Soy el comandante Martenot. ¿Podemos hablar?

—Sin problema. Voy de camino a Marsella.

Al volante de su Golf, Anaïs sostenía el móvil pegado a su oreja. Eran alrededor de las ocho de la tarde. Circulaba a toda velocidad en dirección a Toulouse. A 220 kilómetros por hora. A la mierda los radares. A la mierda los gendarmes. A la mierda Le Gall, Deversat y su camarilla de mierda.

—Por fin he recibido los resultados de la autopsia.

Patrick Bonfils y Sylvie Robin fueron asesinados el 16 de febrero, a las diez de la mañana. Era el 18. Eran las ocho de la tarde.

—Menuda rapidez —dijo en tono seco.

—Ha habido un contratiempo.

—¿De veras?

Martenot hizo una pausa. Anaïs comprendió que debía detener aquel jueguecito, pues nada obligaba al oficial a llamarla. Y menos aún ahora que Mauricet había tomado oficialmente las riendas del caso.

—¿Qué dice el informe? —preguntó más serena.

—El forense confirma lo que ya sabemos. Las balas que mataron a Patrick Bonfils y a Sylvie Robin son del calibre 12,7. El arma utilizada es un fusil Hécate II.

—¿Se puede localizar el fusil?

Una nueva pausa. El comandante elegía sus palabras con cuidado.

—No. Según los expertos, lo único que puede hacerse es confirmar que se trata de esa arma si la encontramos. Los fusiles Hécate están inventariados en Francia, pero a la vista del contexto, ese puede proceder de cualquier sitio.

—Hábleme de las heridas.

—También son profesionales. Patrick Bonfils y Sylvie Robin fueron alcanzados tres veces cada uno. Una bala en la cabeza y dos en el corazón o la región torácica. Me he informado. Incluso en nuestro ejército, actualmente hay pocos tiradores capaces de lograr algo semejante a esa distancia.

—Eso reduce la lista de sospechosos, ¿no le parece?

Martenot titubeaba de nuevo. Entre militares, los trapos sucios se lavan en familia. Por esa razón se había retrasado tanto el informe de la autopsia. Tuvo que ser sometido antes a un batallón de oficiales, expertos y estrategas. Una contracomisión debía de haber llevado a cabo una nueva autopsia, un estudio del ángulo de tiro, un análisis detallado de los casquillos…

Anaïs mantenía la vista fija en los cuatro carriles iluminados por los faros. Una visión salmódica, convulsiva, de las líneas blancas discontinuas. Tenía la sensación de robarle la carretera a la noche.

—¿La autopsia nos dice algo más sobre los asesinatos?

—Sí.

Lo había preguntado de forma mecánica. No esperaba una respuesta afirmativa. Aguardaba la continuación, pero Martenot permanecía en silencio.

—¿Qué sucede?

—El cuerpo de Patrick Bonfils presenta una extraña mutilación. Una herida en la cara que los asesinos le hicieron después de haberlo matado.

Anaïs se abandonó a una reconstitución mental. El francotirador abatió a Bonfils y a su compañera, y luego falló al disparar a Mathias Freire. Con su cómplice, se lanzaron a la persecución de este. Mientras, llegaron unos pescadores que vieron a las víctimas en la playa. Así que los asesinos no habían podido regresar junto al cuerpo de Bonfils y practicar la mutilación.

Hizo la pregunta desde otro ángulo:

—No me dijo nada de ello cuando nos vimos en Guéthary.

—No lo sabía.

—¿No había visto el cadáver en la morgue?

—Claro que sí.

—¿Y no se dio cuenta de la mutilación en la cara?

—No la vi porque entonces no existía. Aún no.

—No lo entiendo.

—La mutilación se hizo después. La noche del 16 de febrero. Cuando usted y yo nos vimos, no estaba al corriente de esta.

Anaïs se concentraba en la carretera. Lo que le venía a la cabeza era una pura locura.

—¿Quiere decir que fueron hasta el Instituto Médico Legal, por la noche, para mutilar el rostro de la víctima?

—Exactamente.

—¿Dónde está el Instituto?

—En Rangueil, cerca de Toulouse.

—¿De qué tipo de mutilación se trata?

—El agresor le abrió la nariz a Bonfils perpendicularmente. Le arrancó el hueso nasal, así como el cartílago triangular y el cartílago alar. Todo lo que da forma a la nariz.

Anaïs mantenía el pie sobre el acelerador. La velocidad le permitía permanecer de una pieza, centrada. Tenía la garganta seca. Los ojos le escocían. Pero su mente funcionaba a toda velocidad. La lentitud del informe de autopsia no tenía nada que ver con un segundo peritaje militar.

—¿Cómo sabe que fueron los asesinos quienes regresaron?

—¿Quién más pudo hacerlo?

—¿Por qué iban a arriesgarse de esa manera? ¿Para qué iban a robar esos huesos?

—No lo sé. En mi opinión, son cazadores. Volvieron para robar unos fragmentos como trofeos.

—¿Trofeos?

—Durante la guerra del Pacífico, los soldados norteamericanos arrancaban los dientes o las orejas de sus víctimas japonesas. Se tallaban abrecartas en fémures o tibias humanas.

El discurso del gendarme se había acelerado. Parecía a la vez aterrorizado y fascinado por aquellos predadores furtivos e invisibles.

—¿A qué hora se produjo su… intervención?

—Alrededor de las ocho de la tarde. Los cuerpos salieron del centro hospitalario de Bayona a las cinco de la tarde. Acababan de llegar a Rangueil. Por lo que se ve, la morgue no estaba vigilada.

Anaïs no podía imaginar que unos tipos capaces de alcanzar un blanco a más de quinientos metros (cosa que requería un método y una competencia profesional) corrieran semejante riesgo para conseguir un puñado de huesos. ¿Eran realmente trofeos para ellos?

—¿Quién sabía que los cuerpos serían trasladados a la morgue de Rangueil?

—Todo el mundo: es el único Instituto Médico Legal de toda la región.

—¿A qué hora estaba previsto que comenzaran las autopsias?

—En cuanto llegaran los cadáveres. No sé cómo se las apañaron los agresores.

—¿Qué arma utilizaron?

—Un cuchillo de caza, según el forense. Con una hoja de acero dentada.

—¿Ha interrogado al personal del Instituto?

Martenot se dejó llevar por el mal humor.

—¿Qué coño cree que estamos haciendo desde hace tres días? Hemos registrado la morgue hasta el último rincón. Hemos hallado un montón de fragmentos orgánicos minúsculos, cosa absolutamente normal en un lugar como ese. Lo hemos estudiado, analizado e identificado todo. No hay una sola huella desconocida. Ni un pelo que no pertenezca o bien a un cadáver o bien a un miembro del personal del Instituto. Esos tipos son unos auténticos fantasmas.

—¿Por qué me llama ahora?

—Porque confío en usted.

—¿Sus superiores están al corriente de la llamada?

—Ni mis superiores, ni el juez de Bayona. Ni siquiera el magistrado designado para el asesinato de Philippe Duruy.

—¿Le Gall? ¿Le ha llamado?

—Esta tarde. Aún no he llamado a Mauricet.

Anaïs sonrió. Por lo menos parecía que había encontrado a un aliado.

—Gracias.

—De nada. El que averigüe algo, que llame al otro.

—De acuerdo.

Ella colgó. Miraba fijamente las líneas discontinuas. Fragmentarias, entrecortadas e hipnóticas. Como una película estroboscópica que proyectara imágenes sin ninguna relación entre ellas. Sin embargo, en medio de esa tormenta se dibujaba un cuadro. Un decorado. El de una carnicería donde trozos de carne y charcos de sangre manchaban las baldosas blancas.

En su alucinación, la carnicería era humana.