Se alegró de regresar al barrio Fleming. Era la primera vez. La casa Ópalo. «Mi casa». Cruzó la verja. Giró la llave.

Al descubrir las paredes desnudas y las habitaciones sin amueblar no sintió el calor que esperaba. Aquella casa no transmitía nada. Ni pasado ni personalidad. Subió raudo a su dormitorio, en la primera planta. Cogió la carpeta en la que guardaba los documentos importantes. Documento de identidad. Pasaporte. Tarjeta de la seguridad social. Títulos de Medicina. Extractos de las cuentas bancarias. Formulario de la declaración tributaria, remitido a su antigua dirección en el 22 de la rue de Turenne, en París.

Todo estaba en regla. Todo estaba en orden. Freire exhaló un suspiro de alivio. Hojeó de nuevo la documentación, esta vez con menos certidumbre. Al observar cada documento con mayor atención, surgían dudas. Freire no podía opinar acerca del documento de identidad, el pasaporte o la tarjeta de la seguridad social, pues no era especialista. En cuanto a los otros documentos, sin embargo, eran solo fotocopias. ¿Dónde estaban los originales?

Freire se quitó el impermeable. Su cuerpo estaba acalorado. Su corazón, en delicuescencia. Suponiendo que no fuera quien pretendía ser, que hubiera hecho una fuga como Patrick Bonfils, habría ocurrido de manera inconsciente, tras un período de amnesia. ¿Quién podía haber manipulado los documentos? ¿Con qué medios?

Movió de nuevo la cabeza: estaba en pleno delirio. De momento, había cosas más urgentes.

Acudir lo antes posible a la comisaría y explicarle el atentado a Anaïs Chatelet. Cogió el impermeable, apagó y bajó la escalera.

Se paró en el umbral. Su mirada se detuvo en las cajas de la mudanza. Repletas de objetos, fotos y detalles del pasado. Abrió la primera y a punto estuvo de gritar. Estaba vacía. Cogió otra y solo por el peso supo la respuesta. También estaba vacía.

Otra más.

Vacía.

Otra.

Vacía. Vacía. Vacía.

Cayó de rodillas. Contempló aquellas cajas marrones apiladas contra la pared que le servían de decoración desde hacía dos meses. Una pura escenografía para engañar a su impostura. Dar la impresión de un pasado, de un origen. Engañar a los demás y a sí mismo.

Hundió la cabeza entre las manos y se echó a llorar. La verdad se abatió sobre él. Él también era un hombre dentro de otro. Un viajero sin equipaje. Un pasajero de las brumas…

¿Había sido realmente un indigente? ¿Un asesino? Y, antes de eso, ¿quién había sido? Las cuestiones estallaban dentro de su cabeza. ¿Cómo se había convertido en un psiquiatra acreditado? ¿Cómo había obtenido esos títulos? Le vino a la memoria una frase de Eugène Ionesco: «La razón es la locura del más fuerte…». El escritor estaba en lo cierto. Bastaba ser convincente, hacia los demás y hacia uno mismo, para convertir un delirio en verdad. Enjugándose las lágrimas, volvió a ponerse en pie y sacó el móvil del fondo del bolsillo. Una confirmación, solo una. Incluso de lo peor…

Pidió en información que le pusieran con el hospital Paul Guiraud de Villejuif. En un minuto, pudo hablar con el telefonista. Otro minuto más para que le pasaran con una secretaria administrativa. Preguntó por el doctor Mathias Freire.

—¿Con quién desea hablar?

Controló la voz.

—Quizá ya no trabaja allí. El año pasado era psiquiatra del centro.

—Llevo seis años en el departamento administrativo y nunca he oído ese nombre. En ningún servicio del hospital.

—Gracias, señora.

Apagó el móvil. Padecía el mismo síndrome que el hombre del Stetson. Simplemente su usurpación era más elaborada. No era más que una muñeca rusa. Si abres la primera, te aparece otra. Y así una vez y otra. Hasta la más pequeña: la única que existe realmente.

Pero había algo peor.

Victor Janusz, indigente, detenido en Marsella por actos violentos, era sospechoso en Burdeos de homicidio voluntario. ¿Qué sucedió la noche del 12 al 13 de febrero en la estación de Saint-Jean? ¿No estaba durmiendo en el hospital? ¿No atendió las urgencias durante toda la noche? Tenía testigos. Firmó recetas. Saludó al vigilante al llegar y al marcharse… ¿Podría ser, sin embargo, que se hubiera deslizado en plena crisis en la niebla hasta la estación? ¿Quizá incluso se había cruzado con Bonfils junto a las vías? Los dos amnésicos se encuentran y no se reconocen el uno al otro…

Guardó sus documentos de identidad en una carpeta. Cogió el ordenador portátil, que contenía todo lo que había escrito sobre sus pacientes a lo largo de dos meses, preparó el equipaje y se marchó sin ni siquiera cerrar con llave la puerta de la casa.

A unos quinientos metros, en los alrededores de la ciudad universitaria, encontró un taxi. Dio la dirección de la comisaría central. Había llegado la hora de saldar las deudas. Un mes y medio de impostura y de mentiras. Su mente solo podía manejar un único proyecto. Explicárselo todo a Anaïs Chatelet. Hacer que le ingresaran en su propio servicio. Y dormir.

Dormirse y despertar en la piel de otro, es decir, de sí mismo. Aunque fuera esposado.