El juez Le Gall era cabezón.
No era una manera de hablar, sino un hecho físico. Su cráneo era tan ancho que sus orejas casi se alineaban con la vertical de sus hombros. Tenía rasgos simiescos, nariz chata y boca gruesa, y sus grandes gafas acentuaban aún más el efecto de deformidad. Anaïs se sentía al abrigo de cualquier tentación.
Desde hacía ya treinta minutos trataba de explicarle los pormenores del caso del Minotauro, pues el magistrado no había tenido tiempo de leer su informe. Los vínculos entre el crimen de la estación y el doble asesinato de la playa de Guéthary. La implicación y la fuga de Mathias Freire, psiquiatra de Burdeos, que había sido vagabundo en Marsella a finales de 2009. Las sospechas que recaían sobre dos hombres vestidos con abrigos negros, que utilizaban un fusil militar Hécate II y conducían un Q7 supuestamente robado a la empresa de vigilancia ACSP.
El juez no pestañeaba. Era imposible saber qué pensaba.
O no comprendía nada, o no tenía ganas de complicarse la vida.
—Lo único que veo —concluyó el magistrado— es que el principal sospechoso en este caso…
—El testigo.
—El testigo, si lo prefiere, se ha dado a la fuga y aún no lo ha encontrado.
—Ha sido localizado en Marsella. Me he puesto en contacto con los servicios de policía de allí. Todo el mundo está por la labor. No se nos puede escapar.
No era en absoluto lo que le habían dicho, pero en ese momento favorecía la forma sobre el fondo. Quería ganarse la confianza del juez.
Este se quitó las gafas de concha y se frotó los párpados.
—¿Por qué habrá vuelto allí? Es curioso, ¿no le parece?
—Quizá pensara que sería el último lugar donde se nos ocurriría buscarlo. O tal vez tenga una razón íntima para hacerlo.
—¿Qué razón?
Anaïs no respondió. Era demasiado pronto para compartir sus hipótesis.
—Concretamente —prosiguió el magistrado al ponerse de nuevo las gafas—, ¿qué piensa hacer?
Ella adoptó su tono de fiel soldado de la República.
—Quiero ir a Marsella para tomar parte en la búsqueda de nuestro principal testigo en este caso.
—¿Es esa realmente su labor?
—He hablado con Jean-Luc Crosnier, el jefe de grupo de la comisaría del Évêché. Está de acuerdo conmigo: puedo ayudarlo. Yo conozco al fugitivo.
—Sí, eso me han dicho.
Anaïs pasó por alto la alusión.
Tomó aliento y soltó como una ametralladora:
—Señoría, en Burdeos, la investigación está estancada. Hemos visionado todas las grabaciones de las cámaras de seguridad. Hemos interrogado a cuantos indigentes pudieron conocer a Philippe Duruy, la víctima. Hemos buscado el rastro de su perro. Hemos seguido la pista de la comida que le daba, hemos ido hasta el origen de su ropa y a los medios que utilizaba para conseguir droga. Hemos registrado la estación, los refugios de los vagabundos y hasta el último rincón de la ciudad. Hemos investigado los stocks de Imalgene, el anestésico para animales utilizado por el asesino, a quinientos kilómetros a la redonda de Burdeos… Y a pesar de todo ello, no hemos conseguido nada. Teníamos un testigo indirecto, Patrick Bonfils, presente en la escena del delito. Ha sido asesinado junto con su esposa… Así estamos. No hay testigos. No hay indicios. Ni una pista. Lo único que tenemos son las huellas de Mathias Freire, alias Victor Janusz, en los raíles del foso de mantenimiento. Mi grupo puede proseguir sus investigaciones en Burdeos, pero mi deber es tratar de llegar a Freire. Y Freire se encuentra en Marsella.
El juez se cruzó de brazos y la miró en silencio. Era imposible leer detrás de los cristales de aquellas gafas. A Anaïs le apetecía un vaso de agua, pero no se atrevió a pedirlo.
La decoración cobró una súbita materialidad. Le Gall había redecorado completamente el despacho, eliminando los habituales archivadores de PVC, las mesas de trabajo metálicas y la moqueta acrílica. Los había sustituido por objetos de otra época: estanterías de madera barnizada, sillas tapizadas de terciopelo, alfombra de lana… Un despacho de notario de comienzos del siglo pasado.
Curiosamente, a pesar de la nariz tapada, sentía también un olor a incienso que ardía en algún sitio. Ese perfume era como un rostro oculto del juez, revelado discretamente. ¿Era budista? ¿Un apasionado del senderismo por el Himalaya?
El magistrado no retomaba la palabra. Ella sintió que tenía que pisar a fondo. Sentada, se apoyó sobre la mesa y cambió de tono:
—Señoría, no nos andemos por las ramas. Tanto usted como yo nos jugamos mucho en este caso. Somos jóvenes. Todo el mundo tiene la vista puesta en nosotros. Confíe en mí. Por un lado, tenemos un asesinato ritual cometido por un loco en Burdeos. Por otro, un doble asesinato en el País Vasco. El único vínculo entre esos dos casos es Mathias Freire, alias Victor Janusz. Mi función es encontrarlo allí donde esté. ¡Deme dos días en Marsella!
El magistrado esbozó una sonrisa desagradable. Parecía que la pasión de Anaïs, su impertinencia de adolescente, lo divertían. Cada uno actuaba en función de su estricto repertorio.
—¿Cuál es su idea, exactamente? Aparte de a Freire, ¿confía en hallar alguna otra cosa en Marsella?
Anaïs se incorporó y sonrió discretamente. Por primera vez vislumbró a través de las gafas de Le Gall la inteligencia que le había permitido aprobar todos los exámenes y estar allí sentado en aquel despacho.
—Creo que Janusz ya huía en Marsella. Tenía miedo. Y, a la vez, creo que andaba detrás de alguna cosa.
—¿De qué?
—No lo sé. Tal vez otro asesinato.
—No lo entiendo. ¿Asesina o investiga?
—Las dos soluciones son posibles.
—¿Ha oído hablar de otro asesinato? ¿Cree que se trata de un asesino en serie?
Anaïs agitó las manos en el aire: detestaba esa expresión. Y era demasiado pronto para ir tan lejos.
—¿Ha consultado el SALVAC? —insistió el magistrado.
Era la base de datos de la policía.
—Por supuesto. Y he llamado al Fort de Rosny. Sin resultado alguno. Pero eso depende en gran medida de los criterios introducidos y…
—Lo sé. Lo conozco. ¿De dónde ha sacado esas suposiciones?
Anaïs podría haber pensado en un montón de frases altisonantes. Soltó la verdad pura y dura.
—Mi instinto.
El juez la observó aún unos segundos. En lugar de un notario comenzó a parecer un buda sin dobleces e indescifrable. Por fin, espiró largamente y levantó su cartapacio de piel. Sacó una hoja en blanco. La policía podía percibir su gramaje grueso, noble y sedoso. Un papel a la antigua. El que se utiliza para enviar invitaciones a un baile o para denegar una medida de gracia.
—¿Qué hace?
—La destaco, capitán.
Su mandíbula tembló.
—¿Me aparta… del caso?
—Des-ta-ca-da —dijo el juez silabeando—. ¿Se lo digo en cristiano? La envío a Marsella. Artículo 18 del Código Penal, párrafo 4. Un juez de instrucción puede enviar al investigador a cualquier lugar de Francia si ello contribuye a la «manifestación de la verdad».
Sintió que había algo que no encajaba. «Demasiado fácil».
—¿Mi equipo prosigue la investigación aquí?
—Digamos que prestará apoyo al nuevo responsable y a su grupo.
Así que era eso. El magistrado la había dejado hablar, pero la suerte estaba echada desde el primer momento. Incluso Deversat, el día anterior, debía de estar al corriente. Habría podido gritar, rebelarse o dar un portazo, pero en el fondo le daba igual. Marcharse de inmediato a Marsella: eso era lo único que importaba.
—¿Quién es el nuevo responsable de la investigación?
—Mauricet. Tiene una gran experiencia.
Anaïs no pudo reprimir una sonrisa. En la comisaría central llamaban a Mauricet «el Enterrador», porque siempre buscaba destinos cerca de los cementerios. Llevaba treinta años de servicio redondeando el sueldo con los certificados de defunción, pues un comisario cobra una prima por cada certificado. No era realmente el policía avispado y rápido, capaz de perseguir a un asesino dotado de una inteligencia superior.
Le tendió la hoja a ella. En el momento en que iba a cogerla, el magistrado dejó caer su mano sobre el papel.
—¿Qué piensa de esos dos hombres de negro, los francotiradores del País Vasco?
Anaïs pensó en el único indicio que se había guardado para ella. El nombre de Mêtis, el grupo químico y farmacéutico, quizá relacionado con el doble asesinato del pescador y de su compañera.
—De momento, nada —mintió ella—, solo que el caso es mucho más amplio de lo que cabía imaginar.
—¿Amplio en qué sentido?
—Es demasiado pronto para decirlo, señoría.
Soltó la hoja. Ella la cogió y la leyó. Su pasaporte para el sudeste de Francia. Se guardó el documento en el bolsillo. El olor a incienso confería un extraño carácter religioso a la escena.
—Dos días —concluyó Le Gall al ponerse en pie—. A contar a partir de mañana, viernes. Tráigame el lunes a Mathias Freire al despacho, esposado y con la confesión firmada. De lo contrario, no se tome la molestia de volver.