—¿Nombre?
—Michael Jackson.
—¿Documentación?
Una carcajada como respuesta. Un asistente social empujó al saco de pulgas a la derecha. Otro apareció frente a la ventanilla acristalada del mostrador.
—¿Nombre?
—Sarkozy.
El tipo de la recepción permanecía imperturbable.
—¿Documentación?
—¿Tú qué crees, gilipollas?
—Sé más educado.
—Vete a tomar por el culo.
—El siguiente.
A medio camino de la cola, Janusz observaba cada detalle. El patio estaba rodeado de edificios de cemento. El centro lo ocupaban unos módulos Algeco. Solo con ver a los internos que rondaban alrededor de cada barracón se podía deducir la asignación de zonas.
Los prefabricados acogían a las mujeres. Junto a indigentes de edad avanzada había jóvenes marginadas que charlaban con un cigarrillo en los labios: eran adolescentes. Se movían en aquel infierno como si fuera el patio de un instituto. Las vigilaban (y sobre todo las protegían) unos sólidos asistentes sociales.
Otro Algeco, al fondo, estaba reservado a los magrebíes: hablaban entre ellos en árabe, en voz baja, con aire de conspiradores. A la izquierda, un barracón de cemento estaba ocupado por los tipos del Este. En medio de la noche se oían varias lenguas eslavas. Janusz entornó los ojos, buscando a los tres rumanos del Jumpy. Allí estaban, fumando tranquilamente. Habían encontrado a unos compadres. Sus ojos brillaban con tanta intensidad como las brasas de sus cigarrillos.
—¡Ya estoy harta! ¡Te digo que ya estoy harta!
Janusz se volvió. Una mujer insultaba a un negro con gorra. Nénette y Titus. La vagabunda llevaba la voz cantante. Ahora era ella quien atacaba. Como era de esperar, acabó recibiendo un tortazo. Se tambaleó y trató de devolver el golpe con su brazo válido. Enseguida se formó un corro alrededor de ellos. Se oían gritos de ánimo y risas. Titus le propinó otro golpe. Nénette se desplomó, del lado de su brazo paralizado, sin poder amortiguar la caída. El crujido de su cabeza contra el asfalto derribó dentro de Janusz una última protección. Ya no podía soportar más esa violencia. Y peor aún, aquella decadencia. Ni uno solo de aquellos monstruos estaba lúcido.
Lo empujaron al interior de la oficina de recepción.
—¿Nombre?
—Narcisse —dijo sin reflexionar.
—¿Narcisse qué más?
—Narcisse a secas. Así me llamo.
—¿Tienes documentación?
—No.
Esas sílabas surgieron del fondo de su cabeza, con inexplicable evidencia.
—¿Fecha y lugar de nacimiento?
Dio la fecha que había leído en los papeles falsos de Mathias Freire. En cuanto al lugar, eligió Burdeos, como provocación.
El asistente del mostrador alzó la vista y lo miró:
—¿Eres nuevo?
—Sí, acabo de llegar.
El asistente social deslizó un tíquet numerado por debajo del vidrio:
—Ve primero a la consigna a entregar tus cosas; al salir, a la izquierda. Luego, ve al edificio de la derecha frente a las duchas. Planta baja. Este número corresponde a una habitación.
A su espalda, un sin techo le dio una palmada para animarlo.
—¡Los grandes marginados, tío! ¡Los mejores!
Janusz pasó frente a la consigna. Más empujones. Unas criaturas entregaban carritos sobrecargados, bolsas llenas de inmundicias, cochecitos de niño llenos de chatarra. Explicó que no tenía cosas que depositar. El auxiliar le dirigió una mirada suspicaz.
—¿No llevas armas? ¿Ni dinero?
—No.
—¿Quieres darte una ducha?
—Sí, gracias.
El hombre lo miró con mayor recelo todavía:
—El bloque siguiente.
Los sanitarios y el edificio de los grandes marginados creaban una callejuela donde hacía más calor, debido a las nubes de vapor que se filtraban por los tragaluces de las duchas. Janusz pasó por otro mostrador. Le entregaron una toalla y un lote de limpieza: jabón, cepillo de dientes y maquinilla de afeitar.
—Antes de la ducha, pasa por el vestidor.
Llegó a un almacén donde la ropa, seca y limpia, estaba clasificada en varios montones. Le vino a la cabeza la idea de que la mayoría de los propietarios de aquellas ropas estaban muertos. Era perfecto para un zombi como él. Un asistente lo ayudó a elegir modelos de su talla. Una camisa de leñador. Un pantalón de lona de jardinero. Un chaleco de abuelo. Un abrigo negro. Sobre todo, halló un par de zapatillas, unas Converse acartonadas, sobre las que se abalanzó. Durante todo el día le habían dolido los pies por culpa de sus zapatones.
Pasó al segundo edificio y no reaccionó de inmediato. El ambiente recordaba a unos grandes baños turcos llenos de vapor. Las puertas eran rojas. Todo lo demás, de baldosas blancas. Una hilera de duchas y de retretes a la izquierda. Una fila de lavabos a la derecha.
El decorado estaba en pésimo estado. Había rollos de papel higiénico en medio de charcos de orines. Las baldosas estaban salpicadas de vómitos. Unas líneas de mierda trazaban un alfabeto obsceno. Es un fenómeno conocido: el contacto del agua relaja los esfínteres. Entre la bruma, los indigentes se desnudaban, gritaban, gruñían y gemían. Algo se avecinaba. «El suplicio del agua…» Unos asistentes controlaban las maniobras, calzados con botas de caucho.
Janusz buscó una cabina, apretando contra el pecho la toalla, el jabón y su nueva ropa. Por primera vez, los olores repugnantes retrocedían en provecho de efluvios de desinfectante industrial. Sin embargo, ahí estaban aún las visiones del horror. Sin sus harapos, los indigentes se quedaban en poca cosa y revelaban unos perfiles de esqueletos grises, rojos y amoratados. Heridas, costras e infecciones dibujaban motivos oscuros sobre su piel manchada.
No había ninguna cabina libre. Un asistente lo colocó al final de los lavabos y le ordenó que se desnudara. Janusz se negó. De ninguna manera iba a quitarse allí la ropa: aún llevaba sus collares antipulgas y no quería mostrar su cuerpo sano y bien alimentado (setenta y ocho kilos de peso y un metro ochenta de altura) que lo delataría a primera vista. Sin hablar del dinero y de la navaja…
A los otros los ayudaban los asistentes, que los desvestían con prudencia. A menudo se arrancaba la piel con la ropa. Aquellos hombres no se habían despojado de sus andrajos durante semanas, meses e incluso años, y ello había provocado aterradoras mutaciones. Un viejo se quitaba lentamente los calcetines, mitad fibra y mitad carne. Sus pantorrillas estaban en carne viva con el dibujo preciso de los calcetines.
—Tu turno. ¡Esa está libre!
Janusz avanzó, pero de entre las nubes de humo surgieron unos gritos. Debajo de los lavabos, un enfermero, arrodillado, sostenía a un hombre inanimado. Otro llegó en su ayuda, con las botas chapoteando en los charcos.
—Hay que enviarlo urgentemente al hospital.
—¿Qué le pasa?
A modo de respuesta, el auxiliar tendió el brazo del indigente, ennegrecido por la gangrena.
—Cuanto más tiempo se deje pasar, más arriba habrá que cortar.
Janusz estuvo a punto de ofrecer su ayuda, pero un asistente se dirigió de nuevo a él.
—¿Vas para allí de una vez, o cómo tengo que decírtelo? La seis está libre.
Avanzó. Vio a un minusválido, agarrado a sus muletas, bajo el chorro crepitante de la ducha. Otro, desvanecido, al que un enfermero lavaba con una escoba.
—¡Vamos, vamos! —gritó un vigilante golpeando las puertas—. ¡No tenemos toda la noche!
Janusz se metió en la cabina y echó el pestillo de la puerta. Se desnudó. Guardó a buen recaudo el dinero. Se quitó los collares. Cuando el agua lo envolvió se sintió por fin al abrigo. El chorro de la ducha, el calor… Se limpió con una rabia sorda, se rascó la piel, se secó y luego se vistió. Metió el cuchillo y el dinero entre los pliegues de su ropa nueva. Se sentía limpio. Regenerado. Como nuevo.
La etapa siguiente era el comedor. Una barraca de obra situada al fondo del patio, ocupada por una veintena de mesas y cuyas paredes estaban forradas de plástico. Allí reinaba una relativa calma. Los alcohólicos a los que les habían confiscado las litronas solo tenían una alternativa: comer y dormir para no tener que sufrir la abstinencia.
A la derecha había un mostrador en el que repartían las bandejas de comida. Janusz se puso en la cola. La sala estaba llena a rebosar. Y hacía demasiado calor. Al hedor de los hombres se añadía la pestilencia de la comida. Un olor a grasa refrita que espesaba el ambiente como una niebla. Encontró sitio en una mesa y vació la bandeja sin mirar qué comía. Ahora estaba como los demás. Castigado por un día de frío y alcohol, ablandado por la noche y derrotado por el sueño.
Pero aún tenía una idea en mente. Nadie lo reconocía. Ni una sola vez en aquel cuartel general de la mendicidad se habían fijado en él. ¿Estaba tras una pista falsa? Al día siguiente lo sabría. De momento, solo aspiraba a una cosa: tumbarse en una cama.
Siguió el movimiento y llegó al barracón de los grandes marginados. Las habitaciones estaban limpias. Ocho plazas en cuatro literas. El suelo era de linóleo y podía amortiguar las caídas, pues los indigentes rodaban de su litera o seguían peleándose en los dormitorios. Eligió una cama de abajo. Prefería estar cerca del suelo para, llegado el caso, huir rápidamente.
El colchón estaba cubierto con una funda desechable almidonada. Se tumbó en la cama y se tapó con la manta, agarrando el mango de la Eickhorn como un niño su peluche. La luz se mantenía encendida. En el pasillo se oían gritos y gruñidos. Todo el mundo se instalaba.
Janusz se dijo que con aquel alboroto le sería fácil dormir con un ojo abierto.
Al cabo de un segundo, dormía profundamente.