Una noche más sin pegar ojo, o casi.
Jarabe para desayunar.
Era mediodía. Anaïs Chatelet circulaba en dirección a Biarritz con Le Coz. A lo largo de toda la noche había supervisado el dispositivo de búsqueda. Cada grupo, cada control, estaba en contacto permanente con la central instalada en comisaría. Las gasolineras, refugios, casas okupadas y cualquier posible escondrijo en Burdeos habían sido registrados. También se había solicitado a la policía de Marsella que vigilaran las llegadas a las estaciones ferroviarias y aeropuertos, por si Janusz sentía nostalgia de sus orígenes, aunque Anaïs no creyera en ello.
El dispositivo movilizaba a más de trescientos hombres (policías de la división de la Policía Judicial de Burdeos, agentes de la brigada anticrimen y agentes rasos) y gendarmes del departamento. Chatelet, jefe de un equipo de investigación, se había convertido por una noche en comandante de los ejércitos.
Y todo ello inútilmente.
No habían hallado ni un solo indicio.
Para tener la conciencia tranquila, habían apostado a hombres de guardia en su domicilio y en el hospital. Sus cuentas bancarias, los movimientos de su tarjeta de crédito y sus contratos telefónicos estaban bajo vigilancia. Sin embargo, Anaïs sabía que ya nada se iba a mover. Janusz había soltado amarras. Y no cometería ningún error. Había podido valorar su inteligencia en directo.
Esa noche, mientras dirigía la búsqueda y luchaba contra la gripe que le producía el efecto de moverse con escafandra, investigó por su cuenta al hombre de dos caras. Registró las vidas de Mathias Freire y de Victor Janusz. En lo concerniente al indigente, acabó pronto. No había ningún dato en el registro civil. Ningún tipo de constancia administrativa. Anaïs habló con los policías que detuvieron a Janusz en Marsella. Tenían el recuerdo de un marginado camorrista. Lo hallaron en un estado lamentable, con un corte importante en el cuero cabelludo. Lo llevaron al hospital. Su análisis sanguíneo dio una tasa de alcoholemia de tres coma siete gramos. No poseía documento alguno con el que probar su identidad. Dio aquel nombre, eso era todo. Victor Janusz solo existió oficialmente durante su detención, unas horas en la comisaría de policía de Évêché en Marsella.
El psiquiatra había dejado más rastro. Anaïs fue al centro Pierre Janet. Estudió su currículo profesional. Los títulos. El historial. Los certificados del hospital Paul Guiraud en Villejuif… Todo estaba en regla. Todo era falso.
De buena mañana, pidió información al colegio de médicos. En Francia no existía ningún psiquiatra llamado Mathias Freire. Ni tampoco ningún médico generalista. Llamó al Paul Guiraud en Villejuif. Nadie conocía a Freire.
¿Cómo había obtenido Janusz esos documentos?
¿Cómo supo que el Pierre Janet buscaba un psiquiatra?
A las nueve de la mañana, regresó al hospital. Había convocado a los psiquiatras de los diversos servicios. Acudieron de mala gana, desconfiados, y se comportaron como si fueran culpables. Nadie se había percatado de nada. Freire era discreto, solitario y profesional. Su comportamiento no delataba impostura alguna y en ningún momento se dudó de sus conocimientos. Por ello a Anaïs se le ocurrió una idea disparatada: Freire realmente había estudiado psiquiatría. ¿Dónde? ¿Bajo qué nombre?
Luego siguió la pista del Volvo. Se puso en contacto con el vendedor. Freire presentó su permiso de conducir y pagó el vehículo en efectivo, y ello hizo que de pasada se preguntara de dónde había sacado el dinero si un mes antes era un vagabundo. Verificó la información en el registro. No había ningún permiso de conducir a nombre de Freire. Nunca había renovado el permiso de circulación. Tampoco había pagado el seguro.
Indagó también en su banco y habló con el agente de la propiedad que le había alquilado la casa. Todo estaba en orden. Freire disponía de una cuenta que sostenía su salario de médico. En cuanto a la casa, presentó unas excelentes referencias. El agente de la propiedad precisó incluso: «Me entregó sus antiguas nóminas y su declaración de renta». Freire aportó fotocopias, que eran fáciles de falsificar.
Por enésima vez desde la víspera se preguntaba qué etiqueta colgarle al sospechoso. ¿Asesino? ¿Estafador? ¿Impostor? ¿Esquizofrénico? ¿Por qué motivo había ido a verla la tarde anterior? ¿Para entregarse? ¿Para darle una información que probaría su inocencia? ¿Para explicarle el asesinato de Patrick Bonfils y de Sylvie Robin?
Recordó la nota sobre su mesa. «No soy un asesino». El problema radicaba en que ella le creía. Freire era de fiar. Su instinto le decía que no fingía cuando hacía de psiquiatra. Y tampoco fingía cuando juraba que Patrick Bonfils era inocente y quería ayudarlo a descubrir lo que vio la noche del 13 de febrero en la estación de Saint-Jean. Si era el asesino, esa actitud no era lógica. Uno no busca pruebas contra sí mismo… ¿Y en ese caso? ¿Habría perdido también él la memoria?
Dos amnésicos en una sola estación eran demasiados.
Vio pasar el indicador de la salida BIARRITZ y pensó en la otra vertiente del caso, que no encajaba con nada. ¿Por qué habían matado a Patrick Bonfils y a Sylvie Robin? ¿Qué peligro suponían un pescador endeudado y su compañera?
Desde el día anterior trataba de ponerse en contacto con los gendarmes que llevaban la investigación en la Costa Vasca. El jefe de grupo, el comandante Martenot, no le había devuelto las llamadas. A las once de la mañana, tras darse una ducha, decidió presentarse allí. Con Le Coz.
—¿Qué es este jaleo?
Un atasco bloqueaba la salida. Anaïs descendió del coche y rememoró de inmediato el tiempo de perros de esa mañana. Cielo negro. Frío polar. Rachas de lluvia que se abatían como tijeras. Con la mano a modo de visera, divisó a lo lejos un control de policía.
Le Coz preguntó:
—¿Pongo la sirena?
Anaïs no respondió. Evaluaba las fuerzas presentes. No era un simple control de tráfico. Los carriles estaban cortados con cadenas de clavos. Los furgones, con los girofaros girando en silencio, se hallaban estacionados en batería. Los hombres no eran gendarmes corrientes. Vestían traje de faena negro y llevaban chalecos antibalas, petos y cascos de visera blindada. La mayoría empuñaba subfusiles.
—Iré a pie —dijo agachándose para hablar con Le Coz—. En cuanto te haga una señal, arranca y ve hacia allí.
Anaïs se cubrió con la capucha de la sudadera que llevaba debajo de la cazadora de piel y avanzó junto a la fila de coches. Temblaba. Mientras caminaba, bebió otro trago de jarabe. Al verla los hombres armados, a unos cincuenta metros, mostró su identificación tricolor.
—Capitán Anaïs Chatelet, de Burdeos —gritó.
Los hombres no respondieron. Con su visera opaca parecían máquinas de matar, negras, indescifrables, perfectamente reguladas.
—¿Quién es el jefe de grupo?
No hubo respuesta.
El chaparrón se hacía más violento y chorreaba por las pantallas blindadas de los cascos.
—Por Dios, ¿quién es el jefe de grupo?
Un hombre, cubierto con un chubasquero de Gore-Tex, se aproximó.
—Yo. Capitán Delannec.
—¿Qué es este despliegue?
—Son las órdenes. Un fugitivo anda suelto.
Anaïs se ajustó la capucha. La lluvia crepitó sobre su frente.
—Ese fugitivo es mi sospechoso y hasta que se demuestre lo contrario, goza de presunción de inocencia.
—Es un loco.
—¿Y usted qué sabe?
—Ha matado a un indigente en Burdeos. Ha participado en la masacre de dos inocentes en Guéthary. Y es psiquiatra.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Con esos tipos, siempre hay una camisa de fuerza de por medio.
Anaïs no insistió.
—Tengo una reunión con el comandante Martenot. ¿Podemos pasar?
El nombre abrió todas las puertas. Anaïs hizo una señal a Le Coz y este remontó la rampa en sentido contrario. Ella se subió al coche y dirigió un gesto de agradecimiento al gilipollas.
—¿Es por Janusz? —preguntó Le Coz.
Anaïs asintió, apretando los dientes. Él hablaba de Janusz. Ella pensaba en Freire. Esa era la diferencia. Lo recordó con la Coca-Cola Zero en la mano. El cabello moreno. Los rasgos fatigados. El aspecto de Ulises de regreso, agotado, debilitado y a la vez enriquecido, floreciente gracias a todo lo visto. Un hombre con la pátina de una escultura antigua. Debía de ser agradable refugiarse entre aquellos brazos.
Le vino a la mente un recuerdo preciso.
La otra noche, en el umbral de su casa, Freire le murmuró:
—Un asesinato es un motivo extraño para conocerse.
—Depende de lo que ocurra luego.
Dejaron entonces flotar entre ellos ese interrogante. El vaho salía de entre sus labios y materializaba ese futuro cristalino, diáfano e incierto. «Depende de lo que ocurra luego».
Así les bastaba.