La capitán Chatelet no está aquí.

Ante él tenía a un pijo engominado, con un traje impecable.

—¿Puedo esperarla?

—¿Cuál es el motivo?

Freire vaciló: tenía demasiado que contar. Prefirió utilizar la baza profesional.

—Soy el psiquiatra que atiende al amnésico de la estación de Saint-Jean. Tengo información para ella. Información confidencial.

El policía observó de arriba abajo a Freire. El impermeable empapado, los restos vegetales, los zapatos embarrados. Parecía escéptico.

—No tardará —dijo por fin—. Siéntese ahí.

Freire eligió una silla en el pasillo. Se hallaba en la primera planta de la comisaría principal de Burdeos, en la rue François de Sourdis. Un gigantesco y flamante edificio blanco de reciente construcción, que evocaba un iceberg navegando en plena ciudad. Por lo que le parecía comprender, en aquella planta se hallaban los despachos de los oficiales.

Todo estaba desierto, pero allí hervía una actividad sorda. Una tarde como tantas en la policía. Mathias estaba sentado justo frente a la oficina de Anaïs. Una placa impresa en la puerta indicaba que era la suya. Un despacho de capitán, solitario, con un ventanal con las cortinas abiertas.

Miró a su alrededor. No había nadie. Tuvo una idea disparatada. Colarse en el despacho. Localizar el expediente del caso del Minotauro. Leer los datos que la policía tenía sobre Victor Janusz. Era una ocurrencia absurda, pero ya era tarde para descartarla.

Echó un nuevo vistazo a derecha e izquierda. El pasillo seguía desierto. Se levantó, fingió estirar las piernas y acto seguido accionó el pomo de la puerta.

Estaba abierta.

Entró y cerró la puerta sin hacer ruido. Inmediatamente, corrió la cortina. Miró el reloj. Las tres y diez. Se dio cinco minutos para registrar el despacho. Ni uno más. A pesar de la lluvia y de que comenzaba a oscurecer, se veía lo suficiente para rebuscar sin encender la luz.

Con la mirada, fotografió el espacio. Mobiliario estándar de funcionario. Ningún detalle personal en las paredes o en los muebles. Freire pensó en su propio despacho del hospital, frío y anónimo. Descubrió varios lugares donde archivar y guardar documentos. Unos archivadores metálicos, a la derecha. Un armario de puertas correderas, delante. Y la propia mesa de despacho, con sus cajones y sus carpetas apiladas.

No tuvo que buscar mucho. Los documentos que le interesaban eran los que estaban en lo alto del montón.

No tenía tiempo de leer las transcripciones de los interrogatorios, pero encontró unas fotos. El cuerpo en el foso. La carne macilenta, blanca y tatuada. La cabeza de toro, negra. La víctima parecía surgida de unos tiempos primitivos, habitados por criaturas fantásticas y con mitos aterradores. A la vez, el grano de las imágenes tenía la crudeza y la presencia de los archivos documentales. Un suceso, pero ocurrido en el origen del mundo.

Siguió hojeando. Fotos del cuerpo en la morgue. El rostro de Philippe Duruy, después de quitarle la máscara atroz. Una cara destrozada, asimétrica. Otra carpeta. Retratos antropométricos. Un chaval con los ojos rodeados de kohl, sosteniendo un rótulo numerado con tiza. Ya había tenido problemas con la policía.

Más carpetas. Legajos de expedientes. No tenía tiempo de leerlos. Por fin, en el último atestado, el balance de la escena del delito llevado a cabo por los técnicos de Identificación Judicial. Entre las hojas estaba la ficha con las huellas dactilares encontradas sobre el terreno. «Las huellas de Victor Janusz».

Se oyeron pasos en el corredor. Freire se quedó inmóvil. Se alejaron. Miró el reloj y tuvo que concentrarse para ver la hora. Las tres y dieciséis. Ya hacía seis minutos que estaba en el despacho. Anaïs Chatelet no tardaría en llegar. Observó de nuevo las huellas. Una nueva idea. Rebuscó en los cajones y encontró una pluma estilográfica. Le sacó el cartucho. Cogió una hoja en blanco de la impresora y extendió la tinta sobre su superficie. Mojó sus cinco dedos y acto seguido los apoyó sobre la hoja.

Comparó esas marcas con las de Victor Janusz. No era necesario ser un especialista para ver las similitudes.

Una huella idéntica.

Dos huellas idénticas.

Tres huellas idénticas.

Era Victor Janusz.

La constatación, negro sobre blanco, de esa prueba irrefutable le hizo cambiar su manera de pensar. Cambiar de planes. Un culpable solo tiene una salida: huir.

Dobló la hoja y la guardó en el bolsillo. Introdujo de nuevo el cartucho de tinta en la pluma y la guardó en el cajón. Abandonó la carpeta sobre el montón y se entretuvo en una pequeña puesta en escena.

Entreabrió la puerta. Se asomó al pasillo. No había nadie. Salió de la manera más despreocupada posible y se dirigió hacia la escalera.

—¡Eh, usted!

Mathias siguió andando.

—¡Oiga!

Freire se detuvo, adoptó una expresión distendida y se volvió. Sentía que el sudor le cubría los pectorales. El pijo con el que había hablado avanzaba hacia él.

—¿No va a esperar a la capitán Chatelet?

Intentó tragar saliva, en vano, y acto seguido pronunció con voz ronca:

—Yo… No tengo tiempo.

—Lástima. Acaba de llamar: está a punto de llegar.

—No puedo esperarla más. No era muy importante.

El hombre frunció el ceño. El sexto sentido del policía. A pesar de sus enormes esfuerzos, Freire transpiraba miedo.

—Espere aquí. —El tono era diferente—. Está al llegar.

Freire bajó la vista. Lo que vio lo dejó helado. El policía llevaba una carpeta bajo el brazo. En ella se leía: VICTOR JANUSZ, MARSELLA.

Todo se oscureció a su alrededor. Le era imposible pensar y hablar. El policía le indicó los asientos fijados a la pared.

—Siéntese, amigo. No parece que se encuentre bien.

—¡Le Coz, mira esto!

La voz procedía de uno de los despachos.

—No se mueva de aquí —repitió el pijo.

Y acto seguido se volvió.

Fue a reunirse con un colega que se hallaba a unos metros. Desaparecieron y cerraron la puerta. Freire seguía de pie. La sangre le latía en las órbitas. Las piernas le flaqueaban. Solo podía hacer una cosa: sentarse y esperar a que lo detuvieran.

En lugar de eso, recorrió el pasillo raudo y en silencio. El hueco de la escalera, abierta, daba al vestíbulo de la planta baja. Se lanzó. Los peldaños se sucedían bajo sus pasos.

Pisó el suelo del vestíbulo sin poder creerlo aún. Atravesó la sala rodeado por el alboroto reinante, como si se tratara del zumbido de su propia sangre. Frente a él, la puerta de salida parecía palpitar.

Solo estaba a unos metros del umbral.

Temía aún un ataque por detrás.

Ella apareció frente a él.

A través de la puerta de doble vidrio, vio a Anaïs Chatelet salir de un coche. Un segundo más tarde, él se había metido en los servicios a la derecha del vestíbulo. Se ocultó dentro de una de las cabinas y cerró la puerta, temblando de la cabeza a los pies.

Un minuto más tarde, estaba fuera, en la calle reluciente de lluvia.

Solo.

Perdido.

Pero libre.