—Te ha engañado. Te digo que te ha engañado.
Desde hacía dos horas, Champú martilleaba a Janusz con su letanía mientras buscaban a Hojalata por Marsella, sin el menor resultado.
—Hojalata debe de estar muerto y enterrado desde hace tiempo. Hace meses que nadie lo ha visto. Claudie debió de ver pasar su cadáver por la morgue y se ha inventado esa historia para sacarte la pasta. ¡Has comprado la confesión de un muerto!
Janusz caminaba sin responder. Poco le faltaba para pensar como Champú, pero no quería rendirse a la desesperación. De lo contrario, se dejaría caer sobre la acera y esperaría a que lo detuvieran. Hojalata era su última esperanza para avanzar.
Volvieron al club Pernod: en vano. Pasaron por la place Victor Gelu. Nadie había visto a Hojalata desde hacía lustros. Recorrieron la Canebière y se detuvieron en la iglesia des Réformés. Sin resultado. Volvieron al teatro del Gymnase y se encontraron con una nueva pelea entre colgados. Se dieron a la fuga sin hacer preguntas.
Iban en ese momento en dirección al centro de día Marceau para hacer algunas preguntas y tomar un café caliente. La noche avanzaba y absorbía la claridad como un papel secante. Con ella, Janusz sentía crecer una angustia irrefrenable. A cada ruido de sirena, se sobresaltaba. A cada mirada insistente, bajaba la cabeza. La policía. Los asesinos. La banda de Bougainville… Todos iban en su busca. Todos estaban a punto de dar con él…
Por fin, cruzaron la puerta de Aix y llegaron al albergue Marceau. Los trabajadores sociales habían organizado un karaoke. A la vista de los sin techo, que bramaban canciones con sus bocas desdentadas, Janusz retrocedió hacia la puerta.
—Adelante —le dijo a Champú—. Te espero fuera.
Temblaba de pies a cabeza, a pesar del calor de su cuerpo sudado después de dos horas sin parar de caminar. Se apoyó bajo la arcada de entrada al albergue y, para entretenerse, releyó el informe de la autopsia.
Un ruido llamó su atención. A pocos metros de allí, había un hombre sentado en la oscuridad. Janusz entornó los ojos y observó al personaje. Llevaba un jersey raído y un pantalón de pijama manchado. Calzaba dos bolsas de plástico. Tenía el rostro muy blanco, como un Pierrot. Pero un Pierrot que hubiera recibido una paliza. La córnea de su ojo izquierdo estaba roja y un hematoma violáceo le hinchaba la mejilla.
—Nos estamos transformando —murmuró con dificultad.
Sostenía con las dos manos una botella de plástico gris. Janusz se dijo que bebía white spirit, pero sin duda se trataba de una marca de picratos que no conocía.
—Nos estamos transformando, tío.
—¿En qué? —preguntó Janusz de forma mecánica.
—La ciudad es una enfermedad, una lepra… —continuó el otro como si no lo hubiera oído—. A fuerza de arrastrarnos por ella, acabamos contaminados por su suciedad, su contaminación, su pestilencia… Nos convertimos en alquitrán, en gases de escape, en goma de neumáticos…
Janusz ya no tenía fuerzas para librarse de ese nuevo delirio. Al contrario, la fatiga lo volvía esponjoso y permeable. De golpe, el tipo se le antojo un oráculo. Un Tiresias del asfalto. Observó sus manos. Su piel ya se convertía en asfalto. Su respiración apestaba a dióxido de nitrógeno…
—Hola, Didou.
Champú acababa de aparecer en el umbral de la puerta del albergue. El otro no respondió, enfurruñándose tras su botella.
—¿Le conoces? —dijo Janusz.
—Todo el mundo conoce a Didou. Se las da de vidente. —Bajó la voz—. Pero no es más que otro loco, y peligroso. Se lía a tortazos con todos los que no están de acuerdo con sus predicciones.
Mentalmente, Janusz agradeció a Champú haber puesto, con unas palabras, las cosas en su sitio y haber espantado su alucinación. Olvidó al monstruo en pijama.
—¿Has averiguado algo?
—Nada. Ni de Hojalata ni de su madre. ¿No tienes hambre?
Champú había recuperado el color. Sin duda no solo había bebido café en el karaoke. Janusz se moría de hambre, pero ya no podía permitirse rondar por los comedores populares.
Como si adivinara sus temores, Champú anunció:
—Esta noche, cenamos en el restaurante.
—¿En un restaurante, de verdad?
—¡Casi!
Diez minutos después se hallaban en el patio trasero de un fast food. Unos efluvios asquerosos engrasaban el aire. Champú se metió de cabeza en uno de los contenedores llenos de basura.
Janusz sentía náuseas. Aquel rincón le recordaba el patio donde, la mañana anterior, se había echado vino por la cabeza. Tenía la impresión de haber vivido un siglo desde aquel bautizo atroz.
Champú salió del contenedor con los brazos cargados de vituallas envueltas en plástico.
—¡El señor está servido! —Se rió.
Le lanzó sus tesoros, uno tras otro, enumerándolos:
—¡Tomates! ¡Pan de molde! ¡Queso! ¡Jamón!
Janusz los atrapaba, fluctuando entre el asco y la gazuza.
—¡Y todo es bio! —concluyó Champú.
Janusz abrió una bolsa de plástico y mordió una rebanada de pan apenas descongelada. Sintió un enorme placer. Un reconocimiento sordo del estómago. Abrió otras bolsas. Devoró el jamón, el queso y los pepinillos… A cada bocado, sopesaba su profunda miseria. Eran dos hombres en cuclillas, comiendo con los dedos y gruñendo. Unas ratas que sobrevivían en las entrañas de la ciudad.
—¿Coca-Cola?
Champú le tendía un vaso coronado por una paja quebrada. Lo asió con avidez y bebió de un trago. La vida volvía a sus venas. La fuerza, a sus músculos.
—¿Dónde dormiremos? —preguntó, para seguir con las cuestiones vitales.
—Habrá que andarse con ojo, con los manguis que corren por ahí y la policía que rondará los albergues…
La solicitud de Champú le gustó, a menos que tuviera intención de cortarle el cuello mientras durmiera.
—Buscaremos un sitio al aire libre. Conozco algunos. Pero en febrero no es lo mejor. El Samu registra hasta el último rincón. Y también la policía. No quieren a nadie en la calle. Si uno de nosotros muere en la calle, se les cae el pelo.
La perspectiva de pasar la noche al raso le hizo pensar en la banda y la agresión.
—¿Sabes en qué barrio me atacaron los tíos de Bougainville?
—Creo que en La Joliette. En los muelles.
—¿Qué hacía allí?
—Ni idea. Por lo general, solías andar más por Emaús.
Emaús. Janusz se dijo que aún no había investigado entre los que mejor lo conocían. Ahora ya era demasiado tarde. Su foto debía de circular por todos los hogares. Le vino a la cabeza otra idea. Rebuscó en los bolsillos y encontró la tarjeta de visita del hombre con el que había coincidido en el tren de Biarritz.
DANIEL LE GUEN
COMPAÑERO DE EMAÚS
06 17 35 44 20
—¿Dónde hay una cabina telefónica?