Estación de Saint-Charles en Marsella, seis y media de la mañana.

Contra lo que cabía esperar, Freire se sentía descansado. Había dormido durante el trayecto entre Agen y Toulouse, y se había adormilado en la estación de Toulouse-Matabiau mientras esperaba el tren de medianoche. Luego aún había dormido hasta Marsella, en el coche cama. No era una huida, era una cura de sueño. En realidad, otra manera de huir. A través de la inconsciencia.

Las estructuras de la estación de Marsella pasaban lentamente delante de la ventana. Se adivinaba el frío de la noche, el arabesco helado de los raíles. Freire no estaba seguro de su idea… Marsella era la última dirección que imaginarían que podía tomar. En ese sentido, era un buen destino. Sin embargo, la investigación se retomaría también en esa ciudad. ¿Qué posibilidades tenía de escapar de las patrullas, de los policías, a los que habrían refrescado la memoria y tendrían su cara en la cabeza?

El tren se detuvo con un largo bramido. Llevaba cerca de hora y media de retraso. Freire esperó varios minutos, por precaución, antes de bajar. Una vez que el andén se llenó de viajeros, se mezcló con la multitud con la bolsa al hombro y el ordenador debajo del brazo.

La estación de Saint-Charles se parecía a la de Saint-Jean. Tenía las mismas cristaleras. Las mismas vigas de acero. Los mismos andenes interminables iluminados por farolas blanquecinas.

Freire caminaba al ritmo de los demás pasajeros, pero de repente se detuvo en seco.

Unos policías, al final del andén.

Vestían de paisano, pero sus rostros patibularios, su corpulencia de matones y la seguridad de sus miradas no dejaban lugar a dudas. Así que Anaïs Chatelet y los demás habían seguido el mismo razonamiento que él. O, por lo menos, no habían excluido lo imposible: que volviera sobre sus pasos…

El flujo de viajeros continuaba. Las maletas le golpeaban en las piernas y los hombros lo zarandaban. Volvió a ponerse en marcha, más lentamente, tratando de reflexionar, con el corazón acelerado. ¿Huir por un lateral? ¿Meterse en uno de los fosos? Imposible. Dos trenes rodeaban el andén y formaban un pasillo sin escapatoria.

Freire aminoró aún más el paso. El descanso de la noche había terminado. De nuevo el miedo formaba parte de su cuerpo. Otra idea. Fingir haber olvidado algo. Subirse a un vagón. Aguardar un momento más propicio para huir. Pero ¿qué momento? Una vez que el andén quedara desierto, los policías, ayudados por los vigilantes y sus perros, visitarían cada compartimento, abrirían los lavabos e inspeccionarían asiento por asiento.

Estaría acorralado como una rata.

Era preferible seguir al aire libre.

Seguía andando, arrastrando los pies. Los metros se consumían y no le venía la inspiración.

—¡Perdón!

Se volvió y descubrió a una mujer bajita que tiraba de una maleta con ruedas con una mano, llevaba un bolso en la otra y además a un chaval de doce años agarrado del brazo. «Una oportunidad».

—Discúlpeme —le dijo con una sonrisa—. ¿Me permite ayudarla?

—No hace falta, gracias.

La mujer lo rodeó. Tenía una expresión crispada y una mirada colérica. Freire la siguió a su paso y acentuó la sonrisa. Pasó delante de ella, se volvió y le tendió las manos.

—Permítame ayudarla. Parece que no puede con todo…

—Déjeme en paz de una vez.

Ella no soltaba ni la maleta ni el bolso. El chavalín lo fulminaba con la mirada. Dos soldaditos en plena guerra de la vida. Freire avanzaba de espaldas, frente a la pareja.

Solo cincuenta metros más y los policías le pondrían la mano encima.

—Póngame a prueba —propuso—. Intentemos la aventura hasta el final del andén. Y luego me da un azul o un rojo.

El rostro del chaval se iluminó.

—¿Como en La Nouvelle Star?

Freire lo había dicho sin pensar, aludiendo a un programa de televisión que había visto una vez. Un jurado profesional valoraba a unos aprendices de cantantes con unos semáforos de colores.

Ese detalle provocó un cambio. En la estela de su hijo, la mujer se relajó de golpe. Lo observó de arriba abajo y pareció decirse: «Al fin y al cabo, ¿por qué no?». Ella le tendió la maleta y el bolso. Freire ajustó su bolsa al hombro, deslizó el asa del ordenador por encima y empuñó el equipaje. Se volvió y se puso en marcha, con una gran sonrisa. El chiquillo se agarró de su brazo y saltaba sobre uno y otro pie.

Los policías ni siquiera se fijaron en él. Buscaban a un hombre perseguido, un fugitivo presa del pánico. No a un padre de familia acompañado de su esposa y su hijo. Pero Freire aún no estaba tranquilo. La estación, un vasto acuario con pinos de plástico, le parecía saturada de policías, vigilantes y empleados de seguridad. ¿Adónde ir? No tenía ningún recuerdo de Marsella.

—No conozco la ciudad —aventuró—. ¿Por dónde se va al centro?

—Puede tomar el autobús o el metro.

—¿Y a pie?

—Tome la escalera de Saint-Charles. A la izquierda. Abajo, tome el boulevard d’Athènes. Atravesará la Canebière. Siga todo recto y llegará al Vieux-Port.

—Y usted ¿adónde va?

—A la estación de autobuses, allí, a la izquierda.

—La acompaño.

Llegados a destino, Freire saludó a la madre y al hijo en aquel amanecer helado y se marchó al trote, en busca de la salida a la izquierda de la que había hablado la mujer. Descubrió una escalera monumental, de más de un centenar de peldaños, que bajaba hacia la ciudad.

Apenas eran las siete de la mañana.

Bajó y se cruzó, derrengados contra la balaustrada de piedra, con unos indigentes a la luz de una farola. Litronas de vino peleón, perros sarnosos e impedimentas apiladas… Parecían sentados sobre un charco de mugre, en cuya composición había miseria, vino y miedo.

Mathias reprimió un escalofrío.

Tenía ante él su futuro inmediato.