Mierda —maldijo Anaïs entre dientes.

Le Coz acababa de anunciarle que Mathias Freire había ido a verla. El pasillo estaba vacío. Se había marchado.

—Estaba aquí hace cinco minutos. —El policía miraba a uno y otro lado—. Le he dicho que no se moviera. No me ha parecido trigo limpio…

—Atrápalo. Encuéntralo.

El policía de traje le tendió una carpeta.

—Toma. El expediente de Janusz. Por fin lo hemos recibido. Por avión.

Cogió los documentos y ni siquiera les echó un vistazo.

—Encuéntrame a Freire —repitió ella—. Tengo que verle.

Le Coz se dirigió hacia la escalera a la carrera. Anaïs se mordió el labio. «Mierda», volvió a murmurar. No podía creerse que se le hubiera escapado. ¿Por qué había ido allí? ¿Habría encontrado una excusa para volver a verla? «Cálmate, chica».

Estaba de un humor terrible. Ni Conante con las cintas de vídeo, ni Zakraoui con los camellos, ni Jaffar tras la pista del perro y de la ropa de Duruy habían hallado el menor indicio. Y el tictac seguía avanzando…

Entró en su despacho y cerró la puerta con el pie. La pista de Janusz tenía que dar algún resultado. Con gesto mecánico, sin sentarse ni encender la luz, abrió la carpeta que contenía el expediente del vagabundo marsellés.

—Mierda —repitió, pero con un tono completamente diferente.

En la primera página había grapada una foto antropométrica del indigente. Era Mathias Freire. Sin afeitar, hirsuto y sucio, pero sin duda era él. Con mirada torva, sostenía el rótulo con el número, dispuesto a escupir al objetivo. Tanteando, agarró la silla y se dejó caer en ella.

Pasó la página y leyó por encima el atestado del interrogatorio de Victor Janusz. El 22 de diciembre de 2009, a las once de la noche, el hombre fue detenido tras una pelea con unos colgados. Su testimonio no tenía ningún interés. Le provocaron. Se defendió. El hombre no disponía de documentación ni de recuerdos precisos acerca de su estado civil.

Un marginado muy alcoholizado. ¿Cómo un tipo así había podido convertirse en jefe de unidad del centro Pierre Janet? ¿Podía ser el asesino de Philippe Duruy?

Anaïs alzó la vista. Sentía algo allí. Examinó los objetos, los documentos y las carpetas sobre su mesa. No había nada alterado, pero en cada detalle se notaba la huella del paso de otra persona o una presencia extraña.

Alguien había entrado en aquella sala.

Alguien la había registrado.

¿Quién? ¿Mathias Freire?

Miró en derredor y descubrió dos documentos delante de su sitio, al otro lado de la mesa. Se puso en pie y la rodeó. El visitante había dejado a la vista la ficha del análisis de las huellas dactilares halladas en la escena del delito.

A su lado, en una hoja en blanco firmada por el propio Mathias Freire, se leía:

NO SOY UN ASESINO