El dolor lo despertó de un sobresalto.
Un punto de dolor irradiaba sus tripas. Unos surcos ardientes partían de su pubis y subían hasta las costillas. La onda alcanzaba también la espalda como si fuera a segarle las vértebras.
Abrió los ojos. Las luces estaban apagadas. La planta estaba sumida en el silencio. ¿Qué le ocurría? Un lúgubre ruido de sus tripas le respondió. Acompañado de una precisa quemazón alrededor del ano. Cagaleras. Haber bebido tinto peleón todo el día. O simplemente una gastroenteritis. O, aún más simple, el miedo. Un miedo que se había apoderado de él desde el día anterior y estallaba ahora en sus entrañas.
Se volvió de lado, sosteniéndose el vientre con las manos, y puso los pies en el suelo. La cabeza le daba vueltas. Las piernas le temblaban. Tenía que aliviarse urgentemente en los retretes. Arqueado, se metió la navaja en el bolsillo y se tambaleó hacia la puerta del dormitorio. El dolor aumentaba a cada paso.
Se detuvo en el umbral y se agarró al marco de la puerta. Recordó haber visto unos lavabos a la entrada del pasillo. Ni siquiera estaba seguro de poder aguantar hasta llegar allí…
Avanzó en la oscuridad, apoyándose en la pared, con los brazos replegados sobre el abdomen. Toses. Pedos. Ronquidos. Llegó a los lavabos. Y se encontró con una fiesta nocturna. Dos asistentes trataban de sujetar a un hombre que se agarraba con las dos manos a un grifo. Janusz solo vio sus ojos. Inyectados de locura. El tipo no protestaba, no gritaba, solo se concentraba en su asidero. Los dos asistentes tampoco, y tiraban con todas sus fuerzas hacia atrás.
No era cuestión de aliviarse en mitad de aquel combate de lucha libre.
Las duchas. Disponían de retretes. Empujó la puerta acristalada. Giró a la derecha. Llegó al patio. Por unos breves instantes, el aire helado le hizo olvidar el dolor. Todo estaba petrificado. Incluso los perros, en el tejado del primer barracón, se habían calmado.
Janusz no tenía la menor idea de qué hora era. Se hallaba en el corazón de la noche y de su dolor. Casi arrastrándose, atravesó el edificio de los marginados. La sala de las duchas estaba a oscuras. Localizó las puertas rojas, las baldosas blancas. Lo habían limpiado todo. Flotaba un fuerte olor a lejía. Empujó una puerta. Ocupado. Del interior surgían gemidos y potentes flatulencias.
El siguiente estaba libre. Abrió la puerta empujándola con la cabeza. Entró con torpeza en el espacio y se volvió. Se bajó el pantalón. Se sentó en la taza sin tomarse la molestia de correr el pestillo de la puerta. El cólico le perforaba el culo.
El alivio lo dejó sin aliento.
Cerró los ojos bajo el efecto del placer. Se vaciaba. Se liberaba del mal… A pesar del dolor que aún sentía, era una bendición.
Con los párpados cerrados, percibió los ruidos del otro retrete, un eco de su propia miseria. Ahora era uno de ellos. Un colega de mierda. Un cómplice de lo más íntimo. Y esa cagada era su bautismo de fuego.
Se quedó quieto.
Una presencia, justo frente a él.
Abrió los ojos sin alzar la vista. A unos centímetros de sus Converse había unos Weston relucientes. Presa del pánico, trató de comprender el prodigio. No había cerrado la puerta. El hombre se había deslizado al interior y había cerrado. Todo eso mientras él cagaba sin mesura.
Janusz fingió no haberse percatado de nada. Su primer pensamiento fue para los rumanos, pero los Weston no encajaban en esa hipótesis. Alzó ligeramente la cabeza. El pantalón de traje, ajustado, de buen corte, recordaba a las grandes marcas italianas.
Unos centímetros más y vio las manos. El intruso sostenía una brida Colson. Una cinta de nailon con el interior dentado como una cremallera. Común entre cualquier obrero del mundo. ¿Cómo sabía él aquello?
Se llevó la palma de la mano derecha a la garganta. La brida acababa de rodearle el cuello. El garrote se hundió en el canto de su mano. Contrajo los dedos sobre la ligadura y frenó el ataque. Mientras el asesino buscaba una nueva posición, Janusz se puso en pie de un salto y dirigió la cabeza contra el mentón de su agresor. Un dolor fulgurante lo percutió. Se dejó caer sobre la taza del váter ahogando un grito.
El agresor había soltado la brida. Se tambaleaba y rebotaba contra la puerta. Janusz no se subió el pantalón. Con la mano izquierda —tenía aún la derecha atada a su propio cuello—, empujó al asesino afuera. Sin resultado alguno. De repente recordó que la puerta se abría hacia dentro. Agarró el pestillo y tiró. La puerta se entreabrió, bloqueada por el adversario que recuperaba el sentido.
Gritó:
—¡Socorro!
En ese segundo, exactamente en ese segundo, supo que su vida pendía de un hilo. Frente a él había otro hombre, al otro lado del umbral, que empuñaba una pistola automática. Lo reconoció en el acto. Uno de los ejecutivos del barrio Fleming. Uno de los asesinos de la playa de Guéthary.
El hombre de negro alzó el brazo en su dirección.
—¡Socorro!
El primero ocultó su campo de visión. Salió del retrete, tambaleándose, con las manos aún en la cara. Janusz levantó los pies y cerró la puerta de una patada. Se acurrucó junto a la taza del váter, con los codos alzados delante de la cara y gritó de nuevo:
—¡Socorro!
No pasó nada. No hubo ninguna detonación, ni impactos de balas ni dolor. Nada. Intuyó que ya no había nadie al otro lado de la pared.
Con su mano libre, Janusz se limpió raudo el trasero y se subió el pantalón en un arranque de dignidad.
No dejaba de chillar, con voz de cerdo en el matadero:
—¡Socorro!
Ruido de pasos apresurados en el patio. Acudían en su ayuda. Tuvo el tiempo justo de tirar de la cadena y se echó a reír nerviosamente. Estaba vivo. Salió del retrete y logró liberar los dedos de la brida, ayudándose con los dientes y la mano izquierda. Tuvo aún la serenidad de ocultar la brida bajo el cuello de la camisa. No era cuestión de explicar la agresión.
El ruido de una puerta al cerrarse lo hizo volverse y reanimó en sus venas el pánico apenas extinguido. Apareció una cabeza de tez curtida y barba de profeta. Era su cómplice de cagalera.
Le hizo un gesto tranquilizador y acabó de abotonarse el pantalón. Su mano derecha estaba exangüe y dolorida. Se inclinó sobre un lavabo y se echó agua a la cara. Sintió el mango de la navaja en el bolsillo. Ni siquiera había pensado en utilizarla. La había olvidado por completo.