—¿Te gusta? —dice en español.

El prisionero, con los ojos desorbitados, suelta un grito como respuesta. Aspira aire por la boca que le mantiene abierta un retractor, un instrumento antiguo de acero de la Primera Guerra Mundial.

—¿Te gusta?

El hombre trata de mover la cabeza, pero un garrote de cuero lo mantiene contra el respaldo de la silla. Vomita sangre. Su rostro es un amasijo de huesos y cartílagos destrozados.

No aparta la vista de la serpiente enroscada a la mano del verdugo.

—¿Te gusta?

Es una ñacaniná, una serpiente acuática importada de las marismas argentinas. Negra y cobriza, no es venenosa, pero no deja de dilatar el cuello al encolerizarse.

Está a solo unos centímetros de la boca abierta del prisionero. El hombre gruñe, ruge y se agita, con la garganta en carne viva. La serpiente se retuerce, se arquea y se extiende. Su cabeza triangular silba y golpea al prisionero en los labios. El animal tiene miedo, quiere encontrar un escondrijo, meterse en una cavidad húmeda, familiar…

—¿Te gusta?

El hombre grita de nuevo, pero el alarido se detiene en seco. La mano del verdugo le ha metido la serpiente en la boca y el reptil se ha deslizado en el acto por el esófago, feliz de poder ocultarse por fin. Un metro de músculos, escamas y sangre tibia desaparece por la garganta de la víctima, que se asfixia en el acto.

Anaïs se incorporó gritando.

El silencio de su habitación la dejó sin aliento. Todo se encontraba a oscuras. ¿Dónde estaba? La voz de su padre resonaba junto a ella. «¿Te gusta?», así, en español. El silbido de la serpiente rondaba aún por la habitación. Hipó y sollozó. Su cerebro flotaba. En la sombra, distinguió el bastón y los zapatos asimétricos… La habitación de su padre…

«No». La habitación de un hotel. Biarritz. La investigación. Esas referencias le dieron cierto consuelo. Pero el sueño la dominaba aún. El retractor le dolía en las mandíbulas. La ñacaniná se agitaba en su garganta. Tosió. Se frotó el cuello.

Recobró la lucidez. Y los recuerdos.

Ahora alimentaban sus sueños. Buscó su reloj en la mesilla de noche. No leyó la hora, sino la fecha: 18 de febrero de 2010. Tenía que olvidar al Cojo. Ya no era una niña. Era una mujer. Y policía.

Sentía un calor insoportable. Se levantó para comprobar el radiador eléctrico, pero se quedó pegada a las sábanas. ¿El sudor? Anaïs dio con la lamparita de noche y la encendió.

Su cama estaba cubierta de sangre.

Comprendió lo sucedido en el acto. Sus brazos. Heridos. Cortados. Lacerados. La carne abierta como labios. Hacía ocho años que no los había tocado. Y de repente, en pleno sueño, había vuelto a hacerlo…

Se hubiera echado a llorar si su caja torácica no hubiera estado aplastada por el desconcierto. «Lógica de policía». ¿Con qué se lo había hecho? ¿Dónde estaba el arma del crimen? Entre las sábanas, pegado entre dos pliegues ensangrentados, encontró un trozo de cristal. Alzó la vista hacia la ventana. Intacta. Fue al baño. El tragaluz estaba roto. Había cristales en el suelo.

Cogió la toalla de baño y la echó al suelo para proteger sus pies descalzos. Se acercó al lavabo. Recuperó los gestos, guiada por la costumbre. Agua fría sobre los brazos. Papel higiénico sobre las heridas. La mejor fibra para cicatrizar. No le dolía. No sentía nada. Para ser exacta se sentía bien, como todas las veces…

Utilizó su perfume para desinfectar las heridas y luego se vendó los antebrazos con papel higiénico. Era un símbolo claro: ella era una mierda.

En un arranque de rabia, regresó a la habitación y arrancó las sábanas, la manta y la colcha. Lo arrojó todo a los pies de la cama. Las pruebas directas de su crimen. Se detuvo. Oía de nuevo la voz de la pesadilla, la voz de su padre que decía, en español: «¿Te gusta?».

Por eso se mutilaba.

Quería purgar esa sangre que la repugnaba.

Arrancarse de su propio linaje.

Se sentó sobre el colchón inmaculado, apoyando la espalda contra la pared blanca y con los brazos enroscados alrededor de sus piernas dobladas. Oscilaba adelante y atrás, como un loco en su celda de aislamiento.

Rezaba en voz baja, en español. Con la mirada extraviada, la mente en blanco, repetía, balanceándose:

Padre nuestro, que estás en el cielo,

santificado sea tu nombre;

venga a nosotros tu reino;

hágase tu voluntad en la tierra…