—¿Señor Saez? Soy Anaïs Chatelet, capitán de la policía de Burdeos.

Una pausa.

—¿Cómo ha conseguido mi número de teléfono?

Ella no se molestó en responder. Otra pausa.

—¿Qué desea?

El tono era altivo, pero la voz, dulce. Anaïs había decidido permanecer en Biarritz hasta el día siguiente. Después de tomar un café con Martenot, recibió un SMS con los datos de la empresa propietaria del todoterreno. El Q7 pertenecía a la ACSP, Agencia de Control y Seguridad Privada, una empresa de vigilancia implantada en la zona terciaria de Terrefort, en Bruges, en los alrededores de Burdeos. Llamó. Nadie se mojó e incluso se negaron a darle el teléfono particular del dueño, Jean-Michel Saez.

Anaïs no insistió. Buscó un hotelito en Biarritz, L’Amaia, en la avenue du Maréchal-Joffre, y prosiguió la investigación. Cuando obtuvo el número particular de Saez, comenzó el asalto, llamando a su móvil cada media hora sin dejar mensajes.

Finalmente, a las diez de la noche, acababa de responder.

—Su empresa es propietaria de un todoterreno Audi Q7 Sline TDI, con matrícula 360 643 AP 33.

—Sí. ¿Y qué?

La voz melosa seguía haciendo gala de suficiencia. Anaïs se disponía a hacerle comer su tonillo pretencioso cuando se dio cuenta de que no contaba con ningún arma de ataque. Solo el comentario de un fugitivo que había tenido la impresión de que lo seguía un vehículo.

Decidió tratarlo con amabilidad.

—Ese vehículo ha sido identificado en varias ocasiones tras los pasos de un médico de Burdeos. El hombre nos ha prevenido. Tiene la sensación de que el coche de su empresa lo está siguiendo.

—¿Ha presentado una denuncia?

—No.

—¿Tiene las fechas de esos supuestos seguimientos?

Freire precisó que esa presencia se inició tras el descubrimiento de Patrick Bonfils.

—El 13, 14 y 15 de febrero de 2010.

—¿Qué más tienen acerca de ese vehículo?

La voz mantenía la calma. A Saez incluso parecía divertirlo esa conversación. Ella no resistió la tentación de soltar la bomba.

—El mismo todoterreno podría estar implicado en un doble asesinato perpetrado en la playa de Guéthary ayer, el martes 16 de febrero.

El dueño de la ACSP se contentó con una carcajada.

—¿Le parece divertido?

—Lo que me resulta divertido es el funcionamiento de la policía. Mientras sigan así, la gente que quiera vivir con seguridad seguirá necesitando a gente como nosotros.

—Explíquese.

—Denuncié el robo de ese vehículo hace seis días. El 12 de febrero, exactamente.

Anaïs encajó el golpe.

—¿En qué comisaría?

—En la gendarmería de Bruges. Cerca de nuestras oficinas. Creía que la guerra de las policías era algo de otra época.

—Trabajamos codo con codo con los gendarmes.

—En tal caso tienen que mejorar la comunicación.

Anaïs tenía la boca seca. Sentía que el hombre mentía, pero, de momento, no podía añadir nada más. Trató de concluir con dignidad.

—Ya nos explicará todo eso en comisaría. Rue François de Sourdis…

—De ninguna manera.

—¿Disculpe?

—He tenido mucha paciencia con usted, señorita. Ahora ha llegado el momento de poner los puntos sobre las íes. Solo pueden convocar a sus despachos a los sospechosos. Y no a quienes han presentado una denuncia. Cuando encuentren mi coche, si algún día llegara a suceder, en ese momento me pedirá amablemente que pase por comisaría y ya veré cuál es mi disponibilidad. Buenas noches.

Se oyó el tono del teléfono. Anaïs estaba alucinada ante el aplomo de aquel gilipollas. El hombre debía de tener unos lazos privilegiados con el poder bordelés. Veladas entre notables. Donaciones a los políticos. Favores ilícitos de todo tipo. Sabía qué era eso. Se crió en esa ciénaga.

Estaba en su habitación. Colores apagados. Mobiliario de otra época. Olor a moho y a productos de limpieza. Un lugar idóneo para velar a la abuela en su lecho de muerte. Se instaló ante un minúsculo buró, cubierto con un hule, y releyó la información que ya había reunido acerca de la empresa ACSP.

La agencia existía desde hacía doce años. Ofrecía unas prestaciones estándares. Vigilancia y adiestramiento canino. Agentes de seguridad y de vigilancia. Escoltas personales. Alquiler de vehículos de lujo… Anaïs había consultado su página en internet. El tono era distendido, pero la información era opaca. La empresa pertenecía a un grupo, pero no se sabía a cuál. Jean-Michel Saez hablaba de su «larga experiencia en cuestiones de seguridad», pero no había manera de saber dónde la había adquirido. En cuanto a las referencias, la empresa se escudaba en la confidencialidad y no mencionaba a ninguno de sus clientes.

Anaïs se puso a buscar artículos, opiniones e indiscreciones. De nuevo, un fracaso. Parecía que la ACSP fuera una empresa fantasma sin pasado, clientes ni socios.

Llamó a Le Coz. Voz huraña. Desde su regreso a Burdeos, se ocupaba de los falsos testimonios y de las pistas fantasiosas acerca del fugitivo. Y, de propina, tenía la presión de la prensa y de las autoridades: «¿Dónde está Victor Janusz?». Anaïs se preguntó si secretamente no se había quedado en Biarritz para huir de todo eso.

—¿Hay noticias del juez?

Desde el día anterior se hablaba de una designación inmediata. La fuga de Freire había acelerado las cosas. Ya no cabía hablar de plazo de flagrancia. Adiós a la independencia. Adiós a la libertad. Y quizá también adiós al caso…

—Aún no —dijo Le Coz—. Parece que la fiscalía se ha olvidado de nosotros. Ojalá. ¿Y el resto?

«El resto» era Janusz y su huida.

—Nada. Se nos ha escapado entre los dedos. Hay que admitirlo.

Por un lado, Anaïs se alegraba de esa evidencia. Por otro, temía lo peor. Janusz quizá habría estado más seguro en prisión. Cualquier fugitivo corre el riesgo de recibir una bala perdida y este, además, tenía a unos francotiradores profesionales tras su rastro.

—¿Dónde estás?

—En la oficina.

—¿Aún tienes fuerzas?

Le Coz espiró pesadamente en el auricular del teléfono:

—Dime.

Anaïs confió a Le Coz ir a las oficinas de la ACSP y registrarlas. Mientras no se designara un juez, su grupo disponía de todos los poderes.

—Quiero un historial detallado de la empresa —dijo Anaïs—. La lista de sus clientes. Su organigrama. El nombre del grupo al que pertenece. Todo.

—¿Voy allí mañana?

—Ve ahora mismo.

—¡Si son las diez de la noche!

—Habrá un vigilante nocturno. Muéstrate persuasivo.

—Si Deversat llega a averiguar esto…

—Cuando lo descubra ya tendremos la información. Eso es lo único que importa.

Le Coz no respondió. Aguardaba la palabra mágica.

—Yo te cubro.

Obedeció, más o menos tranquilo. Ella vaciló y decidió llamar al comisario en persona. A su número particular.

—Esperaba su llamada —dijo él con tono sentencioso.

—Yo, la suya.

—No tenía nada en concreto que decirle.

—¿Está seguro?

Deversat se aclaró la voz:

—Se ha designado un juez.

Su corazón dio un brinco. Había hecho la pregunta por casualidad y se volvía contra ella con la violencia de un bumerán.

—¿A quién han nombrado?

—A Philippe Le Gall.

Podría haber sido peor para ella. Uno nuevo, apenas mayor que ella, recién salido de la escuela de la judicatura. Ya había trabajado con él una vez. Se parecía al juez del caso de Outreau. Tenía el mismo aspecto de empollón de la clase. Igual de joven. Igual de inexperto.

—¿Me van a apartar del caso?

—No entra dentro de mis competencias. A usted le corresponde convencer a Le Gall.

—En este caso no se me puede reprochar nada.

—Anaïs, está investigando un asesinato. Relacionado sin duda con otros dos asesinatos. De momento, no ha obtenido usted ningún resultado. Lo único concreto que ha hecho es dejar escapar a nuestro sospechoso.

Ella recapituló para sí los avances en el caso. Había identificado a la víctima. Había identificado a un testigo o un sospechoso. Había descifrado el modus operandi del asesino. No estaba mal en solo tres días. Pero Deversat llevaba razón: solo había hecho su trabajo. Con seriedad, pero sin genio.

—Hay una cosa más —añadió el comisario.

Anaïs se estremeció. Seguía temiendo que la pusieran de patitas en la calle. No por ser mujer ni por ser joven, sino por ser hija de Jean-Claude Chatelet, verdugo de Chile, presunto asesino de más de doscientos presos políticos.

Pero Deversat le dio en otro punto.

—Parece que está usted relacionada con el sospechoso.

—¿Cómo? ¿Quién ha dicho eso?

—Eso no importa. ¿Ha visto a Mathias Freire fuera del marco de la investigación?

—No —mintió ella—. Solo lo vi una vez para interrogarlo sobre un paciente. Patrick Bonfils.

—Dos veces. Fue a su domicilio la noche del 15 de febrero.

—¿Me ha hecho… seguir?

—Claro que no. Es una casualidad. Uno de nuestros hombres se cruzó con su coche frente al domicilio de Mathias Freire.

—¿Quién?

—Olvídelo.

Todos unos cerdos. Todos unos soplones. Los policías eran los peores. La información era su vicio. Su medio natural. Con voz monocorde dijo:

—Lo interrogué otra vez, es cierto.

—¿A las once de la noche?

Anaïs no respondió. Ahora sabía por qué iban a quitarle el caso. Las lágrimas se asomaron a sus ojos.

—¿Sigo con el caso o no?

—¿Cómo lo lleva?

—Mañana tengo que asistir al registro a fondo del domicilio de las dos víctimas de Guéthary.

—¿Está segura de que tiene que estar ahí?

—Volveré por la mañana. Le recuerdo que el coche de Mathias Freire ha sido hallado allí.

—¿Los gendarmes están de acuerdo?

—No hay problema.

—Quiero que esté en comisaría antes de mediodía. El juez quiere verla mañana por la tarde.

—¿Es un examen final?

—Llámelo como quiera. Antes de verla quiere un informe detallado de todo el caso. Una síntesis. Espero que no tenga sueño, porque lo quiere a primera hora de la mañana por correo electrónico.

Deversat iba a colgar, pero ella le preguntó:

—¿Conoce la empresa ACSP?

—Vagamente. ¿Por qué?

—Uno de sus coches podría estar implicado en el caso.

—¿En qué caso?

Ella forzó un poco las conexiones.

—La matanza de la playa. ¿Qué piensa de esa empresa?

—Tratamos con ellos a raíz de un robo en el barrio de Chartrons. Un palacete particular vigilado por sus guardias de seguridad. En mi opinión, son una pandilla de cabrones. Veteranos del ejército. ¿Se ha puesto en contacto con ellos?

—Sí, con el director. Jean-Michel Saez.

—¿Qué ha dicho?

—Que les habían robado el coche antes de los hechos. Lo comprobaré.

—Ándese con cuidado. Si recuerdo bien, tienen buenas relaciones en las altas esferas.

Anaïs pensó en Le Coz: iba directo a la guerra. Un registro ilegal, basado en simples conjeturas. En el mismo instante, decidió que no lo llamaría. Necesitaba esa información. Su instinto le decía que por ahí hallaría algo. Ya habría tiempo de pagar el pato luego…

Bajó a tomarse un café en el vestíbulo y después subió a la carrera. Abrió un nuevo documento en el Mac y se obligó a redactar la síntesis. Al fin y al cabo, era una buena excusa para recapitular su propia investigación.