Corrieron como pudieron, impedidos por los pliegues embarrados de sus ropas. Sus pasos producían un pesado chapoteo. Giraron a la derecha y salieron a una avenida rectilínea, completamente desierta. A través de la lluvia, Janusz veía bambolearse farolas, fachadas, aceras y retazos de cielo. Echó un vistazo por encima del hombro. Los guerreros de Bougainville se habían lanzado a la carrera, con los perros a la cabeza. En aquella arteria, no tenían ninguna posibilidad de escapar de ellos.
Janusz agarró el anorak de Champú y lo llevó hacia una calle a la derecha. Luego a otra a la izquierda. A una treintena de metros, vio una escalera que ascendía hacia el Panier.
Habían vuelto sobre sus pasos. Señaló los peldaños y tomó esa dirección sin aguardar la reacción de Champú. Empezó a subir y echó un nuevo vistazo hacia atrás: el calvo lo seguía, sin resuello. Detrás de él, la banda se precisaba. Los perros estaban ya a solo unos metros.
Esperó a su compañero. Por un breve instante, tuvo la impresión de desdoblarse y de observar la escena a distancia. Ya no oía nada. No sentía el chaparrón. Su mente flotaba, simple espectadora de la escena.
Champú llegó por fin. Lo dejó pasar y cerró el cortejo. Cada peldaño era una prueba, un sufrimiento. La lluvia les golpeaba los cráneos, las espaldas y los hombros. Janusz trepaba ahora como un mono, a cuatro patas, ayudándose con las manos para ascender más deprisa. La impresión de desdoblamiento ya había pasado.
Era él quien iba a morir.
Lo que sentía en el cuello era el miedo, que le provocaba ganas de vomitar.
Súbitamente, perdió el contacto con el suelo y su cabeza golpeó contra un peldaño. Unas chispas saltaron bajo sus órbitas. Les siguieron unas ondas de dolor. Al cabo de un segundo, sintió el frío del cemento mojado en su mejilla. El calor de la sangre en la cara. Un dolor le irradiaba por la pierna…
Bajó la vista: uno de los perros le acababa de morder la pantorrilla. El animal lo arrastraba boca abajo por las escaleras. Trató de agarrarse a una farola. No lo logró. Alzó la cabeza. Champú seguía subiendo. O no se había dado cuenta de nada, o bien prefería huir. Quiso gritar, pero el canto de un escalón le partió la boca. Trató de ponerse en pie. Bajó dos peldaños más.
Girando sobre sí mismo, consiguió ponerse boca arriba. Vio los ojos del perro enloquecido por la persecución. Detrás del animal, vio llegar a uno de los delincuentes. Janusz le arreó una patada en el hocico al chucho, que se estrelló contra las piernas de su amo. Los dos atacantes cayeron rodando por la escalera.
Aprovechó ese momento para ponerse en pie. El chucho volvía ya a subir, con el predador tras sus pasos. Janusz resbaló, recuperó el equilibrio y avanzó de espaldas, observando a sus enemigos. A la luz de una farola, se fijó en un detalle. El guerrero empuñaba un arma artesanal: un cuchillo con la punta de porcelana afilada. Sin duda, un trozo de taza de váter.
Janusz tuvo una iluminación. No se dejaría degollar por semejante puñal. Le soltó un tortazo con todas sus fuerzas en la oreja al atacante. El predador se tambaleó y se asió a la barandilla para no caerse. Janusz lo agarró del cuello, lo atrajo hacia él y le propinó un cabezazo de lado, como haría un jugador de fútbol. Una voz le dictaba sus actos. «Apuntar a la arista de la nariz y a las órbitas oculares, evitar la pared huesuda de la frente».
Oyó un crujido de madera seca. Un chorro de sangre le cubrió los ojos y durante unos segundos no pudo ver nada. Se enjugó los párpados y descubrió a su agresor de rodillas en los peldaños. El perro saltó. Janusz lo recibió con una patada. Recuperó el equilibrio y golpeó al hombre en el vientre, con la punta de su Converse. «Apuntar siempre al hígado, el punto débil de los vagabundos por su consumo de alcohol».
El guerrero ahogó un grito y rodó sobre su perro. Cayeron de nuevo los dos. Janusz se quedó inmóvil, asombrado ante su propia proeza. Era de nuevo Victor Janusz de verdad. El hombre de la calle. El bárbaro del asfalto.
Dos nuevos colgados surgieron de la cortina de lluvia, uno afeitado y el otro coronado con una cresta roja. El primero empuñaba una barra de hierro y el segundo, un bate de béisbol con clavos. Janusz se puso en guardia alzando los puños, pero fue presa de un súbito abatimiento. Era ya demasiado. Se dejó caer de culo. Cruzó los brazos sobre su cabeza, dispuesto a recibir una paliza en toda regla.
Resonó el primer golpe. Y le siguió un segundo, más metálico. Janusz no sintió dolor alguno. Alzó la vista. Champú, armado de un contenedor de basura de la talla XXL, había golpeado al primer tipo y acababa de catapultar al segundo contra una farola. Los guerreros retrocedieron cuando Champú les lanzó el contenedor a la cabeza.
Ayudó a su compañero a ponerse en pie agarrándolo del cuello y lo empujó hacia arriba. Janusz sintió un infinito agradecimiento. En algún lugar en el fondo de sí mismo, cambió de manera de pensar. Siempre se podía contar con un indigente trepanado.
Un tramo de peldaños y llegaron a un nuevo laberinto de callejuelas. Janusz sentía un dolor muy fuerte en la pantorrilla. El perro le había dado un buen bocado. Huyeron por unas calles cada vez más estrechas. Unos espacios por los que ya únicamente pasaba un solo hombre, y se vieron obligados a aminorar el paso. Hasta detenerse. Sin resuello. Sin fuerzas.
El miedo estaba aún allí, pero ahogado por la quemazón de los pulmones, el desgaste muscular y las náuseas en el estómago.
—Los hemos burlado —jadeó Champú.
—Ni lo sueñes.
Janusz lo empujó a un hueco. El indigente estuvo a punto de caer al suelo.
—Pero ¿qué haces?
—Escóndete.
Aquel rincón albergaba el portal de una casa cuya reja quedaba oculta por arbustos de lavanda y hiedra. Janusz se agachó bajo el follaje y Champú lo imitó. Nada más ocultarse, los predadores pasaron ante sus narices.
Recuperaron el aliento. Janusz sentía el olor a tiza de la piedra aguada, el perfume de las hojas vivas. Eran sensaciones agradables. Estaban agotados, pero sanos y salvos. Se miraron. El alivio los unía con un hilo invisible.
—Voy a seguirlos —dijo Janusz en voz baja.
—¿Qué?
—No quieren partirnos la cara. Quieren matarnos. Tengo que saber por qué.
Champú lo miró asustado. El indigente había perdido su gorro en la batalla. Su cráneo cosido relucía bajo la lluvia como un huevo de dinosaurio.
—¿Y se lo vas a preguntar?
—A todos no. Solo a uno. Y por sorpresa.
—Estás loco.
Janusz se abrió la chaqueta y mostró el mango de su navaja de comando.
—Tengo mi cuchillo.
—Lo que tienes es el cerebro de una mosca.
—¿Sabes de otro escondite?
—Tal como estamos, lo mejor será volver al redil. A la Madrague.
—Ni hablar. ¿No sabrás de algún hotel?
—¿Un hotel?
—Tengo dinero. Seguro que en Marsella tiene que haber habitaciones para tipos como nosotros.
—Sé de uno, pero…
Janusz sacó un billete de cincuenta euros.
—Ve para allá ahora mismo y dame la dirección.
En un reflejo de desconfianza, añadió:
—Y habrá un hermanito de este para ti si me esperas en el cuartucho.
Champú lució una sonrisa desdentada y le explicó el camino para llegar al hotel.
—Si mañana no estoy allí —advirtió Janusz—, avisa a la pasma.
—¿A la pasma? ¡Anda ya!
—Si no, te detendrán por complicidad.
—¿Complicidad de qué? ¿Qué tengo que decirles?
—Solo la verdad. Mi regreso. La agresión. Mi voluntad de saber más.
—Antes ya no eras muy claro, pero ahora sí que ya no hay quien te entienda.
—El hotel. Espérame allí.
Janusz se marchó sin esperar respuesta.