Janusz y Champú seguían caminando contra el viento, en dirección sudoeste. El calvo conocía unas obras al final de los muelles, entre la catedral de la Major y el barrio del Panier. Un refugio ideal para la noche. Pero, antes de eso, quería recuperar unas cajas escondidas en un contenedor de jardinero, cerca de la Vieille-Charité.

—¡Para hacerte un superchiringuito!

Janusz seguía en piloto automático. La conversación con Le Guen había sido la puntilla. Antes de ser psiquiatra y vagabundo, parecía que había sido pintor o, por lo menos, artista. Esa nueva información no le daba la impresión de avanzar, sino de hundirse en un caos carente de centro de gravedad.

—¿Queda aún lejos?

—Ya llegamos.

Solo deseaba una cosa: dormirse y no volver a despertar. Un cadáver envuelto en sus harapos que acabaría enterrado en cualquier fosa común de indigentes. Una tumba anónima entre las de Titi, la Guay y Biomán.

Janusz miró a su alrededor. El decorado había cambiado. Nada que ver ya con las avenidas por las que se movía desde el día anterior. Era una maraña de callejuelas que recordaban a las ciudades del sur de Italia: Nápoles, Bari, Palermo…

—¿Dónde estamos?

—En el Panier, tío.

Apareció un nombre: RUE DES REPENTIES. Una tienda llevaba por nombre Plus belle la vie, como la telenovela que los pacientes de su unidad seguían con pasión y que debía de estar ambientada en ese barrio.

A pesar del cansancio, el frío y el miedo, Janusz sintió cierto consuelo. El lugar destilaba una especie de intimidad benefactora. En las ventanas había ropa tendida. Unos farolillos brillaban como estrellas surgidas de otra época. Las cajas del aire acondicionado acababan de dar un aspecto meridional, casi tropical, a las fachadas.

Atravesaron plazas, ascendieron por calles abruptas y se metieron por corredores de piedra…

—¡Es ahí!

Champú señalaba una plazoleta ajardinada. Saltó por encima de la valla, se metió entre los arbustos y descubrió unos contenedores verdes destinados a las hojas secas y las ramas rotas. De ellos sacó unas grandes cajas de cartón dobladas.

—¡Tu cama, Jeannot! ¡Un colchón de lujo!

Champú le metió las cajas bajo el brazo. Bajaron por calles inclinadas como escaleras. El mistral había dejado la ciudad vacía. Boulevard des Dames. Boulevard Schumann. Llegaron a la autopista elevada del litoral. Al otro lado se hallaban los muelles y el mar. Entre los dos, había un amplio terreno excavado a varios metros de profundidad, unas obras al descubierto a lo largo de varios kilómetros.

Avanzaron junto al foso. Champú lanzó la botella que acababa de beberse y se lanzó a un discurso contra el enemigo de esa noche.

—Del mistral no puedes escapar —gritó entre dos rachas de viento—. Baja del valle del Ródano para matarnos. Te sopla en la cara de día y de noche. Se te mete debajo de la piel. Te hiela los huesos. Rebusca tu corazón debajo de las costillas para detenerlo en seco. En cuanto llega a Marsella, la temperatura baja dos o tres grados. Con la humedad del mar, es una verdadera trampa que se cierne sobre ti durante la noche. Te despiertas dando saltos como una carpa debajo de los cartones. Y, si llega a llover, ¡ya no despiertas!

Champú se detuvo de golpe. Janusz bajó la vista y vio lo que le esperaba. En el fondo de la zanja, unas formas se movían, se agitaban y se levantaban como los pliegues en la superficie de un gigantesco foso. Janusz observó con mayor atención. Unos hombres desplegaban los sacos de dormir, los cartones y las lonas. Otros se calentaban alrededor de un brasero. Del cauce se elevaban risas, gruñidos y borborigmos.

Se disponían a descender, pero Champú agarró bruscamente del brazo a Janusz:

—¡Escóndete!

Llegaba el Jumpy del Samu social. Corrieron a ocultarse detrás de una caseta de obras. Dos hombres vestidos con monos bajaban ya al foso para intentar convencer a los testarudos de que los siguieran. Regalaban cigarrillos y dispensaban un trato de colegas…

—Serán cerdos —murmuró Champú—. Quieren llevarnos a todos a buen recaudo. Tienen miedo de comerse un fiambre.

—¿Un qué?

—Un fiambre, un indigente muerto de frío.

Janusz, por su parte, hubiera dado lo que fuera para que se ocuparan de él. Meterse en una cama, olvidar, dormir…

—Nos largamos —susurró su compañero—. Conozco otro refugio.

Recorrieron de nuevo la avenida, alejándose de las farolas y de los lugares demasiado iluminados. Janusz andaba mecánicamente, con la mirada extraviada. Tenía los brazos agarrotados y las piernas tiesas. Champú conocía todos los refugios posibles. Bajo los puentes. Los portales. Al fondo de las entradas de los aparcamientos. El menor abrigo meado. El último rincón de asfalto.

Pero todos estaban ya ocupados. Cada vez, descubrían cuerpos apretujados, caras ocultas bajo faldones oscuros, edredones desgarrados y mantas agujereadas.

Cada cual a lo suyo y el viento contra todos.

Finalmente, llegaron a otra zanja en la que una gigantesca tubería de evacuación reposaba sobre el barro. Se asomaron al conducto y a punto estuvieron varias veces de caerse. Allí se alineaban decenas de hombres, apoyados en la circunferencia del cilindro.

—¡Eso es bueno para las varices! —bromeó Champú aludiendo a los pies alzados siguiendo la curva.

Pasaron por encima de los cuerpos. Al apoyarse en la pared, Janusz creyó quemarse al contacto con el cemento helado. Los olores a meados y a podredumbre flotaban en capas inmóviles y cristalizadas. Se daba golpes, tropezaba y chocaba contra los demás. Le respondían gruñidos e insultos. No había enemigos ni compañeros de galeras, solo ratas que convivían.

Encontraron un sitio. Champú dejó en el hueco de la curva sus bolsas asquerosas. Janusz desplegó sus cartones, preguntándose en qué momento iba a matarlo el trepanado. Se sumergió debajo de los embalajes, tratando de imaginar que eran sábanas y mantas. Agarró, como siempre, su navaja de comando y, sin soltarla, la ocultó bajo el cartón que le servía de cojín.

Se juró, como la víspera, dormir con un ojo abierto. Pero, como la víspera, sintió que el sueño se abatía sobre él como el mar de fondo. Se resistió. A las puertas de la nada, se concentró en su investigación. Hojalata era un callejón sin salida. ¿Qué más tenía?

La investigación de la policía de Marsella tenía más elementos concretos que la de Burdeos. El armazón del ala delta. La cera. Las plumas. El asesino tenía que habérselo procurado en algún sitio y no eran productos corrientes. El tal Crosnier y su grupo sin duda habían seguido la pista de cada objeto y de cada material. ¿Habían hallado algo?

En su cabeza cobró forma un nuevo plan suicida. Procurarse el expediente de instrucción. Intentarlo ya al día siguiente. Trató de imaginar una estrategia, pero la nada se abatió sobre su conciencia. Al abrir los ojos, apuntaba con su navaja a las tinieblas.

—Pero ¿de qué vas?

Champú se inclinaba sobre él. A través de los limbos del sueño, había sentido su presencia. Su amenaza. Sus reflejos hicieron el resto.

—Pero ¿tú eres gilipollas? —dijo el hombre del gorro—. ¿No ves que estamos inundados?

Janusz se incorporó apoyándose en un codo. Estaba medio cubierto por agua. Sus cartones flotaban junto a él. Alrededor, la lluvia crepitaba. Unos torrentes de barro habían penetrado en el conducto. Los vagabundos ya estaban de pie, tambaleándose, reuniendo sus petates.

—¡Date prisa! —dijo el calvo mientras recogía sus bártulos—. ¡Si nos quedamos aquí, nos vamos a helar!

El nivel del agua subía rápidamente. Los indigentes se recortaban sobre la pared convexa como sombras chinescas. Algunos, demasiado borrachos, no se movían. Los ignoraban. Se abrían paso a codazos y se empujaban para salir de la tubería. Cundía el pánico, pero un pánico lento, torpe y viscoso debido al barro y al alcohol.

Janusz descubrió dos cuerpos inanimados cuyos rostros estaban hundidos en el lodo. Agarró al primero del cuello, tiró de él y lo apoyó contra la pared circular. Cuando repetía la misma maniobra con el segundo, Champú lo agarró del hombro.

—¿Estás loco o qué?

—No podemos dejarlos aquí.

—¡Y una mierda! ¡Hay que largarse ahora mismo!

Los inquilinos abandonaban la tubería. Unas bolsas flotaban en la superficie del barro. Era una visión de naufragio. Janusz tomó el pulso a los dos moribundos. Sus carótidas latían débilmente. Le dio un fuerte bofetón al primero, y luego al segundo. Ninguna reacción.

Repitió los tortazos.

Por fin, los zombis se movieron.

—¡Joder, muévete, tío! ¡Nos vamos a morir de frío!

Janusz titubeó un segundo y después siguió a Champú. Remontaron la corriente de mierda hasta la salida de la tubería. El barro les llegaba hasta los muslos. Janusz tropezó, cayó y se puso en pie. Estaban solo a unos metros de la salida. Echó un vistazo a los dos indigentes que avanzaban a cuatro patas, azorados, como castores alucinados.

El aire libre. Se pusieron de pie. Llovía más aún. Un diluvio de monzón, vertical, obstinado, salvo que el agua estaba helada. Janusz sopesó la nueva prueba que los aguardaba: diez metros de pendiente abrupta que tendrían que ascender sin el menor punto de apoyo.

Se pusieron manos a la obra, clavando los dedos en el acantilado de barro. La lluvia les golpeaba los hombros. El viento los frenaba. Cuando uno caía, el otro lo relevaba y viceversa. Progresivamente, avanzaron metro a metro. Por fin, Janusz logró asirse a una varilla de hierro y consiguió salir del foso, sin abandonar a Champú, que aún tenía los pies en el vacío.

Surgieron de la cavidad como dos coágulos de barro, escupidos por una herida mineral. El calvo no había soltado ni el edredón ni las bolsas. Janusz iba a felicitarlo, pero de repente su expresión aterrorizada le hizo volver la cabeza.

Un grupo de hombres los esperaba. Nada tenían que ver con los vagabundos de la tubería. Crestas, rastas, piercings y tatuajes: vestían cazadoras de tela satinada o parkas militares. Varios de ellos agarraban a perros del collar, dispuestos a soltarlos. Y, sobre todo, empuñaban armas blancas, fabricadas por ellos mismos, bárbaras, de las que Janusz pudo ver el potencial mortífero.

No se sorprendió cuando Champú murmuró:

—Mierda. La banda de Bougainville.