Lo recibieron varios pares de ojos estupefactos. Estaba empapado, desaliñado, cubierto de hojas, de tierra y de estambres de retama. Esbozó una sonrisa de excusa a la par que trataba de recomponer su aspecto. Los viajeros apartaron la mirada. Mathias se dejó caer en un banco, hundiendo la cabeza entre los hombros.
—Pero ¿cómo se le ocurre? —Sentado a unos metros, un viejo lo sermoneaba—: Le he visto. ¿Está loco o qué?
Freire no dio con palabras para calmar al gruñón, un sexagenario que transpiraba odio y acritud.
—Pero ¿se ha dado cuenta del peligro que corre? ¿Y del peligro que nos hace correr? ¡Figúrese que llega a tener un accidente! ¡Nadie respeta ya la ley, por eso estamos con la mierda al cuello!
Freire acentuó su sonrisa de disculpa.
—Eso es —espetó el viejo pasando al tuteo—, ¡ahora ríete! ¡A la gente como tú habría que encerrarla!
Tras estas palabras, se puso en pie y se apeó del tren. Freire suspiró. Con un nudo en la garganta, vigilaba de reojo el andén de la estación. Los asesinos podían aparecer en cualquier momento, inspeccionando cada asiento y cada vagón. Fueron los segundos más largos de su existencia. Por fin se cerraron las puertas y el tren se puso en marcha.
Algo en lo más hondo de sí mismo se soltó.
Tuvo miedo de que sus esfínteres lo traicionaran.
—No se lo tome a la brava…
Un hombre acababa de cambiar de asiento para instalarse frente a él. «¡Dios mío! ¿Qué les ocurre a todos?» Freire examinó a su interlocutor sin responder. El recién llegado le dirigió una amplia sonrisa, bondadosa.
—No todo el mundo puede comprender las dificultades de los demás.
Freire no dejaba de escrutar el pasillo detrás del hombre, la puerta que daba acceso al cuarto vagón. Quizá se habían subido en otro sitio… Quizá aparecerían…
—¿No me reconoces?
Freire se estremeció al ser tuteado. Miró fijamente al tipo. Su cara no le decía nada. ¿Sería un paciente del Pierre Janet? ¿Un vecino del barrio Fleming?
—Marsella, el año pasado —prosiguió en voz baja—. Pointe Rouge. El hogar de Emaús.
Mathias comprendió la equivocación. Con su aspecto desaliñado, el hombre lo confundía con un vagabundo con el que sin duda se habría cruzado allí.
—Soy Daniel Le Guen —se presentó estrechándole firmemente la mano—. Me ocupaba de la venta en el albergue. Me llamaban el Lucky Strike porque fumo mucho. —Le guiñó un ojo—. ¿Te acuerdas ahora?
Freire logró extraer unas palabras de su garganta:
—Lo siento. Se equivoca. No he estado nunca en Marsella.
—¿No eres Victor? —Se inclinó y repitió, en tono de confidencia—: ¿Victor Janusz?
Mathias no respondió. Conocía ese nombre, pero le resultaba imposible recordar dónde lo había oído.
—No. Me llamo Freire. Mathias Freire.
—Discúlpeme.
Freire seguía observándolo. Lo que vio en la mirada del otro no le gustó en absoluto. Una mezcla de compasión y de complicidad. El buen samaritano habría observado sin duda, con cierto retraso, la calidad de su ropa. Se decía ahora que Victor Janusz había salido del hoyo. Y que no quería que le recordaran su miseria pretérita. Pero ¿dónde había oído ese nombre?
Se levantó. El hombre lo asió del brazo y le tendió una tarjeta de visita.
—Cójala. Por si acaso. Voy a estar por aquí unos días.
Freire tomó la tarjeta y leyó:
DANIEL LE GUEN
COMPAÑERO DE EMAÚS
06 17 35 44 20
Se la guardó en el bolsillo sin dar las gracias y fue a instalarse unos bancos más allá. Los pensamientos daban vueltas en su cabeza. Pensaba en los asesinos. En Patrick y Sylvie, que acababan de morir ante sus ojos. Y ahora, esa confusión con otra persona…
Con la cara pegada a la ventanilla, contemplaba el mar, que se disolvía en la lluvia. Sentía la angustia, húmeda y ardiente, deslizarse a lo largo de sus vértebras. A la vez, se relajaba. El tren circulaba a toda velocidad. El sopor de los pasajeros lo tranquilizaba. Regresaría a Burdeos. Iría inmediatamente a la comisaría. Se lo contaría todo a Anaïs. Con un poco de suerte, ella ya habría identificado la matrícula del Q7. Ella se ocuparía de la investigación. Hallaría una explicación. Detendría a los asesinos. Todo volvería a la normalidad…
El nombre de Victor Janusz volvió a pasarle por la cabeza y le provocó un escalofrío. ¿Quién era ese Victor Janusz? Sus pensamientos tomaron otro cariz. Una duda inexplicable se le apareció. Vio a cámara rápida la película de los últimos días. Su pasión —y obsesión— por el paciente Bonfils. Su encono por descubrir quién era realmente. Su determinación para dilucidar ese caso, a cualquier precio. ¿Por qué se implicaba hasta ese extremo, a pesar de haber decidido guardar las distancias? ¿Por qué empleaba tanta energía en comprender el trastorno mental del vaquero?
Esta vez, la duda minó en él toda certidumbre. ¿Y si él mismo no era quien pretendía ser? ¿Y si era un «viajero sin equipaje»?
¿Un hombre en plena fuga psíquica?
Se encogió de hombros y se restregó la cara como se estruja un papel antes de arrojarlo a la papelera. Era una idea absurda. Se llamaba Mathias Freire. Era psiquiatra. Había ejercido en Villejuif. Había impartido clases en Sainte-Anne, en París. No podía poner en duda su propia lucidez ante el primer desconocido que lo confundía con otro.
Alzó la cabeza. Daniel Le Guen le guiñó un ojo. Era una complicidad insoportable. El tipo parecía seguro de sí mismo. Había encontrado a Victor Janusz… Mathias se estremeció. Ahora sabía dónde había oído ese nombre. Era el del vagabundo cuyas huellas habían hallado en el foso de la estación de Saint-Jean. El sospechoso número uno en el caso del Minotauro.
Freire sintió que el sudor le cubría el rostro. Unos temblores lo sacudieron de la cabeza a los pies. ¿Y si el tipo de Emaús llevaba razón? ¿Si era Victor Janusz, en plena fuga psíquica?
—Es imposible —murmuró—. Soy Mathias Freire. Licenciado de la facultad de Medicina. Psiquiatra desde hace más de veinte años. Profesor de la facultad de Sainte-Anne. Jefe de servicio del centro Paul Guiraud, en Villejuif. Responsable de la unidad Henry Ey del centro Pierre Janet de Burdeos…
Se detuvo cuando se dio cuenta de que murmuraba esos nombres en voz alta, balanceándose adelante y atrás, como un musulmán repitiendo las suras. O como un esquizofrénico en plena crisis. Tenía aspecto de loco y los demás pasajeros le miraban cada vez más incómodos.
Su lógica se desmoronó aún más. Patrick Bonfils también era capaz de enumerar hechos de su vida pasada. ¿Acaso él mismo no tenía dificultad para recordar momentos personales? ¿Instantes vividos? ¿No estaba demasiado solo para ser honesto? ¿Sin amigos ni familia? ¿Su cerebro no tenía una extraña tendencia a la abstracción y las vaguedades? Sin carne ni emociones…
Negó con la cabeza. «No». Tenía recuerdos. Anne-Marie Straub, por ejemplo. Uno no se inventa una cosa semejante… Freire se quedó inmóvil. Las miradas hacia él se multiplicaban. Se acurrucó contra la pared del vagón. Una fuga psíquica. Una impostura radical. Quizá siempre lo había notado…
El tren se detuvo. Habían llegado a la estación de Biarritz. Los viajeros se pusieron en pie.
—¿Sabe adónde va este tren? —preguntó.
—A Burdeos. A la estación de Saint-Jean.
Daniel Le Guen descendió del vagón. Ese simple hecho lo alivió. Había una manera muy sencilla de saber quién era realmente. Comprobar su documentación. Sus títulos universitarios. Sus cajas. Su pasado. Confirmaría que, en efecto, era Mathias Freire. Que no tenía nada que ver con Victor Janusz, un vagabundo sospechoso de asesinato.