Durante el día, la puerta de Aix parecía un zoco africano. Ahora estaba todo desierto. Los comerciantes ambulantes habían recogido sus tenderetes. Las persianas metálicas estaban echadas. El suelo estaba cubierto de plumas de pollo, mondas de frutas y papeles sucios. Olores de basuras variadas flotaban en la noche cerrada por la que circulaban fantasmas aún más negros. Mujeres con velo, granujas con capucha…
—Hay que darse prisa —refunfuñó Champú—. Parece que está rolando mistral.
Había una cabina plantada cerca del arco de triunfo, en el centro de la plaza, escondida entre los pinos del parque: perfecta para él. Champú le dio a Janusz una tarjeta de teléfono a cambio de un billete de diez euros.
—Voy a buscar gasolina —dijo el calvo dirigiéndose hacia un ultramarinos árabe que aún estaba abierto.
Janusz se metió en la cabina y marcó el número de Le Guen. Se dio cuenta de que el viento era cada vez más fuerte. Los pinos bramaban a su alrededor. Los cristales temblaban. Las rendijas dejaban colar el aire húmedo y helado.
—¿Diga?
—¿Es usted Daniel Le Guen? Soy Victor Janusz. ¿Se acuerda de mí?
—Por supuesto. Nos vimos hace dos días en el tren de Biarritz.
—Quería disculparme… Mi actitud del otro día… Yo… Tengo problemas de memoria.
—A veces es mejor no recordar.
Reafirmó su voz. No necesitaba compasión.
—Al contrario, quiero recordar. Me conoció en el hogar de Emaús de Marsella, ¿verdad?
—En el hogar Pointe-Rouge.
—¿Recuerda la fecha de mi llegada?
—Llegaste a finales de octubre.
—¿Ya conocía Marsella?
—No. Parecías completamente… perdido.
Janusz habló más fuerte:
—¿De dónde venía?
—No nos lo dijiste nunca.
—¿Qué puede decirme acerca de mi comportamiento?
Ahora gritaba para imponerse al fragor de las rachas de viento.
—Te quedaste con nosotros dos meses. Trabajabas en la clasificación y la venta. Dormías en el hogar. Eras un tipo serio y silencioso. Sin duda alguna, demasiado cualificado para los trabajillos que te encargábamos. Al principio, padecías amnesia. Poco a poco te repusiste. Quiero decir mentalmente. Recordaste tu nombre. Victor Janusz. Pero siempre fuiste discreto respecto a tu pasado. A cómo habías llegado hasta esa situación. Por qué habías aterrizado en Marsella, etc.
—¿Nunca hubo problemas conmigo?
—Sí y no… A mediados de diciembre empezaste a desaparecer. Días enteros. A veces también por la noche.
—¿Bebía?
—En todo caso, nunca volvías muy sereno.
Janusz pensó en el asesinato de Tzevan Sokow. Ocurrido a mediados de diciembre.
—¿Sabe adónde iba cuando desaparecía?
—No.
—¿Qué dije cuando me marché del hogar?
—Nada. Hubo esa historia de la pelea, a finales de diciembre… Fuimos a buscarte a la policía, al Évêché. Dos días después, desapareciste definitivamente.
—¿Conté algún detalle acerca de la pelea?
—No. Ni a la pasma ni a nosotros. Mudo como una tumba.
Le Guen no sabía hasta qué punto daba en el blanco. De golpe, la migraña se apoderó de su cráneo. Detrás del ojo izquierdo reapareció el punto de dolor… Como un eco, el viento seguía aullando y azotaba la cabina, que temblaba.
—¿En qué consistían los trabajillos que hacía?
—No lo recuerdo bien. Hacia el final, te ocupabas de nuestro puesto de venta de ropa. Trabajabas también en el taller donde se cosen las prendas. Sobre todo, no querías ocuparte ni de los libros ni de los discos. De nada artístico.
—¿Por qué?
—Parecías… traumatizado en ese aspecto.
—¿Traumatizado?
—A mi entender, antes de ser un sin techo fuiste artista.
Janusz cerró los ojos. El sufrimiento lo golpeaba con más fuerza a cada palabra… Sentía que rozaba a aquel que había sido antes de Janusz. Y esa perspectiva, por una razón desconocida, le dolía.
—¿Qué… qué tipo de artista? —balbució.
—Pintor, creo.
—¿Cómo lo sabe?
—Por tu alergia… Te negabas a acercarte a cualquier cosa que se pareciera a un cuadro o a un libro ilustrado. Sin embargo, me di cuenta de que sabías de eso. Una o dos veces, utilizaste términos técnicos, como alguien del oficio.
La información se diluía en él como una capa de gasóleo. No había la menor reminiscencia, solo un terror vago que lo envolvía, lo atrapaba…
—Un día —continuó el otro—, uno de nuestro compañeros hojeó delante de ti una historia del arte ilustrada. Te quedaste lívido. En un momento dado, colocaste violentamente la mano sobre la reproducción de un cuadro y mascullaste entre dientes: «Nunca más». Lo recuerdo muy bien.
—¿Recuerda de qué cuadro se trataba?
—Un autorretrato de Courbet.
—Si yo era un artista, ¿no buscó si en algún sitio existían cuadros firmados por Janusz?
—No. En primer lugar, porque no tenía tiempo para ello. Luego, porque sabía que si esos cuadros existían llevarían otro nombre.
La cabina aullaba por los cuatro costados. La vibración de los cristales aumentaba.
De golpe, comprendió que Le Guen lo sabía.
—Antes de ser Janusz eras otra persona —le confirmó—. Al igual que después de ser Janusz te hiciste llamar Mathias Freire.
—¿Cómo sabe ese nombre?
—Me lo dijiste en el tren.
—¿Y se acuerda?
—Sería difícil olvidarlo. Acabo de regresar de Burdeos. Allí, ese nombre y tu foto aparecen una y otra vez en los informativos regionales.
—¿Me va a… denunciar?
—Ni siquiera sé dónde estás.
—Me conoció entonces —gimió—. ¿Cree que soy culpable? ¿Que sería capaz de matar a un hombre?
Le Guen no respondió de inmediato. Su serenidad contrastaba con el pánico de Janusz.
—No puedo responderte, Victor. ¿Sospechar de quién? ¿Del pintor que sin duda fuiste antes de llegar a Marsella? ¿Del vagabundo introvertido al que conocí en Pointe Rouge? ¿Del psiquiatra con el que me crucé en el tren? Lo que debes hacer es entregarte a la policía. Que te curen. Los médicos te permitirán poner orden en tus personalidades. Volver a tu primera identidad. Es la única que cuenta. Y, para ello, necesitas ayuda.
Janusz sintió la cólera hervir en sus venas. Le Guen llevaba razón, pero no quería oír eso. Iba a mandarlo a paseo cuando un golpe lo sobresaltó. Champú aplastaba su rostro pelado contra el vidrio.
—¡Date prisa! ¡Ya está aquí el mistral! ¡Tenemos que encontrar refugio antes de que nos quedemos helados!