El Vallon des Auffes es una de las mayores atracciones turísticas de Marsella, pero un 18 de febrero era un lugar fantasmagórico. Los restaurantes estaban cerrados. Los barcos, vacíos. Las casetas, cerradas. El muelle que rodea la rada estaba limpio y reluciente como si acabaran de fregarlo con lejía. Janusz apreciaba esa soledad. El viento en la cara. Las salpicaduras del mar suspendidas en el aire. El mar a lo lejos y a la vez tan cerca, presente hasta en la menor partícula de luz. Allí se bebía el azul y se respiraba la sal.

Estaban sentados en la barandilla del pequeño puerto, prácticamente con los pies en el agua, frente al acueducto que separa el cielo y el mar con sus arcos. Un momento ideal para retomar su interrogatorio.

—¿Cómo sabes que soy médico?

—No lo sé. ¿Eres médico?

—Hace un rato les has dicho a los demás que era médico.

Champú se encogió de hombros. Sacó sus provisiones para el desayuno. Dos fiambreras abolladas. Unos cruasanes del día anterior, conseguidos en una panadería benevolente. Una garrafa nueva que Janusz había pagado. Llenó las dos fiambreras y luego mojó el cruasán en el tintorro.

—¿No comes nada?

—¿Te dije entonces que era médico?

—No dijiste nada de nada. No eras muy hablador, colega. Pero parecía que sabías de eso. Sobre todo de lo que pasaba en nuestras cabezas.

—¿Como un psiquiatra?

Champú mordió el cruasán sin responder. Las olas le lamían las suelas con un murmullo de espuma.

—¿Recuerdas cuándo nos conocimos?

—Diría que fue en noviembre. Hacía un frío que pelaba.

Janusz sacó su cuaderno. Empezó a tomar notas.

—Te has vuelto un intelectual. —Champú se rió—. ¿No bebes nada?

—¿Fue en el hogar de Emaús?

—Sí.

—¿Dónde está?

El vagabundo lo miró mal. Tenía la piel lampiña, muy blanca, sin barba ni cejas. Unos huesos afilados como los de un esqueleto reseco. La cara cubierta de cicatrices. Vestigios de peleas, pero también una línea más precisa, quirúrgica, en el cráneo. Janusz estaba seguro: al calvo lo habían sometido a una trepanación.

—Emaús: ¿dónde está? —repitió.

—Realmente estás muy mal… Boulevard Cartonnerie, en el Distrito XI.

Se sirvió otro trago y mojó un segundo cruasán. Janusz seguía tomando notas.

—El 22 de diciembre fui detenido por una pelea.

—¿Te acuerdas de eso?

—Más o menos. ¿Sabes qué pasó?

—No estuve allí, pero te vi una vez después. Te pillaron los tipos de Bougainville.

—¿Bougainville?

—Un barrio de Marsella. No queda lejos de la Madrague. Por allí corre una banda de tipos peligrosos. Colgados. Violentos.

Janusz se preguntaba cómo había podido librarse contra semejantes maleantes.

—¿Por qué me atacaron? ¿Para robarme?

—¿Qué te iban a robar? Creo que se te querían cargar.

—¿Eso te dije?

—Estabas cagado de miedo.

—¿Te expliqué por qué querían matarme?

—No. Solo me avisaste de que te ibas. Que había vuelto la luz. Que los dioses escribían su historia. Siempre has sido raro, pero a veces te pones de un imbécil supino.

«La luz». Un vínculo con su sueño, ¿y con el de Patrick Bonfils? ¿Un síntoma de fuga psíquica? «Los dioses y su historia». ¿Una alusión al asesino mitológico? El dolor se le clavaba en la órbita izquierda.

—¿Sabes adónde fui?

—Ni idea. Joder. Pero ¿qué te ha pasado?

—¡Ya te he dicho que no lo sé!

Champú no insistió. El dolor aumentaba y se le extendía por la frente. Janusz trató de calmarlo mirando hacia el mar, bajo los arcos del acueducto. No obtuvo el resultado esperado. Al contrario, el cielo se cubría de nubes. El agua se volvía de un azul negro. Las olas plateadas tenían la crueldad del cristal roto. Su migraña contaminaba el paisaje y no al contrario.

—Antes —dijo frotándose las sienes— me has dicho que no tendría que haber vuelto. «Por la pasma».

—Sí.

—¿Por la historia de la pelea? Eso ya queda lejos…

—Y una mierda. La poli te busca. Aquí. Ahora. Ayer pusieron patas arriba todos los barrios. Me los crucé un par de veces. En la Valentine y en el centro de día Marceau. Nos interrogaron. Te buscan, Jeannot. Te buscan como locos.

Janusz comprendió la verdad. Se creía a salvo bajo su piel de vagabundo, pero, en realidad, era un milagro que hubiera escapado de la policía desde su llegada a Marsella. Anaïs Chatelet había organizado su persecución allí en paralelo a la de Burdeos. Tendría que revisar su estrategia.

—¿Sabes por qué me buscan?

—Se trata de un asesinato. Un indigente. En Burdeos. Unos tipos han oído a la pasma hablar con los trabajadores sociales. Pero yo sé que es un error, Jeannot. —Asió la garrafa y bebió a morro—. Siempre seremos víctimas de la sociedad, nosotros…

—En el albergue me has dicho que no tendría que haber vuelto «por lo demás». ¿Qué es lo demás?

—Los tipos de Bougainville. No son de los que olvidan. Si saben que has vuelto, te buscarán para rematar la faena.

La lista de amenazas no paraba de crecer. La policía. Los ejecutivos. Y ahora una banda de colgados primitivos… Debería gritar, pero no reaccionaba. Estaba como anestesiado.

—Y hay más —prosiguió Champú en voz más baja.

Janusz alargó el cuello, como para recibir el tiro de gracia.

—La policía de Marsella… lo relaciona con el otro asesinato.

—¿Qué otro asesinato?

—En diciembre pasado fue asesinado un indigente. Lo encontraron medio carbonizado en una cala. Entonces se llegó a hablar de un asesino de indigentes, pero no hubo más muertes… O bien el tipo se trasladó a Burdeos.

Janusz temblaba. Su migraña le oscurecía la visión.

—¿Por qué relacionan los dos asesinatos?

—Yo no soy policía.

Respiró profundamente y decidió empezar de cero.

—¿Recuerdas cuándo se halló el cuerpo exactamente?

—A mediados de diciembre, me parece.

—¿La víctima fue identificada?

—Sí. Un checo… Un colgado. No lo conocía.

—¿Era de la banda de Bougainville?

—Creo que no.

—¿Sabes si hallaron huellas en el lugar del crimen?

—No me vengas con esas preguntas. ¿Qué voy a saber yo?

—¿Qué sabes acerca de ese asesinato? Piensa.

El otro hizo una mueca que reflejaba el esfuerzo de su reflexión. Janusz, por su parte, echaba cuentas. Dos cadáveres en su estela. Uno en Marsella y otro en Burdeos. Las presunciones se estrechaban. Movió la cabeza al viento gris. «No soy un asesino».

—¿Y ese asesinato?

—Encontraron al tío en la cala de Sormiou. A doce kilómetros de aquí, a vuelo de pájaro. El cuerpo estaba desnudo y quemado. Se dijo que lo había arrastrado la corriente, pero para mí eso son tonterías. Lo dejaron allí y punto.

—¿Cómo se sabe que fue un asesinato?

—Había una puesta en escena.

—¿De qué tipo?

Champú se echó a reír.

—¡El tío tenía alas!

—¿Qué?

—Te lo juro. Unas alas quemadas a la espalda. Los periodistas hablaron de un tipo que hacía ala delta y se la había pegado en alta mar. Pero no saben nada de nada. ¿Por qué se habría quemado? ¿Por qué estaría en pelotas?

Janusz ya no lo escuchaba. El asesino del Olimpo. El nombre desgarró su mente, un relámpago en un cielo negro. Antes de al Minotauro en Burdeos, había matado a Ícaro en Marsella.

—Dale un trago —dijo Champú tendiendo la garrafa—. Estás pálido.

—Se me pasará, gracias.

—¿Quieres quitarte del alcohol o qué?

Janusz se volvió hacia su acólito.

—¿Y cómo sabes tú todo eso?

Champú sonrió y bebió otro trago.

—Tengo mis contactos.

Janusz lo agarró del cuello y lo atrajo violentamente hacia él. La garrafa rodó por la rampa del puerto.

—¿Qué contactos?

—¡Eh, cálmate! Conozco a un tío, eso es todo. Claudie. Ha dejado de mendigar. Tiene un curro.

—¿Es poli?

Champú se liberó y avanzó a cuatro patas hacia la garrafa de tintorro. La agarró antes de que tocara las olas oscuras.

—Casi —dijo volviendo sobre sus pasos—. Trabaja en la morgue de La Timone. Empuja los carritos de los muertos. Él me contó todo eso. Oyó a la poli que… ¿Qué haces?

Janusz estaba de pie.

—Vamos.