La caseta de playa de los Bonfils estaba desmontada.
Cuatro paredes desnudas que rodeaban el vacío. Todos los muebles, ropa y demás enseres se hallaban en el exterior. La vivienda ya no tenía suelo ni techo. Los listones se apilaban a unos metros de allí. Las tablillas se amontonaban un poco más lejos. Las paredes habían sido agujereadas en varios sitios en busca de eventuales cavidades. El yeso lo cubría todo como ceniza volcánica. Unos gendarmes clavaban picas y sondas y pasaban detectores de metales por todos los rincones de las ruinas.
Los bienes de Patrick Bonfils y de Sylvie Robin estaban clasificados por categorías sobre varias lonas. Cada sección estaba cubierta con un toldo para evitar que la lluvia mojara esos vestigios.
Anaïs dio unos pasos entre las tiendas, con chubasquero y botas de caucho. Estaba de un humor de perros. No había podido dormir después de la pesadilla. Releyó y corrigió su resumen y al alba se lo envió por correo electrónico al juez. La gripe no remitía y acababa de discutir con el comandante Martenot, que afirmaba que aún no había recibido los resultados de la autopsia de los cadáveres. La mentira ya era grotesca.
Una de las lonas estaba dedicada a los electrodomésticos y la vajilla. Otra, a la ropa y lencería del hogar. Otra, al mobiliario del baño y del aseo: lavabo, taza y bañera. Otra más, a los libros de Bonfils. Anaïs tenía la sensación de pasear por un mercadillo.
Por primera vez desde hacía mucho tiempo, tenía calor en los brazos. Por el camino desde Guéthary se compró el tradicional botiquín de primeros auxilios. Desinfectante. Crema cicatrizante. Vendas. Se curó en el coche. Como una loba que se lame las heridas.
Sonó el móvil. Le Coz.
Se refugió bajo un árbol.
—He avanzado mucho —dijo el policía con un tono de satisfacción en la voz.
—Cuéntame.
Le Coz había ido a las oficinas de la ACSP y había despabilado al vigilante nocturno. Dio con los archivos de la empresa. La inscripción en el registro mercantil. La escritura de constitución. Los balances anuales. La lista de clientes de la empresa: farmacéuticas o unidades de producción que utilizaban a la ACSP para la vigilancia de sus lugares públicos. Nada que destacar.
En cuanto a los orígenes, la empresa pertenecía a un holding complejo. Anaïs no comprendió el entramado de empresas que Le Coz trataba de explicarle, pues el pijo, antes de ser policía, había cursado una formación comercial. De todo ello solo destacaba un hecho notable. Esa constelación pertenecía a un importante grupo de la industria química francesa, Mêtis, con sede en los alrededores de Burdeos. Anaïs ya había oído hablar de él.
—¿Qué has averiguado respecto a Mêtis?
—Nada, o casi nada. Actividades químicas, agronómicas y farmacéuticas. Miles de empleados por todo el mundo, pero sobre todo en Francia y en África.
—¿Eso es todo? ¿Quiénes son los propietarios?
—Es una sociedad anónima.
—Hay que averiguar más.
—Es imposible, y lo sabes. Mi registro ya ha sido completamente ilegal y si damos un paso más vamos directos contra la pared. ¿Sabes que ya han designado a un juez?
—Me veré con él esta tarde.
—¿Mantendremos el caso?
—Te lo diré esta noche. ¿Algo más?
—Sí. Esta mañana ha habido una noticia bomba.
—¿Qué?
—Han localizado a Victor Janusz en Marsella. Hay varios testimonios coincidentes. Ha dormido en un albergue de indigentes. ¿Quieres el número de teléfono del comandante que dirige la operación?