La carrera contra reloj había empezado. Un segundo después de que Anaïs Chatelet descubriera su rostro en el expediente de Victor Janusz, sin duda había enviado un coche de policía a su domicilio y al hospital. Había ordenado que se vigilara la estación de Saint-Jean, el aeropuerto, las autopistas, las estaciones de autobuses y también las carreteras nacionales y departamentales de los alrededores de la ciudad. A buen seguro había ya patrullas vigilando las calles de Burdeos. Tras su pista.
—Es aquí —dijo al taxista—. Espéreme.
Freire se hizo dejar a unos cuantos números de distancia de su verdadera dirección.
—Regreso en un par de minutos.
Corrió hasta su casa. Abrió la puerta. Cogió una bolsa de viaje y metió en ella ropa. Principalmente, cogió todos los documentos personales que no se había llevado una hora antes. Declaraciones de renta, títulos y certificados firmados emitidos por el hospital de Villejuif…
En ese instante, oyó las sirenas de policía que se aproximaban. Cerró la bolsa y salió de la casa como un fantasma.
Llegó al taxi. El dolor en el fondo del ojo palpitaba a un ritmo lacerante. Tenía ganas de vomitar. Su corazón latía como un taladro.
—¿Adónde le llevo?
—Al aeropuerto de Burdeos-Mérignac, salidas internacionales.
A lo largo de los kilómetros pasaban coches patrulla, a toda velocidad, haciendo sonar las sirenas. No podía creer que él pudiera ser objeto de semejante agitación. Sin embargo, no pensaba en los policías. Ni siquiera en los asesinos. Pensaba en sí mismo. ¿Quién era en realidad? Le venían a la cabeza elementos que confirmaban que su paso por Burdeos era una impostura. Su recurrente malestar en el hospital. El vacío que sentía, de noche, en su domicilio anónimo. Los trastornos que experimentaba cuando trataba de evocar su pasado.
No tenía verdaderos recuerdos. En cuanto a los que se formaban espontáneamente en su cerebro, solo eran ficción. Las pacientes piedras de un muro opaco alzado entre su pasado y su presente.
Solo una imagen le parecía real: el cuerpo de Anne-Marie Straub, colgando sobre su cara… Los nombres y las fechas quizá fueran inventados, pero los hechos eran reales. ¿Era verdaderamente psiquiatra en esa época? ¿O estaba ya ingresado en un psiquiátrico? ¿Fue ese suicidio lo que desencadenó su primera fuga psíquica?
—Hemos llegado.
Freire pagó. Entró en el vestíbulo de la terminal aeroportuaria a la carrera. El sudor lo cubría por completo, como un traje de submarinista, cálido y pegajoso. Encontró un cajero automático y sacó el máximo que pudo: dos mil euros, su límite mensual. Mientras esperaba los billetes, miraba a derecha e izquierda. Las cámaras de seguridad lo observaban. Mejor.
Tenían que verlo.
Tenían que pensar que tomaba un avión.
Buscó un rincón apartado de miradas indiscretas y cogió su teléfono móvil. Borró todos los números memorizados y luego llamó a información horaria. Sin colgar, arrojó el aparato a una papelera. Su impermeable siguió el mismo camino. Acto seguido, con mayor discreción, se escabulló. Y tomó un autobús en dirección al centro de la ciudad.
La policía debía de estar frente a su casa y haber constatado ya que había hecho las maletas. Primero buscarían su coche. Al no encontrarlo, creerían que Freire había huido por carretera. Instalarían controles por todas partes y fijarían su atención en esos puntos.
Primera pista falsa.
A continuación, localizarían su teléfono móvil, aún conectado, en el aeropuerto. Se dirigirían a Burdeos-Mérignac. Comprobarían los vuelos. Al no hallar el nombre de Freire, visionarían las grabaciones de seguridad y lo descubrirían. Verificarían el cajero automático del aeropuerto. Hallarían al taxista. Todas las pistas convergirían. Victor Janusz, alias Mathias Freire, había despegado a última hora de la tarde. Bajo una identidad falsa.
Segunda pista falsa.
En ese momento ya estaría lejos. Llegó a la estación de Saint-Jean. Había jaurías de policías por allí. Vigilantes con perros bloqueaban las salidas. Los furgones estacionados cercaban el aparcamiento.
Rodeó el edificio. Unas obras monumentales con barricadas, grúas y zanjas le facilitaron la maniobra. Localizó a un mozo de equipaje, uno de esos hombres provistos de un carrito que escoltan a los viajeros hasta el tren. Lo abordó, lo llevó a un rincón discreto y le propuso que le comprara un billete en su lugar.
El hombre, con un gorro rasta y el peto naranja reglamentario, replicó:
—¿Por qué no va usted mismo a por él?
—Tengo que hacer unas llamadas urgentes.
—¿Por qué debería confiar en usted?
—Soy yo quien confía en ti —dijo Freire dándole doscientos euros—. Cómprame el primer billete disponible para Marsella.
El hombre titubeó un instante y añadió:
—¿Qué nombre tengo que dar?
—Narcisse.
Las sílabas se habían formado en sus labios sin pasar por su conciencia. El hombre dio media vuelta.
—Espera. Cien euros más por el gorro y el peto.
El hombre le dirigió una mirada burlona. Esa nueva oferta pareció tranquilizarlo. Por lo menos, las cosas estaban claras. Una huida. En ese mismo instante, pareció darse cuenta de que la estación hervía de policías. Su sonrisa se amplió. La idea de engañar a toda aquella gente pareció complacerle. Se quitó el gorro y la armilla fluorescente. Llevaba unas largas rastas.
—Yo te vigilo el carro —dijo Freire, y se puso raudo el disfraz.
Esperó más de diez minutos, apoyado en el carro, con el aspecto más resuelto posible. Los policías pasaban delante de él sin mirarlo. Buscaban a un hombre que huía. Una sombra junto a las paredes. No a un mozo de equipaje desocupado, con un gorro con la bandera jamaicana y un peto de la SNCF.
Bob Marley reapareció.
—El último tren directo a Marsella acaba de partir. Te he cogido un billete a Toulouse-Matabiau a las cinco y veintidós. Tendrás que cambiar de tren en Agen hacia las siete de la tarde. Llegas a Toulouse a las ocho y cuarto. Otro tren, con coches cama, sale hacia Marsella a las doce y veinticinco. Llegará allí a las cinco de la madrugada. Era eso o partir mañana.
No le pareció mala idea pasar la noche entre dos destinos, en una especie de tierra de nadie. Nadie le buscaría esa noche en mitad de Mediodía-Pirineos. Le dio el cambio al rastafari y conservó su disfraz hasta la salida del tren.
Una hora de espera. Las patrullas seguían rondando sin verlo. Con el carro en el que llevaba su propia bolsa, tenía simplemente aspecto de un mozo esperando a un cliente que habría ido a buscar los periódicos. Ni siquiera él mismo prestaba atención a los policías. Trataba de prensar.
No podía ser el asesino del Minotauro. Hubiera sido necesario decapitar a un toro. Hallar una heroína de gran calidad. Encontrar y atraer a Philippe Duruy a una trampa. Transportar el cuerpo y la cabeza hasta el foso… A las malas, Freire podía pensar en un lado oculto (una mano derecha que no supiera lo que hacía la izquierda), pero no en crisis sucesivas seguidas a cada ocasión por una amnesia total, que le hubieran permitido organizar, a sus espaldas, semejante proyecto. El asesinato de Philippe Duruy era obra de otra persona. Sin embargo, las huellas demostraban que también él había pasado por aquel foso. ¿En qué momento? ¿Sorprendió al asesino? ¿Estaba con Patrick Bonfils?
Su tren entró en la estación. Freire se deshizo del gorro, el peto y el carrito, y subió a su vagón. En cuanto se hubo instalado, comenzó a cavilar de nuevo. Estaba decidido a ordenar todas aquellas preguntas hasta Agen, pero diez minutos después de partir el tren ya dormía a pierna suelta.