A las siete y media se tocó diana. Todo el mundo al comedor. ¡Y deprisa!

Janusz siguió el movimiento. Tras los sucesos de los lavabos, acudieron en su auxilio. Lo curaron y un comprimido de Imodium le detuvo la diarrea. Escucharon su testimonio. No le dio importancia a la agresión y la redujo a una simple pelea entre vagabundos. Los vigilantes no eran ingenuos. Sospechaban de los rumanos. Janusz juró que no habían sido ellos. Lo enviaron de nuevo a la cama y le prometieron que a la mañana siguiente tendrían una nueva conversación en presencia del director del albergue, y sin duda también de la policía. No logró dormirse. Los asesinos del traje. La brida. El silenciador enroscado en el arma. ¿Cómo habían podido dar con él? ¿Lo habían seguido desde Biarritz hasta allí? ¿Lo habían identificado en el albergue? ¿Quién?

Esa noche por lo menos le había proporcionado una respuesta. Desde el atentado de Guéthary se preguntaba si también se lo querían cargar a él. Ya no había duda alguna: estaba en la lista.

Janusz se había jurado despedirse a la francesa en cuanto amaneciera. No tenía intención de responder a más interrogatorios. No tenía intención de retomar el contacto con el mundo civilizado y menos aún con la policía. Quizá su foto ya circulaba por las comisarías e incluso por los albergues, los comedores sociales y por todos los lugares por los que podría reaparecer Janusz. Tenía que huir. Y urgentemente.

Las rejas del albergue no abrían hasta las ocho y media. En eso pensaba, mirando su taza de café y su pedazo de pan cuando en el comedor se produjo una agitación anormal. Su vecino de mesa temblaba. Otro, cuatro asientos más allá, también temblaba. Y otro más, sentado a la mesa de al lado, temblaba aún más fuerte. Las sacudidas, los martilleos y los golpeteos iban en aumento. La sala entera parecía sometida a una monstruosa vibración.

Janusz lo adivinó. Hacía más de ocho horas que esos hombres y mujeres no habían bebido. No necesitaban café ni tostadas. Necesitaban tintorro. Algunos se aferraban a la taza. Otros sufrían convulsiones y sus sillas bailoteaban sobre el suelo.

En el Pierre Janet, los sin techo recogidos por la noche padecían el mismo mal al despertar. La sed de tintorro hervía en sus venas y les provocaba unos espasmos que hacían reír a los demás. Lo llamaban la tiritera, el temblor.

Janusz miró en derredor. La mitad de la sala se agitaba. La otra mitad se partía de la risa y gritaba: «¡Tiritera, tiritera!». Cogió su bandeja y se puso en pie. Se avecinaba una gigantesca crisis de epilepsia y se requeriría una fuerte presencia de asistentes. Era el momento ideal para largarse.

Al dejar la taza en un fregadero, oyó una voz que se dirigía a él:

—¿Jeannot?

Janusz se volvió. Frente a él había un hombrecillo con un gorro negro y un plumífero anudado con un cordel. En sus ojos brillaba el tan esperado milagro: el destello del reconocimiento.

—¿Eres Jeannot, verdad?

—Me llamo Janusz.

—Claro, Jeannot. —El hombre se echó a reír—. Dios mío, ¿se te ha ido la bola o qué?

No respondió. Aquel rostro no le decía nada.

—Soy Champú —continuó el otro.

Con un gesto, se quitó el gorro. Completamente calvo. Se frotó el cráneo.

—Champú, ¿lo pillas? ¿Estás loco, volviendo aquí?

—¿Por qué?

—Dios mío, ¡lo que debes de haber bebido!

—Yo… ¿bebo?

—Eres una esponja, colega.

—¿Por qué no debería haber vuelto?

—Por la pasma. Y por todo lo demás.

A sus espaldas, la tiritera proseguía. Gritos, risas y temblores. El albergue despertaba. De la única manera posible: como una pesadilla.

Janusz asió del brazo a Champú y lo llevó a un rincón tranquilo, cerca de los termos y de las mermeladas.

—No me acuerdo de nada, ¿lo pillas?

El calvo adoptó un tono fatalista y se rascó la cabeza.

—A todos nos pasa un día u otro…

—¿Dónde nos conocimos?

—En Emaús. Currabas allí.

Por eso nadie lo reconocía en la calle. Janusz no era un perro vagabundo. Tenía su sitio. El hogar de Emaús en Marsella. Pensó en el tipo al que se encontró en el tren de Biarritz. ¿Daniel Le Guen? Un compañero de Emaús. Tendría que haber iniciado su investigación por esa pista.

El alboroto se hizo insoportable. Llegaron unos asistentes sociales. Otros abrían las puertas. Había que soltar a las fieras. Tendría que aprovechar la aglomeración.

—Larguémonos —le dijo.

—¡Si aún no he desayunado!

—Te invito a un café fuera.

Lo empujaron contra los fregaderos. Se había formado un tumulto. Sin duda una pelea, con sus gritos de ánimo y sus partidarios. Janusz asió con más firmeza el brazo de Champú y lo empujó hacia la salida.

—Vamos.

Al pasar, echó un rápido vistazo al grupo. No era una pelea. Una mujer acababa de caer tendida al suelo. Inmóvil, como muerta. Apartó a los otros a codazos y se abrió paso hasta ella. Arrodillado, la examinó rápidamente. Aún estaba viva.

Al acercarse a ella respiró un fuerte olor a manzana. Era más que un indicio, era una explicación. Ese olor era el de la acetona que saturaba su piel. Un coma diabético, provocado por una cetoacidosis. La mujer no debía de seguir su tratamiento de insulina o bien no había comido desde hacía varios días. En cualquier caso, había que inyectarle urgentemente una dosis de glucagón. Y ponerle una perfusión glucosada.

En su cabeza se alumbró una verdad implícita. No cabía duda alguna: era médico.

A modo de confirmación, Champú voceaba a su espalda:

—¡Dejadle! ¡Lo conozco! ¡Es médico!

Los vagabundos bramaban, reían y temblequeaban. Todos decían la suya:

—¡Tiene que respirar en una bolsa!

—¡El boca a boca! ¡Quiero hacerle el boca a boca!

—¡Avisad a la poli!

Finalmente acudieron los asistentes. Janusz se levantó y desapareció discretamente. Pronto llegaría un médico. Champú seguía allí, gesticulando y jugando a médico de urgencias.

Janusz lo tomó de nuevo del brazo y lo llevó al patio.

Las rejas estaban abiertas. Los vagabundos comenzaban a salir a su jungla de asfalto y humo. Tenía que actuar rápidamente. El calvo frenó en seco:

—¡Espera! ¡Tengo que recoger mis cosas!

Perdieron cinco minutos más en la consigna y finalmente salieron. Se cruzaron en la puerta con una ambulancia que llegaba. Remontaron el bulevar a paso rápido. Su impresión de la víspera era correcta: el barrio estaba en plena renovación, lo que conllevaba primero una ola de destrucción. Los terrenos en obras se alternaban con edificios decrépitos de ventanas tapiadas. En el centro de la avenida, un puente de la autopista dominaba esa tierra de nadie en mutación.

Janusz vio a unos sin techo que se arrodillaban junto a una fachada ciega. Unos rabinos ante el muro de las Lamentaciones.

—¿Qué hacen?

—Recuperan las bebidas alcohólicas. En el albergue está prohibido el alcohol. Ocultamos nuestras provisiones en las grietas de esa pared. Así no se pierde tiempo al despertar. A veces, incluso hay quien se levanta de noche para ir a por un trago. Visto y no visto, tío… ¿Adónde vamos?

Sin pensar, Janusz respondió:

—Necesito ver el mar.