—¡Mueve el culo! Ahí está el furgón.

Janusz se levantó trabajosamente. Todo él era una masa de agujetas y escalofríos. Su plan, su investigación y su estrategia de observación se habían ido a freír espárragos a última hora de la tarde. Siguieron recorriendo las calles hasta la noche y acabaron en el lugar donde se habían encontrado por la mañana: las arcadas del club Pernod, frente al Vieux-Port. En ese momento, Janusz ya solo pensaba en una cosa: un poco de calor y algo blando sobre lo que descansar el culo.

A las siete, Bernard sacó una tarjeta de teléfono y llamó al 115, el número del Samu social. Todas las noches, un servicio de vehículos especializados recogía a los vagabundos para llevarlos a los albergues de la ciudad. Algunos indigentes, aquellos que aún estaban lúcidos, llamaban antes de que la noche helada los abatiera. A los demás los localizaban las patrullas que conocían sus guaridas. En invierno prácticamente no había ni un sin techo que durmiera en la calle en Marsella.

Los asistentes sociales salieron del Citroën Jumpy para ayudar a los miserables que se tambaleaban bajo las arcadas. Varios se negaron a subirse a la camioneta.

—¡Yo he escogido vivir en la calle! —vociferaba uno de ellos con la voz rasgada.

Otro forcejeaba con torpeza. Su cuerpo era flácido, blando como una esponja.

—¡Dejadme en paz! ¡No quiero ir al moridero!

—¿Qué es el moridero?

—La Madrague —dijo Bernard recogiendo sus bártulos—. No te preocupes, para tipos como nosotros es lo mejor que hay, en serio.

Aturdido por el frío y la fatiga, Janusz solo comprendía que se acercaba a su objetivo. Las puertas traseras del furgón se abrieron.

—¡Hola, Bernard! —gritó el conductor a través de la pared de plexiglás que separaba el habitáculo de la cabina de los pasajeros.

El otro respondió con su risa de hiena y arrojó sus pestilentes bolsas al interior. Subió. Janusz lo siguió. El olor lo dejó sin aliento. Suciedad, mierda, orina y podredumbre: los efluvios saturaban el aire. Contuvo la respiración y avanzó a oscuras. Se golpeó contra rodillas y brazos, y tropezó con los petates. Finalmente encontró un asiento. Bernard había desaparecido.

Las puertas se cerraron. El Jumpy se puso en marcha. Sus ojos se habituaron a la penumbra y pudo observar a sus nuevos compañeros. Eran una docena, frente a frente, sentados en dos banquetas. Los caretos, las miradas y las manos cubiertas de costras no diferían de lo que había visto a lo largo del día, pero una corte de los milagros al aire libre es una cosa. En un recinto tan reducido, es otra. En las tinieblas rasgadas por las farolas del exterior, esos rostros de gárgolas adquirían una realidad a la vez más densa y más fantástica.

Un hombre rapado tenía el rostro devorado por dos ojos de mirada fija. Otro dormía, con la cabeza entre los brazos, como una piedra sobre un montón de harapos. Otros tenían la cara oculta en la sombra. Ya no se movían, apáticos y petrificados. Un tipo estaba de rodillas en el suelo e intentaba hacer flexiones apoyándose en la banqueta. Eran unos esfuerzos patéticos, torpes y acompañados además de jadeos y resoplidos.

Un asistente social, instalado al lado del conductor, golpeó en el vidrio:

—¡Eh, tú, siéntate ahora mismo!

El deportista se incorporó tambaleándose y cayó sobre el asiento. Su vecino se levantó. Era negro de pies a cabeza, como carbonizado de mugre. Janusz no percibió su olor: solo respiraba por la boca y temía los miasmas que penetraban en su garganta. El hombre se inmovilizó frente a la puerta de doble batiente, separó las piernas y se puso a mear con potente chorro, tratando de apuntar a la ranura central y salpicando a sus indiferentes vecinos.

Sus esfuerzos eran vanos puesto que las puertas estaban cerradas. Los orines, a merced de las aceleraciones y frenadas, fluían hacia el habitáculo. Los golpes en el vidrio se hicieron más insistentes.

—¡Eh! ¡Eso ahí, ni hablar! ¡Ya conoces el reglamento!

El hombre no reaccionó, vaciándose con parsimonia de cisterna. Janusz levantó las piernas para que los orines no lo alcanzaran.

—¡Mierda, no nos obligues a parar!

El indigente por fin retrocedió. Pisó el charco. Se dejó caer sobre los demás y rodó hasta su asiento. El volumen de la banda sonora aumentaba a lo largo de los kilómetros. Las voces lánguidas, agrias y llenas de rencor. Las palabras incoherentes, deformadas y masculladas evocaban los retazos de un lenguaje sin significado y sin uso, que de nada servía ya.

Una mujer no cesaba de repetir:

—No me llamo Odile, no me llamo Odile… Si me llamara Odile todo sería diferente…

Un hombre, de labios hundidos debido a la falta de dientes, aspiraba las palabras en lugar de escupirlas:

—Tengo que ir al dentista… Luego iré a ver a mis hijos…

Otros cantaban, en insoportable cacofonía. Uno de ellos vociferaba más que sus colegas. «Les démons de minuit», un éxito de los años ochenta.

—Menudo ambiente, ¿verdad?

Bernard estaba sentado a su lado: como se hallaba en estado de choque, ni siquiera se había dado cuenta de ello.

—Esto no es nada. Ya verás en la Madrague…

El furgón se detuvo varias veces. Miró fuera. Mientras los asistentes recogían nuevos desechos, otros hombres exhortaban a unas mujeres de edad impredecible, vestidas con plumón y minifalda, a que los siguieran a una camioneta.

—Son putas… —murmuró Bernard—. Las llevan al Jane Pannier.

Sin duda otro albergue… Nuevos pasajeros entraron en el furgón. Empezaban a estar justos de espacio. El cantante no dejaba de vocear, sin medir la ironía implícita de su letra:

—«Me arrastran al fin de la noche / Los demonios de medianoche / Me arrastran al insomnio / Los fantasmas del tedio».

Tres hombres acababan de instalarse en el otro extremo de la cabina, sin decir palabra. No parecían borrachos, ni estaban sucios; al contrario, parecían muy despiertos y lúcidos. Y eso no les confería un aire amistoso. Parecían incluso mucho más peligrosos que los demás.

—Son rumanos… —susurró Bernard.

Janusz recordó. A veces los acogían en el Pierre Janet. Eran reincidentes de la Europa del Este para quienes los albergues populares franceses eran palacios de cinco estrellas comparados con las cárceles eslavas.

—No te acerques a ellos —añadió Bernard—. Matarían a su madre por un tíquet de restaurante. Pero, sobre todo, lo que les interesa es nuestra documentación.

Janusz no dejaba de mirar a los tres predadores. A su vez, estos se habían fijado en él: un falso vagabundo, de manos finas y con una suciedad superficial. Era el individuo al que agredir esa noche. El único que tendría más de un euro en el bolsillo. Se juró no dormir. En respuesta, sentía las agujetas del agotamiento que le atenazaban las extremidades. Buscó en el fondo del bolsillo el contacto de la Eickhorn. Asió la navaja como un amuleto.

El Jumpy aminoró la velocidad. Estaban llegando. El barrio estaba en curso de demolición o de reconstrucción. A esa hora era imposible saber si se trataba de lo uno o de lo otro. Un puente de la autopista dominaba la avenida, cual monstruo de leyenda que amenazara una ciudad antigua. Todo estaba a oscuras, salvo las rejas altas, violentamente iluminadas por potentes proyectores. Un rótulo indicaba: UNIDAD DE ALOJAMIENTO DE URGENCIA. Una multitud vociferante y gesticulante se amontonaba frente a los barrotes. «Los demonios de medianoche…»

—La Madrague, chaval —dijo Bernard—. Más bajo ya no se puede caer. Aquí se acepta a cualquiera, excepto a los niños… Después de esto, ya solo viene el cementerio.

Janusz no respondió. Estaba absorto, fascinado por lo que veía. Frente a las rejas, unos hombres con mono negro, guantes y capuchas, con dorsales amarillos fluorescentes, controlaban las entradas. Por encima de estos, en el tejado de uno de los edificios, unos perros enjaulados ladraban y rugían en la noche. Sin duda eran los animales de los sin techo, pero Janusz pensó en Cerbero, el perro de tres cabezas que vigilaba la puerta del infierno.

—¡Final del trayecto! ¡Todo el mundo abajo!

Todos se levantaron, cogieron sus bártulos y descendieron de la furgoneta. Unas botellas rodaron por el suelo. Algunas se rompieron sobre los charcos de orina.

El cantante hizo un chiste:

—Aquí solo hay cadáveres. ¡Cadáveres de botellas!

Satisfecho con su broma, avanzó con la cabeza gacha, como un jugador de rugby, empujando a los demás y provocando una ola de protestas. Desembarcaban. Bromeaban. Se explayaban. El cuadro evocaba un cubo de basuras volcado en la acera. Unos hombres tapados de la cabeza a los pies esperaban, con Kärchers en mano, dispuestos a limpiar las huellas de su paso.

Frente a las rejas reinaba el caos.

Algunos intentaban entrar a la fuerza, empujando delante de ellos su carrito o sus bolsas. Otros golpeaban los barrotes con las muletas. Y los había que azuzaban a los perros arrojando latas por encima de la valla. Los asistentes sociales trataban de controlar el flujo y de ordenar la cola hacia la entrada, donde la puerta entreabierta solo permitía el paso de una persona a la vez.

Janusz formaba parte de la marabunta. Bajaba la cabeza y se encogía de hombros, trataba de olvidar dónde se encontraba. Por lo menos ya no tenía frío. Se encontró contra la verja, aplastado por la multitud. A través de las barras de hierro, vio la cola en el patio que llegaba hasta el primer edificio. Alrededor de la oficina de recepción iluminada había una pelea. Volaban botellas por los aires y los hombres rodaban por los suelos…

Bernard llevaba razón: aún no había visto nada.