No había manera de dar con Mathias Freire.

Le Coz y Zakraoui se dirigieron a su casa. Conante y Jaffar fueron al centro Pierre Janet. No estaba en ninguno de los dos sitios. Anaïs no esperó esos resultados para lanzar la vigilancia de las estaciones de ferrocarril y de autobuses, las autopistas y las carreteras nacionales y departamentales.

Distribuyó el retrato de Janusz/Freire por todas las comisarías del sur de Francia. Se puso en contacto con los periódicos regionales para que publicaran la foto a la mañana siguiente y con las radios locales para que emitieran un llamamiento a la colaboración ciudadana. Iba a ponerse en funcionamiento un número telefónico gratuito y también una página web. Un despliegue de todos los medios.

Una voz interior le repetía que se equivocaba. Entregaba a Mathias Freire a la prensa, al público y también a sus superiores, antes incluso de tener las pruebas directas de su culpabilidad. La había llamado el comisario: «Encuéntrelo antes de esta noche». La llamó Véronique Roy: «¡Qué locura es esta historia!». La llamó el prefecto: «¿Así, ya está? ¿Ya lo ha identificado?». La llamaron los periodistas: «¿Anda suelto un asesino?». Todo eso era bueno para su ascenso, su imagen y su reputación. Pero nadie le había preguntado lo único que contaba: ¿era Janusz el asesino del Minotauro?

Ahora perseguían a un fugitivo. Ya no buscaban al asesino de Philippe Duruy. Y eso no era exactamente lo mismo. Hasta que se demostrara lo contrario, Freire, alias Janusz, solo era un testigo del caso. Era demasiado pronto para declararlo culpable.

De hecho, era demasiado tarde.

Al huir, el psiquiatra había sellado su destino. ¿Desaparece uno si tiene la conciencia tranquila? Durante esas últimas horas, al hojear los diversos informes y balances de la situación que recibía minuto a minuto, el enfado de Anaïs con Mathias había ido en aumento. Tendría que haber confiado en ella. Esperarla prudentemente en comisaría. Ella lo habría protegido, habría…

Guardó los papeles impresos e hizo una rápida síntesis. En primer lugar habían creído que Mathias había huido en coche. Tras investigarlo, descubrieron que el hombre poseía un Volvo 960 diésel con matrícula 916 AWX 33. No habían hallado el vehículo en su domicilio particular ni en el aparcamiento del Pierre Janet. Luego descubrieron que el fugitivo había ido al aeropuerto de Burdeos-Mérignac, donde había retirado del cajero dos mil euros en efectivo.

Pero la pista no llevaba más allá. Su coche seguía sin aparecer en los alrededores del aeropuerto. En ninguno de los vuelos de la tarde figuraba un pasajero llamado Mathias Freire o Victor Janusz. Anaïs se olía el tinglado. Freire los había puesto voluntariamente sobre una pista falsa para ganar tiempo. Además, una hora más tarde descubrieron el móvil y el impermeable del fugitivo en una papelera del aeropuerto.

Desde entonces no tenían noticias ni indicios nuevos.

El llamamiento a la colaboración ciudadana dio lugar a la cosecha habitual de informaciones incoherentes, fantasiosas o contradictorias. El Volvo no había sido localizado en ninguno de los controles. Ningún policía ni gendarme había visto a Mathias Freire. Un fracaso absoluto.

Anaïs estaba segura: Mathias ya se hallaba lejos. Por lo menos, eso esperaba. No deseaba atraparlo. Primero quería resolver el caso. Él no era más que uno de los eslabones de la investigación y disponía de otras pistas. Tenía que trabajar en ellas de inmediato. Ya había decidido que al alba iría a Guéthary para hablar con el amnésico.

Las siete menos diez.

Sería mejor moverse que languidecer en el despacho. Cogió el coche y se dirigió directamente al barrio Fleming. Sirena. Girofaro. En Burdeos jamás se habían visto tantos vehículos policiales, tantas luces giratorias y uniformes por las calles. «Gracias, Janusz».

Anaïs redujo la velocidad de golpe. Había llegado a su destino. La zona se había metamorfoseado. Furgones de policía. Coches patrulla. Vehículos de Identificación Judicial. Todo el mundo se había reunido allí.

Apagó el motor e imaginó a los policías registrando la casa vacía. Aquella casa donde la noche anterior había saboreado un Château Lesage con un hombre atractivo. Tuvo la impresión de que le pisoteaban el recuerdo.

Los policías de guardia la reconocieron y la dejaron entrar. El salón era un hervidero de policías y técnicos de Identificación Judicial. Le Coz se materializó entre los cosmonautas de papel. Le tendió unos protectores para los zapatos.

—¿Quieres ponerte esto?

—No hará falta.

—Pero si hay pistas…

—¿Eres tonto o qué? Aquí no hay nada para nosotros.

El policía asintió en silencio. Ella solo se puso los guantes de látex. El teniente trató de abundar en el mismo sentido.

—Tenías razón. Ese tipo es un verdadero fantasma. Todas las cajas están vacías. No hemos hallado ni un solo objeto personal ni un documento en toda la casa.

Ella se dirigió a la cocina sin responder. La estancia estaba limpia. Impecable, incluso. Freire nunca debía de comer en casa. Abrió los armarios. Platos. Cubiertos. Cazuelas. Ningún producto de alimentación. Solo halló unos paquetes de té sobre un estante. Abrió, por reflejo, el frigorífico. Tampoco había nada. Excepto su Château Lesage, del que no se había acabado la botella. «¡Qué burro, mira que guardar un burdeos en frío!»

Unos pasos apresurados resonaron en el salón y cubrieron el ruido de los policías y los técnicos. Anaïs cruzó la cocina. Conante, sin aliento, llegaba a la carrera.

—¿Lo habéis localizado? —preguntó ella.

—No, pero tenemos un problema.

—¿Qué pasa?

—El tipo de la estación de Saint-Jean, el amnésico. Patrick Bonfils. Se lo han cargado esta mañana en la playa de Guéthary. Y a su mujer también.

—¿Qué?

—Te lo juro. Se los han cargado a tiros. Los policías de Biarritz nos llamarán.

Anaïs retrocedió hacia la cocina y se apoyó con ambas manos contra el fregadero. Una nueva pieza en el rompecabezas. Quizá un elemento importante en el nivel superior o transversal del caso.

—Hay otro problema —añadió Conante.

—Dime.

—El coche del psiquiatra, el Volvo. Lo han encontrado en el camino de la playa. De una manera u otra, el psiquiatra ha estado implicado en el tiroteo. El coche es un auténtico colador y… ¿te sientes mal?

Anaïs se volvió y metió la cabeza en el fregadero. Dejó correr el agua helada y bebió directamente del grifo. La habitación daba vueltas a su alrededor. La sangre había abandonado su cerebro y se estancaba en su vientre y sus extremidades inferiores. Estaba a punto de desmayarse.

—Freire —murmuró, junto al agua fresca—, ¿en qué marrón te has metido?