Al llegar al pie de la escalera, se detuvo. Al otro lado de la calzada, vio la persiana metálica echada de una tienda de excedentes militares. Cruzó el bulevar y leyó el horario de apertura. Las nueve de la mañana. Dentro encontraría lo que buscaba. Entró en un café, Le Grand Escalier, situado justo enfrente. Se instaló en una mesa apartada, con vistas a la calle, y pidió un café.

El vientre lo torturaba. El hambre. Devoró tres cruasanes y se bebió un segundo café. En el acto, las náuseas reemplazaron el ruido de tripas. «El miedo». Sin embargo, la victoria en la estación le daba una energía nerviosa y febril. Pidió un té y luego fue a orinar, conteniendo sus ganas de vomitar.

Lentamente, amanecía. Primero un pedazo de cielo malva nacarado. Luego un azul de tiza que poco a poco se adueñó de todo el espacio entre los edificios. Freire podía ver ahora los árboles y las farolas rococó del bulevar. Esos detalles eran sugerentes. Recordaba. O más precisamente: sentía. En su sangre. En su carne. Un hormigueo familiar. Ya había «practicado» esa ciudad.

Las nueve.

La tienda de excedentes militares seguía cerrada. Las sensaciones se precisaban. El ruido de la ciudad, la suavidad de la piedra y la dureza de la luz. Y ese toque mediterráneo que flotaba por todas partes, procedente del mar y de la Antigüedad. Freire no tenía pasado, ni presente, ni futuro. Pero allí se sentía en casa.

Por fin, un coloso vestido con chaqueta militar de faena, con un corte de pelo a cepillo, llegó y accionó la persiana de hierro. Freire pagó la cuenta y salió. Al cruzar, advirtió, más allá en el bulevar, una farmacia. Otra idea. Se encaminó hacia allí y compró diversos productos insecticidas, polvos contra la sarna, varias botellas de loción contra piojos y dos collares antipulgas para perros.

Lo guardó todo en la bolsa y se fue hacia la tienda de excedentes militares. Descubrió una cueva de Alí Babá en versión militar, llena de pingos de color caqui, anoraks con estampados de camuflaje, telas de protección, armas blancas y calzado para condiciones extremas. El propietario encajaba con la decoración: cara de legionario, camiseta de tirantes y tatuajes.

—Quisiera ver su ropa más gastada.

—¿Cómo la quiere? —respondió el otro con recelo.

—Es para un baile de disfraces. Quiero disfrazarme de vagabundo.

El hombre hizo una señal a Freire para que lo siguiera. Se adentraron por un laberinto de pasillos de ladrillos pintados de blanco. Un fuerte olor a fieltro, polvo y naftalina flotaba entre las paredes. Descendieron por una escalera de cemento.

El dueño encendió la luz y pudieron ver un amplio espacio cuadrado, con una moqueta sin pegar en el suelo y las paredes pintadas con cal.

—Los invendibles —dijo señalando una pila de ropa en el suelo—. Elija lo que quiera. Pero le prevengo, no regateo.

—Ningún problema.

El tatuado volvió arriba y dejó a Freire rodeado de oropeles. No le costó encontrar lo que buscaba. Solo en la habitación, se desnudó. Se echó sobre el cuerpo los productos insecticidas. Se untó con el polvo contra la sarna. Se colocó un collar antipulgas en el brazo y otro en el tobillo. Luego se puso un pantalón de faena, gastado y raído. Después, una encima de otra, tres sudaderas rozadas, agujereadas y desgarradas. Un jersey azul marino aún más agujereado. Un anorak negro que en su momento estuvo acolchado y ahora era más liso que una alfombrilla. Eligió unas botas militares acartonadas con las puntas abiertas como mandíbulas de cocodrilo. Lo único en lo que no escatimó fueron los calcetines cálidos, gruesos y sin agujeros. Completó su equipamiento con un gorro marinero de rayas finas azules y blancas.

Se contempló en el espejo.

La ilusión no funcionaba.

Su ropa estaba usada pero limpia. Y él mismo —su rostro, la piel y las manos— transpiraba el confort burgués. Tendría que mejorar su aspecto antes de lanzarse al agua. Recogió su propia ropa, la metió en la bolsa y subió la escalera.

El legionario lo aguardaba detrás del mostrador. Cuarenta euros por el lote.

—¿Va a salir así?

—Quiero poner a prueba la verosimilitud de mi disfraz.

Freire sacó el dinero en efectivo para pagar y en ese momento vio, junto a la caja, un expositor con cuchillos de comando y automáticos resplandecientes.

—¿Cuál me aconseja?

—¿De qué quiere disfrazarse, de vagabundo o de Rambo?

—Hace tiempo que quiero comprarme un cuchillo.

—¿Con qué fin?

—Caza. Y excursiones por el bosque.

El legionario eligió un cacharro tan largo como su antebrazo.

—El Eickhorn KM 2000. El rey de los cuchillos de supervivencia. Hoja de acero semidentada. Mango de fibra de vidrio reforzado con poliamida y sistema de rotura de vidrios integrado. Con esta joya, los tipos de Eickhorn Solingen se llevaron el pedido de las fuerzas especiales de intervención del ejército alemán. ¿Se imagina?

El tatuado no debía de haber pronunciado tantas frases seguidas desde hacía tiempo. Freire observaba el objeto, depositado sobre el mostrador. La hoja dentada brillaba como una sonrisa siniestra.

—¿No tendrá algo… más discreto?

El legionario se quedó consternado. Cogió una navaja automática negra y la abrió con un gesto rápido.

—La PRT VIII. También de Eickhorn Solingen. Hoja dentada de acero, muelle interior automático. Mango de aluminio anodizado negro. Pico rompevidrios en la punta del mango y cortador de cinturón de seguridad. Discreto pero sólido.

Freire examinó la navaja, de menos de diez centímetros. Era mucho más fácil de esconder. La cogió, la manipuló y la sopesó.

—¿Cuánto vale?

—Noventa euros.

Pagó, cerró la navaja y se la metió en el bolsillo del anorak.

Salió al bulevar soleado y retomó el camino de la estación. Le pareció que el número de peldaños de la escalera de Saint-Charles se había multiplicado por dos. Una vez en el vestíbulo, preguntó por la consigna. Andén A, a la derecha del vestíbulo. Atravesó el espacio. Le pareció que el número de policías y vigilantes había disminuido. Y también el de pasajeros.

Recorrió el andén desierto y dio con la sala. En el umbral lo aguardaba una puerta de seguridad, vigilada por cámaras y con una cinta corredera equipada con rayos X y un arco detector de metales. Freire retrocedió, sacó discretamente la navaja del bolsillo y la ocultó detrás de un banco del andén.

Luego avanzó, cabizbajo. Dejó la bolsa y el ordenador sobre la cinta corredera. El agente de seguridad, al teléfono, miró distraídamente a la pantalla. Le hizo señal de que pasara. Freire cruzó el arco detector e hizo sonar la alarma, pero nadie se acercó a cachearlo. Recuperó sus pertenencias y lanzó una rápida mirada a las cámaras. Si visionaban las grabaciones el mismo día, estaba jodido.

La sala recordaba a un vestuario de piscina. Paredes de taquillas grises, suelo de linóleo y ni una ventana. Eligió la consigna 09A. Metió la bolsa y el ordenador. Se quitó el reloj y lo guardó en la bolsa, junto con la tarjeta de crédito y la cartera que contenía toda su documentación a nombre de Mathias Freire.

Pagó seis euros y cincuenta céntimos por setenta y dos horas, cogió el tíquet que era a la vez la llave y cerró la puerta metálica. Cuanto quedaba de Mathias Freire se hallaba ahora al otro lado de aquella pared.

Solo había conservado el efectivo que le quedaba y la tarjeta de visita del tal Le Guen, el compañero de Emaús con el que se había cruzado en el tren de Biarritz. Sin duda tendría que interrogarlo…

Salió de la consigna, recuperó la navaja y se dirigió a la salida. Se cruzó varias veces con policías de uniforme, y su disfraz, aunque no estuviera acabado, le parecía una respuesta sólida a sus miradas inquisitivas.

En cuanto estuvo fuera, giró a la izquierda, hacia el hotel Ibis, y se fijó en una señal de tráfico. Enganchó el tíquet de la consigna en la parte posterior del círculo metálico. Le bastaría pasar por aquella señal para convertirse de nuevo en Mathias Freire.

Volvió sobre sus pasos y, en lo alto de la escalera, se tomó su tiempo para contemplar la vista. La ciudad parecía una planicie mineral que destilaba un polvo gris filtrado por la luz matinal y el vuelo de las gaviotas. Al fondo, unas colinas azules coronaban la ciudad. En el centro, Notre-Dame-de-la-Garde, con su virgen de cobre, parecía un puño alzado provisto de un sello de oro.

Freire se sentía de un humor poético.

Bajó la vista y vio a unos indigentes que le ordenaron de nuevo las ideas.

Descendió los peldaños y tomó el boulevard d’Athènes, en dirección a la Canebière. En la esquina de la place des Capucines, una papelería le sugirió una nueva idea. Compró un cuaderno y un rotulador, necesarios para tomar notas. Tenía que reconstruir, como un arqueólogo, su pasado mediante la menor información que pudiera recoger.

Más adelante, pasó frente a una tienda de alimentación árabe. Se dirigió a la sección de vinos y se concentró en los tetrabriks de entre tres y cinco litros de vino barato. Optó por el más barato. Una garrafa de plástico provista de grifo que debía de contener un terrible vino peleón.

Llegó a la Canebière.

Y se encontró en Argel.

La mayoría de los transeúntes eran de origen magrebí. Las mujeres llevaban velo o la cabeza cubierta. Los hombres lucían barba y algunos el bonete blanco de plegaria. Los jóvenes avanzaban en pandillas, mal afeitados, con miradas torvas y tez mate. De entre la multitud se elevaban bocanadas de vaho. Chándales, parkas y plumíferos iban y venían por la avenida, empujándose y apartándose únicamente para dejar paso a los tranvías.

Freire esperaba haber encontrado tiendas caras de buenas marcas, pero se encontró con tiendas de saldos, bazares donde se vendían teteras de cobre, túnicas y alfombras. Frente a los cafés, hombres bien abrigados, sentados a unas mesas desconchadas, sorbían sus tés en vasitos decorados. «Argel».

Freire descubrió un porche que conducía a un patio. Unas cajas aplastadas y unas banastas vacías flanqueaban la entrada. Pasó por encima de la basura y accedió a un patio interior rodeado de edificios con balcones en los que se secaba la ropa tendida al sol.

No había nadie en los corredores.

No había nadie en las ventanas ni en los huecos de las escaleras.

Al fondo, unos grandes contenedores de basura verdes llenos a rebosar. Freire se abasteció. Cáscaras de huevos. Frutas podridas. Desechos malolientes, sin identificar. Conteniendo la respiración, se frotó cada elemento sobre la ropa y cortó el pantalón y el anorak con la navaja. Luego abrió el grifo de la garrafa de vino y levantó el brazo por encima de la cabeza. El vino le cayó sobre el pelo y el rostro, y sobre la ropa. Sintió tal repulsión que soltó la garrafa, que rebotó por el suelo.

Arqueándose, vomitó café y cruasanes, y se salpicó la ropa y los zapatos. No trató de evitar los chorros ácidos. Al contrario. Permaneció así unos segundos, apoyándose contra un contenedor de basura, aguardando a que el latido en las sienes se serenara.

Por fin se puso en pie, tambaleándose, con la garganta desollada. La peste a vómito giraba a su alrededor como un ciclón. Tapó la garrafa, contempló su jersey sucio y comprendió que a esas alturas ya no podía detenerse.

Se bajó la bragueta y se meó encima.

—Pero ¿qué hace?

Freire envainó precipitadamente y alzó la vista. Una mujer, apoyada en la balaustrada, enmarcada por las sábanas tendidas, lo fulminaba con la mirada:

—¡Váyase a su casa a hacer esas guarradas! ¡Cerdo, más que cerdo!

Se dio a la fuga, agarrando la garrafa como si fuera un tesoro. Al llegar de nuevo a la Canebière ya no era Mathias Freire, sino un indigente. Se juró no volver a pensar, ni un instante, como Mathias Freire, psiquiatra, sino únicamente como Victor Janusz, vagabundo fugitivo.

De Janusz remontaría a su identidad precedente.

Y así una vez tras otra hasta descubrir su núcleo de origen.

Su personalidad inicial.

La muñeca rusa más pequeña.

Seguía la vía del tranvía, secando su pestilencia al sol.

El Vieux-Port apareció a la vista.

Por instinto, adivinaba que allí estarían los indigentes.

Y estaba seguro de que alguno de ellos conocería a Victor Janusz.