. La lluvia había cesado, pero había dejado por todos sitios una película grasienta, fría e inmóvil.

Se dirigieron al norte, tomando el bulevar dominado por la autopista del litoral. Olvidando su pierna coja, Janusz los seguía a doscientos metros de distancia, pasando de un pilar a otro, siempre en la sombra. Así recorrieron más de un kilómetro, aunque no estaba seguro de sus estimaciones. El bulevar seguía desierto. El mistral soplaba de forma feroz, secaba el rastro del chaparrón y petrificaba los charcos.

Finalmente, giraron a la derecha y se adentraron en unas calles mal iluminadas. Unos edificios se recortaban contra el cielo de alquitrán. Janusz creyó reconocer el barrio de la Madrague. ¿O sería el de Bougainville? Atravesaron ciudades dormitorio, jardines pelados y zonas de juego con verjas oxidadas.

El decorado se degradó aún más. Almacenes tapiados. Ventanas ciegas. Campos de tierra batida. A lo lejos se recortaban unas grúas, precisas, crueles como insectos. Caminaban ahora hacia un terreno baldío. Unos arbustos de grama temblequeaban al viento. Papeles sucios, botellas de plástico y cajas de cartón volaban en las sombras. El olor a gasolina flotaba como una amenaza. Janusz entornó los ojos y distinguió el objetivo de la banda. Un muro cubierto de grafitis, que limitaba el descampado.

Estaba sin resuello. Le parecía oír los latidos del corazón dentro de su pecho. Tom, tom… Tom, tom… Al poco comprendió que se trataba de un ruido de máquinas que se perdía en el aire húmedo. En algún lugar seguían trabajando en unas obras. Unos motores que jamás dormían.

La banda había desaparecido. Frente a él, solo estaba el muro ciego. Los grafitis debían de disimular una puerta que no alcanzaba a distinguir. Pensó en cuál sería la mejor estrategia. Solo había una. Esperar a que uno de los gilipollas saliera a mear o a fumar al aire libre. En ese momento podría atacarlo. La sorpresa quizá le daría ventaja…

Se agachó entre los arbustos. El frío volvía a apoderarse de su cuerpo. En pocos minutos empezaría a temblar y luego a anquilosarse. Entonces su temperatura bajaría y…

Se oyó la puerta.

Despacio, muy despacio, se puso en pie y observó la silueta que avanzaba en la oscuridad. El hombre lucía trenzas. Pensó en la criatura de las películas de la saga Depredador. Ese detalle aumentó su miedo y, a la vez, confirió irrealidad a la escena. Se movía en un videojuego.

El tipo caminaba con paso incierto. Borracho o drogado. Se detuvo delante de los matorrales y alivió su vejiga. «Ahora o nunca». Janusz dio un salto. Sus ojos estaban velados por las lágrimas. Todo le parecía borroso, deformado y distorsionado. Asió con fuerza su navaja, agarró al tipo de las trenzas y tiró con todas sus fuerzas.

Depredador se estrelló contra el suelo helado, boca arriba. Janusz metió la hoja del cuchillo en la bragueta abierta y murmuró, con una rodilla sobre el torso y la otra mano sobre la boca del cabrón:

—Grita y te la corto.

El hombre no reaccionó. Su mirada era vidriosa y sus extremidades estaban flácidas. Completamente colocado. Janusz hundió su navaja más adentro. El guerrero reaccionó por fin y quiso gritar. Janusz le propinó un codazo en la cara. El hombre siguió debatiéndose. Otro codazo. Crujidos. De nuevo, la mano sobre la boca. Sentía los pedazos de tabique nasal y las mucosidades sangrientas sobre sus dedos apretados.

—No te muevas. Responde meneando la cabeza, ¿vale?

Depredador asintió. Janusz apoyó la hoja del cuchillo en su cuello. Animado por esa primera victoria preguntó:

—¿Me reconoces?

Las trenzas se agitaron: sí.

—Esta noche, ¿ibais a matarme?

Nuevo sí con la cabeza.

—¿Por qué?

El hombre no respondió. Janusz comprendió que no podía contestarle: seguía aplastándole los labios. Aflojó ligeramente su presa.

—¿Por qué queríais matarme?

—Nos… nos pagan.

—¿Quién?

Sin respuesta. Janusz alzó el codo.

—¿Quién?

—Unos tipos con traje. Unos pijos.

Los asesinos de Guéthary. Así que querían liquidarlo. «Por todos los medios necesarios».

—En diciembre, ¿ya fueron ellos?

—Sí.

—¿Cuánto por mi cabeza?

—Tres mil euros, hijo de puta.

El cabronazo se envalentonaba de nuevo. Tres mil euros. No mucho, desde su punto de vista. Una fortuna para los punks de los chuchos.

—¿Cómo habéis sabido que había vuelto?

—Te vimos ayer, durante el día.

—¿Avisasteis vosotros a los pijos?

—Sí.

—¿Tenéis un contacto?

—Sí, un número.

—¿Qué número?

—Yo no lo tengo.

El hombre quizá mentía, pero el tiempo apremiaba.

—¿Es un móvil?

—No. El número de un despacho, no sé de qué.

—¿Sabéis cómo se llaman los tipos?

—No. Solo tenemos una especie de contraseña.

—¿Qué contraseña?

—No lo sé. No soy yo el que…

Acababa de golpearlo con el mango para romper cristales de su navaja. El hombre ahogó un grito y pareció que se sorbía sus cartílagos para no perderlos para siempre.

—¿Cuál es la contraseña?

—No lo sé… —Se palpó la nariz, que produjo un ruido de huevo al aplastarlo—. Un nombre ruso…

—¿Ruso?

—Hijo de puta, me has roto la nariz…

Janusz se estremeció con una convulsión. El miedo, pero también un retortijón más profundo. La quemazón de la noche anterior. Temía estar enfermo de nuevo.

Se concentró en los últimos segundos que le quedaban.

—¿Por qué quieren matarme?

—Ni idea.

—¿Os dieron mi nombre?

—No. Solo tu careto.

—¿Una foto?

Depredador se rió. Se apretó una ventana nasal y espiró por la otra un chorro de sangre.

—No era una foto, tío. Un dibujo.

—¿Un dibujo?

—Sí. —Volvió a reírse—. Una mierda de boceto…

Una intuición. Daniel Le Guen le había dicho que era pintor. Quizá ese esbozo fuera un autorretrato, firmado por él mismo. ¿Cómo podían los asesinos poseer un elemento procedente de una de sus identidades anteriores?

—El dibujo, ¿aún lo tenéis? —preguntó.

—Lo usamos para limpiarnos el culo, tío.

Janusz le hubiera soltado otro tortazo, pero ya no tenía fuerzas para ello. El tipo se tapó la otra ventana nasal y expulsó más grumos negruzcos. Parecía haber pillado un catarro de sangre y violencia.

—¿Tienes que volver a ver a los tipos de negro?

—Cuando te mueras, cabrón.

—¿Sabes dónde encontrarlos?

—Son ellos los que nos encuentran. Están por todas partes.

Janusz tembló. El retortijón en lo más hondo de su estómago se convirtió en un tizón al rojo vivo. Alzó el cuchillo. Depredador se amilanó. Le dio la vuelta a la Eickhorn y golpeó al hombre en el plexo solar. El ángulo acerado destinado a romper el vidrio lo dejó sin aliento. El individuo perdió el conocimiento. Quizá lo había matado. Se movía en un mundo en el que esos matices ya no existían.

Janusz se incorporó sin la menor prudencia. Por un instante, tuvo la tentación de abrir la puerta oculta entre los grafitis y gritar: «¡Matadme!».

Un destello de razón le hizo cambiar de opinión. Se marchó tambaleándose entre el mistral y el olor a gasolina. Unos papeles sucios se pegaban contra sus piernas.

Estaba condenado: no cabía la menor duda acerca de ello.

Pero antes de morir averiguaría por qué.

Leería el acta de acusación y la sentencia del juez.